Plaza de Armas
El extranjero que llega a la ciudad de Santiago la puede recorrer siguiendo las m¨²ltiples indicaciones de las distintas gu¨ªas tur¨ªsticas, desde las m¨¢s sofisticadas a los peque?os planos que rezan "Conozca Chile y cu¨ªdelo" que se encuentran gratuitamente en la mayor¨ªa de los hoteles. Puedes hacer la ruta de los parques, la ruta del Mapocho, subiendo por el ca?¨®n del r¨ªo, entrado en cintura por la Cordillera, hacia El Array¨¢n y el Barrio Alto. O descender al sur hasta el Caj¨®n del Maipo, por cuyo fondo circula este otro r¨ªo, m¨¢s frecuentado por los paseantes desde que se atent¨® contra el general Augusto Pinochet. Tambi¨¦n puedes hacer la ruta de los museos, incluso la ruta gastron¨®mica. Puedes ir y venir durante meses y no cansarte de ella, tierra sin parang¨®n, con tres meses de invierno, de escogida riqueza mineral, "que parece que la cri¨® Dios aposta para tenerlo todo a mano".Pero si el extranjero es espa?ol y ha llegado de Espa?a, sobre todo despu¨¦s de 1973, y tiene menos de 50 a?os, se va a tener que detener un leve tiempo de silencio delante del Palacio de la Moneda, sede hoy del desgobierno de la Junta, y va a reflexionar, a los pocos minutos, en la plaza de Armas (antes, del Rey), desde donde la estatua ecuestre de Pedro de Valdivia es fiel testigo del trasiego de los chilenos de la capital, que van y vienen, como las olas de la mar, a la Vicar¨ªa de la Solidaridad -en el arzobispado de Santiago-, a la municipalidad, la catedral o el edificio de Correos. El conquistador extreme?o tuvo su ¨²ltimo y fatal encontronazo con los araucanos, no menos bravos que ¨¦l, pero dej¨® escrito en una misiva a su emperador que no hab¨ªa tierra mejor que ¨¦sta en el mundo.
Cuando hace ya algunos meses un grupo de espa?oles fuimos invitados a participar en la Universidad Cat¨®lica de Santiago (en la Estatal, con rector delegado de la Junta, fue imposible) en un debate sobre aspectos de nuestra cultura, sol¨ªamos encontrarnos, sin habernos citado previamente, en esa plaza. All¨ª hac¨ªan su agosto los vendedores de volantines, circulaban abogados hacia los tribunales de justicia y un improvisado cantor de aleluyas se encaramaba en una farola casi a diario al aliento de la concurrencia. No era dificil entrar en conversaci¨®n con los chilenos una vez descubierta nuestra procedencia. Un chaval casi adolescente se despidi¨® diciendo que vendr¨ªa a Espa?a una vez conseguida la democracia en su pa¨ªs. Su madre era viuda por las artes del golpe.
Tampoco es raro toparse con frecuencia, en Santiago, con estas viudas j¨®venes, ejemplo de car¨¢cter y de voluntarismo humanista en circunstancias l¨ªmite. Acunaron a sus hijos, que ya han cumplido 15 a?os, con canciones de Violeta Parra, y ahora aprenden las de Charli Garc¨ªa en justa reciprocidad con los muchachos. (Las espa?olas de esta generaci¨®n tambi¨¦n tenemos hijas de 15 a?os, y tambi¨¦n las acunamos con canciones de V¨ªctor Jara, pero no nos pod¨ªamos imaginar que esos j¨®venes con el exilio a sus espaldas, con los campos de prisioneros a sus espaldas, con el silencio y el temor a sus espaldas, iban a relevar tan pronto, en las calles de Santiago, a los ausentes).
En la plaza de Armas nos despedimos de los cineastas que hab¨ªan logrado hacer posible el estreno de la pel¨ªcula de Basilio Mart¨ªn Patino Caudillo. Desde muy de ma?ana, una fila interminable de santiaguinos esperaba ante el cine Normand¨ªa. Estaban todos los rostros de la ciudad -pobladores, intelectuales y pol¨ªticos-, salvo los militares. En su presentaci¨®n, semitolerada, Mart¨ªn Patino explic¨® (con un tono que se resist¨ªa, de todas todas, a la ¨¦pica) los problemas de censura dictatorial, tan semejante a esa otra dictadura chilena, que intent¨® silenciarla. El rechazo de la cl¨¢sica ¨¦pica no evit¨® las grandes ovaciones, la apretada y may¨²scula emoci¨®n, y luego, en la plaza de Armas, la pregunta: "?Cre¨¦is que lo nuestro lleva el mismo camino que la posguerra vuestra?". Alguno respondi¨®: "Si en menos de un d¨ªa hab¨¦is montado esto, no te digo lo que podr¨ªais formar con 40 a?os de dictadura mifitar".
All¨ª sit¨²o tambi¨¦n, en mi mernoria, los rostros de paciencia y, esperanza de Jorge Edwards y Jos¨¦ Donoso y SIhomit Baytelman, ante una pasada de autobuses de carabineros con sireria. Ven¨ªamos de la librer¨ªa Altamira, junto a la calle de los Hu¨¦rfanos (qu¨¦ bello y desolaolor nombre para una calle de ciudad tomada), donde, con ayuda de estos escritores, hab¨ªamos improvisado una tertulia hispano-chilena. Hablamos de espa?oles en Chile, y, de entre ellos, de Carmelo Soria, efiminado en la primera fase de la dictadura pinochetista. "Estarnos saliendo de este t¨²nel", fue la expresi¨®n de Jorge Edwards camino de la casa de Neruda, en Santiago, ya el ¨²ltimo d¨ªa.
Pero sigamos en la plaza. Si la contemplabas desde un alto, parec¨ªa sumergida en un sue?o en el que cab¨ªan granjeros, abogados, vendedores de volantines, muchachos de 15 a?os, palomas, mu?ecos de trapo y fantasmas, y si te aproximabas a los autobuses con sirena lanzados contra un pueblo que ped¨ªa libertad, alrededor de la estatua ecuestre de Pedro de Valdivia, pod¨ªas o¨ªr otra m¨²sica que s¨®lo los poetas, los visitantes y los contemplativos captan. Los chilenos, dec¨ªa Pablo Neruda ya al final, son los m¨¢s traicionados de este tiempo. Pero son como el piure, un molusco rojizo que vive en grupos y que es m¨¢s duro que las piedras. Y si te los encuentras ah¨ª a primeros de octubre, cuando llenan de noes las alamedas, m¨¢s gallardas que en ninguna otra ¨¦poca, te acordar¨¢s de un verso que nos ley¨®, en la helader¨ªa m¨¢s pr¨®xima a la plaza de Armas, Ra¨²l Zorita, una de las grandes j¨®venes voces de Am¨¦rica: "S¨¢queme las l¨¢grimas para regar con ellas los pastos que han crecido".
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