Un mundo ilegible
Hace unos d¨ªas, la autopista del norte de Francia qued¨® paralizada por varias horas. Una barrera inmaterial pero infranqueable, que parec¨ªa imaginada por Bu?uel, se extendi¨® de un lado a otro del cemento, deteniendo los camiones, impidiendo todo movimiento humano, sembrando el p¨¢nico. Hab¨ªa una bruma ligera, y a trav¨¦s de ella, al borde de la carretera, pod¨ªa distinguirse, emitiendo destellos, hasta parece que humo, una esfera met¨¢lica, espejeante, de la talla aproximada de un ser humano, que nada justificaba en ese lugar.A partir de ese objeto que, sin duda, hab¨ªa sido volante y a¨²n no era identificado, se fue extendiendo esa fobia colectiva que abarca c¨ªrculos cada vez m¨¢s vastos y tetanizados.
Los gendarmes, como siempre sucede en las pel¨ªculas neorrealistas, pero tambi¨¦n en la menos estilizada de las realidades, tuvieron una explicaci¨®n inmediata: se trataba, declararon imperturbables aun antes de acercarse a la esfera enigm¨¢tica, de ese famoso sat¨¦lite sovi¨¦tico a propulsi¨®n at¨®mica, que ya se sab¨ªa desorbitado y que, por azares del viento, hab¨ªa varado en ese inesperado quai des brumes. Lo cual no tendr¨ªa la menor importancia si no fuera porque la malhadada bola conten¨ªa una carga radiactiva que, con mesurada elocuencia, calificaron de inquietante.
Algunos vecinos deploraron la falta de refugios subterr¨¢neos; otros se limitaron a vendar con esparadrapo las junturas de las ventanas, como si se tratara de una tempestad de nieve; los m¨¢s arrestados se pusieron en comunicaci¨®n con el Centro Espacial de Toulouse para denunciar el globo atolondrado y exigir su inmediata devoluci¨®n al cosmos.
La respuesta de los avezados no pudo ser m¨¢s parca: no pod¨ªa tratarse del sat¨¦lite sovi¨¦tico, ya que ellos, por intermedio de sus sofisticadas pantallas, lo estaban, precisamente, viendo. Su recorrido, aunque vacilante, lo llevaba por ese entonces sobre el oc¨¦ano ¨ªndico y no sobre ninguna autopista de la Picard¨ªa, como se llama esa regi¨®n de Francia.
Fue entonces cuando una periodista se llen¨® de arresto y franque¨® la barrera bu?uelesca. De la esfera diab¨®lica, como quien pela una cebolla, comenz¨® a arrancar los espejitos que brillaban, dej¨¢ndola desnuda y opaca. En el interior no hab¨ªa m¨¢s que unos cables el¨¦ctricos. El apresurado cami¨®n de un tiovivo, se supo poco despu¨¦s, la hab¨ªa dejado caer en el ¨ªmpetu de un frenazo. Su discreta funci¨®n era coronar ese m¨¢stil, casi siempre con luz intermitente, de ne¨®n rosado alrededor del cual giran hasta el v¨¦rtigo los caballitos de madera...
La aparici¨®n del seudosat¨¦lite radiactivo al borde de la autopista nos invita a reflexionar no s¨®lo sobre la propagaci¨®n de un rumor y el origen de una fobia colectiva; tambi¨¦n sobre lo que no sucede en ning¨²n texto escrito, sino en el texto -mucho menos legible- de la realidad.
Un objeto -un signo- abandona bruscamente, y en este caso, como se ve, no exageramos, la cadena a que pertenece, para ir a dar de narices o a insertarse en otra que nada tiene que ver con la precedente, con su cadena original. La nueva significaci¨®n que se desprende nos alucina. Tan trivial como resultaba la primera lectura resulta ¨¦sta, indescifrable. Y el ¨²nico escape a este jerogl¨ªfico que la realidad nos presenta, a este trabalenguas material, es el delirio. Los mecanismos de la escritura y sus efectos incontrolables, los de todos los discursos -incluido, por supuesto, el de las im¨¢genes, que est¨¢ sometido a las mismas leyes ret¨®ricas que los otros-, deb¨ªan de analizarse en funci¨®n de estos bruscos injertos, de estos residuos, de estos signos n¨®madas o perversos que se desplazan, sin pedirle permiso a nadie, de una cadena a la otra.
No supe hacerlo el otro d¨ªa cuando de nuevo la realidad esta vez inescrutable y urbana, me obligaba a leerla, con esa autoridad despiadada con que una ciudad parece decirte: "Descifra o revienta".
Atravesaba Par¨ªs en coche de sur a norte, para ir a una comida de recepci¨®n al escritor espa?ol Javier Mar¨ªas. Todo se present¨® normalmente hasta Alesia, m¨¢s o menos al centro de la ciudad.
All¨ª surgi¨® lo ilegible. De momento, la circulaci¨®n qued¨® completamente bloqueada. S¨®lo se escuchaban, a lo lejos las sirenas de las ambulancias y, apenas distinguibles de ¨¦stas, las de la polic¨ªa y los bomberos. Trat¨¦ de volver atr¨¢s, o de tomar por una calle secundaria, pero ya todo era imposible. Lo que m¨¢s me impresion¨® fue ver a un anciano que, sin inmutarse, condujo su auto hasta el borde (le la calle y all¨ª solt¨® el volante, como quien se reposa despu¨¦s (le una misi¨®n cumplida, y cay¨® desmayado. Aunque se adivinaba a lo lejos el humo de las primeras bombas lacrim¨®genas, nadie parec¨ªa m¨¢s alarmado que de costumbre, lo cual a?ad¨ªa a aquella situaci¨®n una extra?eza y una densidad en lo opaco casi insoportables.
Fui yo mismo quien desplaz¨® el signo, quien lanz¨® a correr el objeto n¨®mada, el sat¨¦lite intruso, esta vez verbal y no por ello menos alucinatorio:
-?Qu¨¦ pasa? -logr¨¦ preguntar a un polic¨ªa que, muy distanciado de su personaje, de un modo perfectamente brechtiano, trataba de canalizar la circulaci¨®n.
-Cristo -me respondi¨® rebosante de naturalidad- Cristo. -Y se encogi¨® de hombros.
El p¨¢nico de un apocalipsis inmediato no me impidi¨® con(lucir hasta el lejano sitio de la comida, al que llegu¨¦, entre autocr¨ªticas prep¨®stumas, dos horas m¨¢s tarde.
S¨®lo all¨ª supe que se estrenaba ese d¨ªa en Par¨ªs la demasiado c¨¦lebre pel¨ªcula de Scorsese, con su cortejo de protestas p¨²blicas, y, lo que es m¨¢s importante y festej¨¦ de inmediato: que la realidad pod¨ªa ser, al menos para alguien y en alg¨²n momento, de una total legibilidad.
A menos que lo enga?oso fuera, precisamente, esa transparencia.
?Y no ser¨¢ que en todo lo que percibimos, desde el nacimiento hasta la muerte, hay siempre un objeto desplazado, un signo errante pero disfrazado con las caracter¨ªsticas de lo que est¨¢ en su lugar, con los atributos de la naturalidad? ?Y no ser¨¢ que lo verdaderamente inquietante es lo normal?
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