Tregua de diez d¨ªas de soledad
No s¨¦ qu¨¦ impresi¨®n vaya a provocarme la versi¨®n f¨ªlmica de la entra?able novela de Garc¨ªa M¨¢rquez, pero agradezco el pretexto que me ha dado para leerla de nuevo
En casa hemos optado por volver a leer Cien A?os de Soledad, de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, antes de emprender la tarea de verla en Netflix como est¨¢n haciendo tantas personas en el mundo, aprovechando las fiestas decembrinas. No s¨¦ qu¨¦ impresi¨®n vaya a provocarme la versi¨®n f¨ªlmica de la entra?able novela, s¨¦ que ha generado comentarios encontrados, pero, de entrada, agradezco el pretexto que me ha dado para leerla de nuevo.
El paso por estas p¨¢ginas me ha llevado a entender mejor la respuesta que muchos escritores veteranos suelen ofrecer a la pregunta sobre el tipo de lecturas que hacen en sus a?os postreros. ¡°No leo, releo lo que le¨ª a?os antes¡±, dicen, palabras m¨¢s, palabras menos.
Un observador joven y malicioso podr¨ªa atribuir tal inclinaci¨®n al incipiente Alzheimer que llevar¨ªa a leer como si fuera nuevo un texto por el que ya pasaron a?os antes. Pero creo que son otras las razones. Una, la obvia noci¨®n de que la fecha de caducidad se aproxima y las horas de lectura ya no son inconmensurables, provoca una mayor exigencia sobre la calidad de la literatura en la que invertimos el tiempo. A los treinta o cuarenta a?os podemos darnos el lujo de explorar, de consumir novelas buenas, malas y regulares. Con la vista cansada y la exigencia que impone un gusto que mal que bien se ha refinado, en cambio, las inconsistencias de la experimentaci¨®n son prohibitivas.
Por lo menos esa es una de las explicaciones que encuentro a que autores como Philip Roth, Paul Auster o, para el caso, el propio Garc¨ªa M¨¢rquez, entre otros muchos, hayan preferido dedicar sus ¨²ltimos a?os a lecturas de Dickens, Faulkner, Cervantes, Shakespeare y compa?¨ªa, y muy poco a las novedades del d¨ªa o a los reci¨¦n galardonados.
La otra raz¨®n para hacerlo as¨ª acabo de experimentarla. Le¨ª Cien A?os de Soledad hace m¨¢s de cuarenta a?os y si bien, de alguna manera Macondo o lo que Aurelio Buend¨ªa recordar¨ªa frente al pelot¨®n de fusilamiento forman parte de los referentes culturales, con sus muchas citas sobre el realismo m¨¢gico, no hab¨ªa vuelto a recorrer los infinitos recovecos de toda esta historia. Lo que me jalone¨® ahora no fue el apetito por los vaivenes de la fortuna de una familia atrapada en la imaginaci¨®n de El Gabo, como le llamaban sus amigos. No era el desenlace de la ¨²ltima aventura de Aureliano Buend¨ªa lo que me llevaba a cambiar con avidez la p¨¢gina, como hab¨ªa sido el caso en mi primera lectura. Lo que experiment¨¦ ahora fue el hondo placer que ofrece recorrer una de las mejores prosas que se hayan escrito en nuestro idioma. Un deleite que no se desgasta, aunque sepamos que alguna vez ya lo hab¨ªamos experimentado (o quiz¨¢ ni eso, porque ninguna lectura es la misma).
¡°¡ era un hombre l¨²gubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asi¨¢tica que parec¨ªa conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verd¨ªn de los siglos¡ Aureliano, que no ten¨ªa entonces m¨¢s de cinco a?os, hab¨ªa de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad met¨¢lica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de ¨®rgano los territorios m¨¢s oscuros de la imaginaci¨®n, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor¡±.
Hay muchas maneras de decir que un visitante dej¨® una impresi¨®n indeleble en un chico de cinco a?os. Pero apelar a una mirada asi¨¢tica que parec¨ªa conocer el otro lado de las cosas o que narraba territorios oscuros de la imaginaci¨®n con su portentosa voz de ¨®rgano, mientras mov¨ªa su cabeza enfundado en las alas extendidas de un cuervo, es otra cosa.
O la descripci¨®n que hace de la demencial exploraci¨®n que emprende el primer Buend¨ªa buscando una salida al mar. ¡°El suelo se volvi¨® blando y h¨²medo, como ceniza volc¨¢nica, y la vegetaci¨®n fue cada vez m¨¢s insidiosa y se hicieron cada vez m¨¢s lejanos los gritos de los p¨¢jaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvi¨® triste para siempre. Los hombres de la expedici¨®n se sintieron abrumados por sus recuerdos m¨¢s antiguos en aquel para¨ªso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hund¨ªan en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas¡±.
Puedo imaginarme al todav¨ªa joven autor (escribi¨® esta novela a los 39) tras redactar estos p¨¢rrafos, releerlos al final de la jornada antes de dar por terminado el d¨ªa, con la satisfacci¨®n de saber que la elecci¨®n de cada palabra y la invocaci¨®n de cada alegor¨ªa quedaron cristalizados en algo ¨²nico e irrepetible. No hay soluciones f¨¢ciles, pero tampoco engolamiento. Otro ejemplo: ¡°Las incontables mujeres que conoci¨® en el desierto del amor, y que dispersaron su simiente en todo el litoral, no hab¨ªan dejado rastro alguno en sus sentimientos. La mayor¨ªa de ellas entraba en el cuarto en la oscuridad y se iba antes del alba, y al d¨ªa siguiente eran apenas un poco de tedio en la memoria corporal¡±.
Alguna vez Garc¨ªa M¨¢rquez se?al¨®, en respuesta a quienes admiraban el poder de su imaginaci¨®n, que el verdadero m¨¦rito de un autor no resid¨ªa all¨ª sino en la infinita combinaci¨®n de palabras con las que puede describirse una escena o un sentimiento y encontrar justo las id¨®neas para expresar con precisi¨®n, profundidad y algo de magia lo que desea plasmar. El instrumento cambia, pero bien a bien es el mismo intr¨ªngulis que afrontan los golpes de cincel de Miguel ?ngel o el pincel de Van Gogh.
Encaro pues los ¨²ltimos d¨ªas del a?o con el placer que anticipo en la parte final de este siglo de soledad que describe el colombiano. Temo por el desencanto que, asumo, me provocar¨¢ la serie de televisi¨®n y comienzo a gozar, de antemano, las profundidades del alma humana que pienso revisitar con Tolstoy y Dostoyevsky. No es mal plan de ruta para la tregua que ofrecen estos d¨ªas de asueto al ruido prescindible y cansino de los pol¨ªticos que nos ocupa el resto del a?o.
@jorgezepedap
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.