El olor de los caballos
Hasta el olor de los caballos de la Guardia Real espa?ola estaba previsto ayer en la ceremonia de llegada de la reina Isabel II de Inglaterra al palacio de El Pardo de Madrid. A la soberana m¨¢s rica del mundo le dio igual aquella agresi¨®n ind¨®mita y veloz a la pituitaria real, pero su prima tercera, la reina Soria de Espa?a, le se?al¨® con un movimiento fugaz de la mano derecha que la rotunda huella olorosa de los cuadr¨²predos no iba a permanecer mucho tiempo en el ambiente.A Isabel II no le import¨® nada que el aire imperturbable de la ma?ana de ayer, que era clara y casi cristalina, fuera dominado de pronto por aquella sensaci¨®n de que los caballos son olores que corren, porque ella es una mujer campestre y no urbana. Por eso cuando, est¨¢ en Londres mantiene enhiesta la nariz, como si estuviera enfadada o como si acabara de caer por una escalera, y cuando est¨¢ en Escocia o en alguno de sus castillos, rodeada de los perros y de los caballos, r¨ªe a mand¨ªbula batiente, como ri¨® ayer cuando se encontr¨® en Madrid con la parte espa?ola de su poderosa familia.
Al rey Juan Carlos, que le recibi¨® ataviado con un traje gris marengo y una sonrisa feliz, como si hubiera esperado toda la vida a que se produjera este encuentro familiar, le dio dos besos en las mejillas, y los periodistas brit¨¢nicos anotaron ¨¢vidos el hecho porque en el Reino Unido es s¨®lo uno el beso que se dan al encontrarse los conocidos que se aprecian. Ha de ser una costumbre insular, porque, que yo sepa, tambi¨¦n se cultiva en las islas Canarias. S¨®lo son los peninsulares ib¨¦ricos los que. se besan por partida doble.
Aquellos dos besos ma?aneros dieron comienzo a lo que parece ser desde el principio una c¨¢lida ocasi¨®n familiar. Los himnos nacionales, trabados sin soluci¨®n de continuidad por la banda de la Guardia Real, pusieron en la atm¨®sfera la solemnidad adecuada, y la revista lenta de la tropa en formaci¨®n convirti¨® la bienvenida en una ocasi¨®n de Estado. La Guardia Real tuvo la ocurrencia de interpretar adem¨¢s, ya en desfile, la tradicional Margarita se llama mi amor, y acaso a la soberana nadie le dijo que esa melod¨ªa de los oficiales no ten¨ªa que ver con el otro personaje m¨¢s popular de su familia.
Despu¨¦s de las parafernalias musicales, los reyes y sus acompa?antes se olvidaron de estas cosas y dieron la impresi¨®n de tratarse en seguida como dicen que se tratan en la intimidad: Isabel II llama a Juan Carlos I Juanito, como conocen al monarca espa?ol los que le vieron de ni?o, y Juan Carlos I llama a Isabel II Lilibeth, como llamaban en casa de chica a la heredera de Jorge VI.
En esa atm¨®sfera familiar, la reina Isabel II se sent¨® con sus parientes en el palacio de la Zarzuela. Conocidos sus gustos espartanos -de vino, una gota, si acaso, y mucha verdura-, s¨®lo le dieron salm¨®n ahumado del Bidasoa y solomillo mechado a la sevillana, adem¨¢s de unos rollitos de col en salsa vegetal y una ensalada de endibias y aguacates. A nadie se le ocurri¨® servirle mariscos crudos, que ella jam¨¢s come cuando est¨¢ de viaje, no porque comparta con su compatriota Virginia Woolf el odio por esos frutos del mar, sino porque esta soberana, que s¨®lo una vez en su vida se someti¨® a la cirug¨ªa y a la enfermedad -porque le dol¨ªa mucho la muela del juicio-, teme el contagio imprevisto de las comidas fuertes.
Por eso viaja tambi¨¦n con un m¨¦dico que sabe tratar a los que hacen trayectos largos -es un capit¨¢n de la marina, especialista en urolog¨ªa, que s¨®lo va con ella cuando sale a ultramar-, con su propia agua mineral, que es un 99% pura, como se encargan de decir sus bi¨®grafos, con la kettle con la que siempre se hizo el t¨¦ esta ¨¢vida bebedora de la infusi¨®n nacional brit¨¢nica y con una almohada de plumas con la que duerme siempre.
Algunos de estos bi¨®grafos, que viajan con ella y con un grupo moderado de periodistas brit¨¢nicos -cuando vinieron Carlos y Diana, sus herederos, se desplazaron tres veces m¨¢s enviados especiales-, destacaban ayer el aire relajado del encuentro. Ataviada con un traje azul muy suelto -el azul de los conservadores brit¨¢nicos, por cierto- y con un bolso oscuro y vac¨ªo -el bolso de la reina s¨®lo porta unas gafas por la tarde; el resto est¨¢ vac¨ªo, como comprob¨® un periodista ingl¨¦s hace a?os en la India-, ofreci¨® el aspecto de ser una mujer feliz a pesar de que su obsesi¨®n por la quietud y el silencio -no quer¨ªa ni helic¨®pteros ni sirenas para desplazarse desde Barajas, y el viejo Rolls que fue de Franco la trajo en silencio al palacio de El Pardo- se la frustraran sin piedad los 21 ca?onazos de ordenanza y el trote imparable de unos caballos a los que ella mir¨® con la ternura con la que escrutan a esos animales los que aprendieron a andar subidos a la grupa. Para esa estirpe de reyes campestres, el olor de la infancia es el mismo olor que despiden los caballos.
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