Parloteo de fil¨®sofos
Los intelectuales sienten hoy, por lo general, cierto pudor a intervenir en pol¨¦micas no relacionadas directamente con el objeto de su trabajo. La falta de tiempo, la exigencia de rigor, el escepticismo, la alta especializaci¨®n que exigen sus investigaciones, todo les empuja a permanecer alejados de lo que hace 50 a?os constitu¨ªa una de sus tareas preferidas: la presencia en el debate pol¨ªtico, la manifestaci¨®n p¨²blica de su compromiso, la discusi¨®n desde su ra¨ªz del orden social existente y del Estado que lo sosten¨ªa. Intelectual lleg¨® a ser antes de la II Guerra Mundial sin¨®nimo del pensador que interven¨ªa en pol¨ªtica, a trav¨¦s de otras armas, con la palabra, y de quien se esperaba que llevase a la pol¨ªtica la virtud -en el sentido jacobino del t¨¦rmino- de que presuntamente carec¨ªan sus profesionales.Ese intelectual no existe ya: la amplia legitimidad conseguida por las democracias tras la II Guerra Mundial y la ruina del modelo sovi¨¦tico en -el mundo acad¨¦mico tras los acontecimientos de 1956 acabaron por encerrar a los intelectuales en sus respectivos trabajos y universidades y a dedicar lo mejor de sus energ¨ªas a la investigaci¨®n, despreocup¨¢ndose de las grandes cuestiones pol¨ªticas. Se puede lamentar el hecho, si se cree que del discurso ideol¨®gico que llen¨® los primeros 40 a?os del siglo se sigui¨® algo positivo, o celebrar, si se cree, por el contrario, que aquellos discursos legitimaron intolerancias, totalitarismos y guerras. En todo caso, algo parece cierto: los intelectuales han dejado de estar presentes como tales en la pol¨ªtica; a lo m¨¢s que se atreven es a expresar de cuando en cuando su cr¨ªtica frente a alguna actuaci¨®n concreta de sus respectivos Gobiernos, pero el discurso ideol¨®gico-pol¨ªtico del que fueron maestros en los a?os de entreguerras ha desaparecido, tal vez para siempre.
En Espa?a se ha cumplido tambi¨¦n con alg¨²n retraso esa tendencia general: el debate entre novatores y tradicionalistas de la primera mitad del siglo XVIII enfrent¨® a los frailes con un buen pu?ado de m¨¦dicos, que siguieron muy activos en el debate pol¨ªtico hasta bien entrado el siglo XX. A su lado, un regular contingente de licenciados en Derecho y de profesores universitarios particip¨® durante el primer tercio de nuestro siglo en el asalto contra la monarqu¨ªa y en la elaboraci¨®n del discurso de la revoluci¨®n popular contra el rey, que llenar¨ªa de grandes expectativas la instauraci¨®n de la Rep¨²blica en 1931. Luego, despu¨¦s de la guerra, y sobre todo desde los a?os sesenta, la expansi¨®n del sistema educativo, de la Administraci¨®n p¨²blica y de las empresas industriales y de servicios exigi¨® tambi¨¦n la especializaci¨®n de los intelectuales, y con ella, su paulatina renuncia al debate pol¨ªtico, retrasada aqu¨ª por la pervivencia de ese anacronismo que al comenzar los a?os setenta era ya el Estado franquista.
La progresiva retirada de m¨¦dicos, cient¨ªficos y juristas ha dejado el gran debate sobre el Estado en manos del ¨²nico gremio de intelectuales que, aparte de pensar, carece de otra especializaci¨®n o, m¨¢s exactamente, que goza del singular privilegio de que pensar constituya precisamente su actividad especializada: no hacen m¨¢s que pensar. Son los fil¨®sofos, que desde el hundimiento de la metafisica andan sobrados de tiempo para lucubrar sobre todas las formas de conocimiento. No hay, en efecto, ahora ninguna filosof¨ªa que no lo sea de algo: de la historia, por ejemplo, o de la ciencia, de la pol¨ªtica, de la moral, de la moda. Al quedarse sin el tradicional n¨²cleofuerte de su trabajo, tras haberse demorado durante siglo y medio en el interminable entierro de Hegel, muchos fil¨®sofos han convertido todo lo dem¨¢s en objeto de su pensamiento: cuando no hacen historia de la filosof¨ªa no tienen otra cosa que hacer m¨¢s que filosofar sobre lo que otros investigan.
As¨ª se explica que dispongan de todo el tiempo del mundo y que la ley general que ha constre?ido a otros intelectuales -en realidad, a todos los dem¨¢s- a retraerse del gran debate sobre el Estado y la sociedad no les haya afectado en absoluto. Todo lo contrario: como a medida que perd¨ªan su objeto espec¨ªfico ampliaban -sus filas, gracias a la expansi¨®n universitaria y a la generosa financiaci¨®n p¨²blica de sus pensares, los fil¨®sofos no s¨®lo perduran, sino que muestran un vigor y una agresividad envidiables, desconocidos ya en otros c¨ªrculos intelectuales, m¨¢s propensos a la incertidumbre y al retraimiento. No hay espacio de televisi¨®n, programa de radio, columna de opini¨®n y ni siquiera pase de ¨²ltima moda -especialmente masculina- que no realce su prestigio con la presencia de un fil¨®sofo. Est¨¢n por todas partes.
Y algunos lo est¨¢n de esa manera tan especial en la que son maestros: llen¨¢ndose la boca de afirmaciones trascendentales, y por tanto inverificables, sobre el Estado. La ¨²ltima muestra es el delicioso debate entre Albiac y Savater, en el que -adem¨¢s de propinarse enjundiosas lecciones sobre el verdadero pensamiento pol¨ªtico de Spinoza y de aleccionarse literal y mutuamente a no decir chorradas- resuenan, invertidos, los ecos de un no lejano pasado. Dec¨ªa, en efecto, Ortega, en 1930: "Espa?oles, vuestro Estado no existe, reconstruidlo". Dice hoy el ¨²ltimo premio nacional de Ensayo: "Espa?oles, disfrut¨¢is de la m¨¢s s¨®rdida versi¨®n del Estado desp¨®tico, el socialfascista: destruidIo, decid no a ese Estado y habr¨¦is fundado una nueva moral revolucionaria, materialista, antiteol¨®gica y antiut¨®pica".
Estas llamadas plantean un primer interrogante: ?saben estos fil¨®sofos de qu¨¦ hablan cuando invitan a reconstruir o a destruir tan lindamente el Estado? Seguramente, no. Ning¨²n cient¨ªfico social, caso de haberlo, se habr¨ªa atrevido en 1930 a decir que en Espa?a no exist¨ªa Estado. Habr¨ªa, por el contrario, dado por supuesto que s¨ª exist¨ªa, y si quer¨ªa decir algo sobre ¨¦l, habr¨ªa empleado su tiempo en investigar su estructura o su funcionamiento. Hoy ocurre lo mismo: nadie que haya dedicado a?os a investigar diferentes sistemas pol¨ªticos se atrever¨ªa a decir que Espa?a disfruta de la versi¨®n m¨¢s s¨®rdida posible de Estado. Nadie, por lo dem¨¢s, que no tema incurrir en el rid¨ªculo se permitir¨ªa denunciar como socialfascista al mismo Estado del que solicita subvenciones y recibe premios. S¨®lo alguien que tenga como profesi¨®n la filosofia puede alardear de frases tan sonoras y tan hueras, tan vac¨ªas de todo contenido falsable, e invitar a los dem¨¢s a decir no a un Estado cuya existencia constituye el fundamento mismo de su posibilidad de fl¨ªosofar.
En tal contradicci¨®n radica precisamente la raz¨®n de que el discurso pol¨ªtico del fil¨®sofo Albiac, que se pretende fundador de una moral revolucionaria, se disuelva finalmente en mero parloteo. Porque aunque no hayan sufrido, como los dem¨¢s intelectuales, las servidumbres de la especializaci¨®n, los fil¨®sofos no se han librado del m¨¢s prosaico proceso de funcionarizaci¨®n. No hay ning¨²n fil¨®sofo que pueda entregarse a la apasionante tarea de investigar las ra¨ªces del pensamiento de otro fil¨®sofo si no cuenta con financiaci¨®n del Estado, ni tal vez muchos de ellos ver¨ªan publicado el fruto de sus hallazgos si no dispusieran de una subvenci¨®n p¨²blica. Se produce as¨ª en ellos la singular circunstancia de que no son cient¨ªficos, y por tanto, pueden seguir hablando con su tradicional desparpajo sobre el Estado, pero son funcionarios, y por tanto, no pueden proponer la construcci¨®n de un nuevo Estado ni la inmediata disoluci¨®n del actual si no cuentan con la financiaci¨®n del mismo Estado al que pretenden -de mentirijillas, claro est¨¢- disolver.
O sea, y por resumir: creyendo mantener en alto la antorcha de la negaci¨®n del Estado, este fil¨®sofo no hace m¨¢s que lo que hace cada d¨ªa cualquier funcionario. Pues no hay, en efecto, ning¨²n funcionario que cuente maravillas del patrono al que sirve. Lo que ocurre es que la mayor¨ªa de ellos tienen otras cosas que hacer y limitan a las cenas del fin de semana la manifestaci¨®n airada de su despego. Los fil¨®sofos, tan funcionarios como los dem¨¢s, tan dependientes como todos de que el Estado sea capaz de cobrar sus impuestos para asegurarles con ellos la paga, disponen de todo el rato para la tarea. A algunos se les ocurre incluso la sutileza de fundamentar su denuncia de las atroces redes capilares-desp¨®ticas del Estado actual en un exhaustivo conocimiento de Spinoza. Pero no hay que preocuparse ni por la paga del fil¨®sofo en cuesti¨®n ni por la salud del Estado: la posibilidad misma de que tal denuncia se produzca no es m¨¢s que un lujo, un adorno que el Estado burgu¨¦s -un ple¨®nasmo, seg¨²n nuestro fil¨®sofo- puede perfectamente permitirse, aunque podr¨ªa costarle al audaz funcionario no ya el puesto, sino la cabeza, si hubiera de hab¨¦rselas con un aut¨¦ntico Estado socialfascista (o comunista, que para estas cuestiones ornamentales tampoco se andan con demasiados remilgos ni miramientos).
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