Byron, basalto, incesto
A Jaime Gil de Biedma.
A los 10 a?os de edad, en 1798, George Gordon Byron acced¨ªa a la dignidad de lord, sexto de su linaje. Era ¨¦ste escoc¨¦s, y m¨¢s lejanamente, normando. Nuestro escritor proced¨ªa, adem¨¢s, por l¨ªnea de su indomable madre, de Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra. Hija bastarda de tan acomodaticio monarca, Arabella Stewart, a la cual su padre no legitim¨® nunca, fue agitada algunas veces ante la virginal Isabel I como su sucesora al frente de la Corte de San Jaime. Isabel se enfurec¨ªa y desordenaba su ya graciosa persona al o¨ªr el nombre de la tal Arabella, antepasada de Byron.
El orgullo de su sangre dio siempre al poeta la calidad de dureza propia del basalto. De ni?o fue gordinfl¨®n y, desde la pubertad, practic¨®, implacable, dietas de adelgazamiento, empapadas, eso s¨ª, entre amigos masculinos, que en sociedad nunca, por excelentes caldos de Borgo?a y Burdeos. Su familia hab¨ªa conseguido perpetuarse seg¨²n la regla estricta de la unicidad: ¨¦l fue hijo ¨²nico, que engendr¨®, al llegarle el turno, una hija natural e incestuosa, tambi¨¦n ¨²nica; otra leg¨ªtima, ¨²nica asimismo, esto es, de su esposa, que por supuesto no ten¨ªa hermanos. Augusta, madre incestuosa y tonta, no tuvo otro hermanastro que el autor de El corsario, y se llam¨® Medora, como la hero¨ªna del poema, el fruto de sus b¨ªblicas relaciones; Ada fue el nombre, de tradici¨®n familiar y, para nosotros, sobre todo de resonancias nabokovianas, del v¨¢stago legal; Annabella, su madre, fue una c¨®nyuge s¨®lida y de estima.
Su se?or¨ªa amaneci¨® famoso en marzo de 1812: acababa de publicar los dos primeros cantos de la Peregrinaci¨®n de Childe Harold. El joven autor hubiese preferido arrojar a las prensas sus alusiones, en verso ingl¨¦s, a la Po¨¦tica de Horacio. ?Se hab¨ªa, de verdad, despertado aquella ma?ana? Su l¨¢mpara, es decir, la de Harold, que en el primer manuscrito respond¨ªa por Buron, "no arder¨¢ tanto tiempo como precisa mi vigilia". Desde muy pronto, se complace en saber que est¨¢ tan loco como lo estuvieron, sin excepci¨®n, todos sus abuelos. Esta conciencia atizar¨¢ la enfermedad, que los m¨¦dicos nunca quisieron diagnosticar como verdaderamente cl¨ªnica, hasta una muerte absurda, en Missolonghi, defendiendo una Grecia inexistente frente a otomanos, que le hab¨ªan dado pie, tempran¨ªsimo, para la met¨¢fora sustancial de su vida y su obra: el incesto. (Los poetas geniales -Byron lo es menos, salvo en el Don Juan, mas s¨ª que es un prosista excepcional en sus diarios y cartas- suelen morir por asuntos triviales: Garcilaso, en una batalla que fue casi un torneo; Rilke, para cumplir los inquietantes versos, rosa contradictoria incluida, que escribi¨® para su epitafio; Rimbaud, por haber le¨ªdo todos los libros y averiguado que la carne, la de Verlaine, era muy triste.) En realidad, Proust termin¨® su vida, al igual que la t¨ªa L¨¦onie, de su Recherche, entre los resoplidos que afect¨® padecer cuando no le petaba salir de casa ora para seguir escribiendo, ora porque no ten¨ªa una princesa, siempre de estirpe novedosa, con laque mordisquear, en el Ritz parisino, una galleta sin harina. Childe Harold, que nunca pas¨® hambre, ano ser por las dietas susodichas, ni tampoco sed de justicia, cant¨® empero: "Y mi cuerpo perece porque conquista el pan todos los d¨ªas".
Byrion cojeaba, en opini¨®n de Stendhal, del pie derecho, y seg¨²n la de Thorwalsen, un escultor dan¨¦s por el que suspiraba, al final de su vida, Henry James, del izquierdo. Maldijo el vals, el libertino, tal si de un invento diab¨®lico se tratara, ya que no acertaba a danzarlo. Su futura mujer no valseaba y por eso, y por otras razones, porque era noble, hija ¨²nica, y cometi¨® la imprudencia de rechazarle primero y, como Clarissa Harlowe, el error insigne de solicitarle despu¨¦s, se decidi¨® milord a desposarla. T¨ªa de ¨¦sta lady Byron, que hac¨ªa versos y gustaba de las matem¨¢ticas y que se arruin¨¦ en pa?uelos "con orillas de llorar", era una se?ora de edad, con la que su sobrino pol¨ªtico mantuvo una correspondencia asidua y digna de personajes de Choderlos Laclos en sus Relaciones peligrosas (1782). Poder llamarla t¨ªa cont¨® tambi¨¦n, y hasta muy en primer lugar, entre las razones del coraz¨®n, que la raz¨®n no ignora, para que se aviniese a la boda Byron.
Lady Melbourne, que ¨¦ste era el t¨ªtulo de la dama, transmutaci¨®n, en su siglo, de la marquesa de Merteuil de la citada novela francesa, era la suegra de la desastrosa amante de Byron, lady Carolina Lamb, y madre por tanto de quien, andando el tiempo, se convertir¨ªa, ya lord Melbourne, en el adorado primer primer ministro (la repetici¨®n no es errata de imprenta) de la reina Victoria.
Su se?or¨ªa fue, sobre todo en vida, el mism¨ªsimo prestigio. Despreciaba su obra en verso y sus memorias fueron destruidas tras su muerte. Por fortuna, nos quedan su Don Juan y sus cartas y diarios. El apogeo es otra categor¨ªa constante, que s¨®lo su orgullo pudo aguantar indemne, en su vida y obra. El esc¨¢ndalo, su mayor incentivo. Am¨® a su medio hermana porque as¨ª daba aire ignominioso a los abanicos de toda Europa. Su mujer escribi¨® que su abanico era el de "una esclavitud innoble". Como Herrera, el sevillano renacentista, aunque mucho menos petrarquescamente (Byron odiaba los sonetos y a Petrarca), versific¨®, con sencillez admirable, los cabellos de ¨¦sta su amada, la incestuosa, que la de Herrera fue la condesa de Gelves: "Cabellera de aqu¨¦lla, que es la que m¨¢s he amado"; Herrera susurr¨®: "Cuando el oro enlazado del cabello / crespo, sutil y bello / en mi cerviz se puso / y me enred¨® confuso...".
Byron tuvo un amigo en el sentido fuerte, carnal, del t¨¦rmino: lord Clare, su compa?ero en Harrow. En Florencia, ya ilustre y denostado, se dio con ¨¦l de bruces en una calle hist¨®rica y departieron tan s¨®lo unos minutos. Lo cual bast¨® para que declarase el autor de Lara que, como Elena, "nadie, desde la guerra de Troya, ha sido tan raptado como yo". En el enredo incestuoso, Augusta no supo ser Hip¨®lito; mas Byron se las arregl¨® de perillas con el disfraz de Fedra.
A las venecianas del pueblo las llam¨® Byron "hermosos animales". No parece se enterara del piropo Pardo Baz¨¢n, que viaj¨® a la ciudad de Mario Faliero, dogo de Venecia (obra menor de Byron) y visit¨®, en el palacio Loredan, al duque de Madrid, pretendiente integrista a la Corona de Espa?a, dej¨¢ndonos un librito raro, ir¨®nico hasta en el t¨ªtulo: Mi romer¨ªa (1888); mucho menos el fundador del integrisino franc¨¦s, Maurice Barr¨¦s, La muerte de Venecia (1903); Donoso Cort¨¦s hizo antes la peregrinaci¨®n honrosa para ver al personaje del deshonroso pareciido, al rey carlista, que era la viva estampa de Godoy.
Byron, a veces s¨ª y a veces no (Proust siempre), "se aferraba a sus penas". Desde luego logr¨® desequilibrar la d¨ªada medieval: autoridad y autenticidad; la primera la tuvo siempre y casi siempre careci¨® de la segunda. En esto obraba como un perfecto casuista (su mujer lo era en asuntos religiosos). Su martirio final, muy poco aut¨¦ntico, tuvo una causa primordial: el aburrimiento. Todav¨ªa no nos hab¨ªa procurado Gide (Amyntas, 1899) su lecci¨®n suprema: "La desocupaci¨®n de cada uno es tan perfecta que aqu¨ª se vuelve imposible el tedio".
es duque de Alba
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