Invitaci¨®n a la melancol¨ªa
El retrato est¨¢ hecho en el brev¨ªsimo per¨ªodo de su, mandato ministerial, que apenas alcanz¨® nueve meses. Retrato clave de la figura clave del siglo. El libro de Sarrailh sobre la Espa?a ilustrada es, ante todo, una lectura de Jovellanos. "Jovellanos, siempre repite. Es ¨¦ste el retrato de un melanc¨®lico: remite al ¨¢ngel de Durero. Espacio de la mediaci¨®n -oscura y acaso no posible- entre la inteligencia y el poder: melancol¨ªa.Cea Berm¨²dez, con raz¨®n o sin ella o con razones que s¨®lo ¨¦l conoc¨ªa, dice que estuvo a pique de ser envenenado: el se?or ministro de Gracia y Justicia, el intelectual, el humanista, el reformador, el m¨¢s ponderado y fino esp¨ªritu de la Ilustraci¨®n espa?ola.
La llegada a Madrid, reci¨¦n nombrado. La visita a la casa del ministerio, sin poderse vestir como las circunstancias, a su entender, lo requer¨ªan. Activismo y presiones de Cabarr¨²s. Cena, el mismo d¨ªa, siempre sin poderse vestir debidamente, en la casa del Pr¨ªncipe de la Paz, el todopoderoso. La princesa, a la derecha de ¨¦ste; a la izquierda, y como descabalgada en su costado, la Pepita Tud¨®. Escalofr¨ªo del reformador. ?Qu¨¦ iba a reformar ahora?
S¨ª, es el retrato de un melanc¨®lico. La mirada errabunda, lejos del libro que reposa en la rodilla derecha. La inclinaci¨®n de la cabeza. La secreta visi¨®n del personaje, que no remite ni a punto ni a lugar, sino a una distancia o a un sue?o. ?Sue?a el reformador o el ministro? ?Pero sue?an, en rigor, los ministros? ?No so?ar¨¢ aqu¨ª m¨¢s bien el reformador, irreductible a ministro, en su distante instituto de Gij¨®n? ?No so?ar¨¢ que s¨®lo all¨ª o en centros como el all¨ª por ¨¦l creado era la reforma posible?
Hab¨ªa llegado para ¨¦l, brusca e indeseada, la hora del ejercicio del poder. La hora del favor del pr¨ªncipe. "Tenemos favor y estamos perdidos", habr¨ªa dicho entonces -como dijo m¨¢s tarde- don Francisco Giner. ?tica del disfavor. ?tica, dir¨ªamos para ser m¨¢s precisos, de la suspensi¨®n mutua del favor. ?Ser¨ªa ¨¦sta la ¨²nica posible en un di¨¢logo entre la inteligencia y el poder?
Llega primero su nombramiento como embajador en Rusia, casi inmediatamente sustituido por su designaci¨®n para el Ministerio de Gracia y Justicia D¨ªa 16 de octubre de 1797. Anota en su diario: "Varias cartas, entre ellas el nombramiento de oficio. Cuanto m¨¢s lo pienso m¨¢s crece mi desolaci¨®n. De un lado, todo lo que dejo; de otro el destino a que voy; mi edad, mi pobreza, mi inexperiencia en negocios pol¨ªticos, mis h¨¢bitos de vida dulce y tranquila. La noche, cruel".
El personaje del retrato que Goya pint¨®, no obstante el predominio de las luces blancas en la figura, no parece haber salido a¨²n enteramente de esa noche. ?Fragmentos de la noche que el melanc¨®lico lleva siempre consigo?
S¨ªguese muy luego la deposici¨®n y no mucho m¨¢s luego, en 1801, el prendimiento en su casa de Gij¨®n, en mitad de la noche, con aparato de soldados y secuestro de sus papeles. Todo por orden de su sucesor en el ministerio, el marqu¨¦s de Caballero. ?Caballero, por qu¨¦?
Despu¨¦s, el cautiverio hasta 1808; primero en Valldemosa, luego -incomunicado- en Bellver. "A cosa de media legua, y al oeste de la ciudad de Palma", escribe al iniciar la Memoria, el m¨¢s bello de sus textos en prosa, "se ve descollar el castillo de Bellver, al cual nuestras desgracias pudieron dar alguna triste celebridad". Tal es la ¨²nica alusi¨®n a su vida personal en la Memoria. Frase escueta, de leves superficies, de hondo resonar. De nuevo, una elegante melancol¨ªa, una cautela del esp¨ªritu, una toma de distancias de todos o de todo, pero tambi¨¦n de s¨ª.
La lectura errabunda, la ¨²nica que, en rigor, nos permite descubrir lo que -sin saberlo- busc¨¢bamos, la sola por cuyos caprichosos senderos, nos gusta en verdad perdernos, nos llevaba estos d¨ªas de la reflexi¨®n sobre el cuadro de Goya, reci¨¦n contemplado en Madrid, a la biograf¨ªa del Ariosto.
El salto, aparentemente caprichoso, ten¨ªa su secreta l¨®gica. En otro momento o tiempo m¨¢s lejano de la historia, Ariosto es una de las grandes figuras emblem¨¢ticas de la relaci¨®n entre la inteligencia y el poder. Emblema, una vez m¨¢s, de melancol¨ªa. El escritor no sue?a aqu¨ª con reformar nada; est¨¢ todav¨ªa muy lejos de poder so?ar ese sue?o. Sue?a con crear el espacio o la distancia o la secreta libertad indispensables para no ser triturado por el pr¨ªncipe, que, sin embargo, lo promueve y lo protege o, en buena medida, le permite existir.
Servidumbre y oropel del mecenazgo. Distancia insalvable de la conciencia que el Ariosto tiene de s¨ª como autor de uno de los poemas mayores de la entera tradici¨®n de Occidente y el servicio -servil, no renunciable- al poder, al cardenal Ippolito d'Este, a la esplendorosa corte de Ferrara, donde hab¨ªan brillado antes que ¨¦l Ercole Strozzi o Pietro Bembo.
Brillado, ciertamente, porque s¨®lo del brillar aqu¨ª se trata. El poema del Ariosto es para el poder del pr¨ªncipe elemento, en definitiva, de la suntuosidad de un decorado, el suyo, el que a ¨¦l, en las circunstancias, le conviene. Ninguna otra relaci¨®n de fondo hay entre el pr¨ªncipe y el poema.
"Mester Ludovico", dicen que pregunt¨® el cardenal D'Este a Ludovico Ariosto cuando hubo el poeta le¨ªdo ante ¨¦l los primeros cantos de? Furioso, "dove mai siete andato a cercare tante coglionerie?".
Finura y percepci¨®n extremas -se supone- con las que el poder acoge el poema del intelectual- siervo. El cardenal era, a todas luces, un verraco.
Pero no hay motivo, en verdad, de grave esc¨¢ndalo. La relaci¨®n de fondo acaso no ha cambiado, aunque s¨ª su forma y circunstancias. El inter¨¦s del poder por la cultura ha sido y sigue siendo esencialmente pretextual. El poder no lee la cultura como texto; solamente la promueve como pretexto.
De ah¨ª que s¨®lo entre dos extremas figuras -emblem¨¢ticas, las del buf¨®n y el melanc¨®lico, nos parezca caber o haber cabido siempre el espacio donde el escritor evoluciona en esta antigua representaci¨®n.
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