Matar al mensajero
Pasado un tiempo prudencial despu¨¦s de la tempestad suscitada por la dimisi¨®n de Jes¨²s L¨®pez Cobos como director titular de la Orquesta Nacional de Espa?a, quiz¨¢ proceda, desde la calina de quien ve los toros desde la barrera pero se asoma de cuando en cuando al callej¨®n con los ojos bien abiertos, proponer una, cierta reflexi¨®n tranquila sobre un asunto que, desgraciadamente, nada debe extra?ar a quien haya seguido los avatares de la ONE desde los ¨²ltimos d¨ªas de la era Fr¨¹hbeck hasta hoy. Es decir, desde el comienzo de aquella etapa prometedora que se inici¨® con el nombramiento como titular de ese excelent¨ªsimo director que es Antoni Ros-Marb¨¢ hasta este nuevo -y tan reconocible- vac¨ªo que supone la marcha de L¨®pez Cobos.Una trayectoria -esta de la ONE- marcada desde hace demasiado tiempo por el signo de la frustraci¨®n, de lo que pudo ser y no que, de lo que es y gracias, de lo que qui¨¦n sabe si no ser¨¢ nunca, no puede volver a explicarse ech¨¢ndole la culpa al mensajero, invocando pol¨ªticas culturales -cumplidas o incumplidas, tanto da- o llevando las cosas al patio de la vecindad, a que se ventilen primero y se resuelvan luego a bayetazos.
El pariente pobre
No deja de ser triste, visto lo visto tantas veces y desde hace tantos a?os, que -y a pesar de lo que se les llena la boca a algunos al hablar de las mieles culturales madrile?as- la elecci¨®n entre Cincinnati m¨¢s Lausanne por gusto, y las dos m¨¢s Madrid por obligaci¨®n, estuviera m¨¢s que cantada. El pariente pobre siempre ser¨¢ el pariente pobre. As¨ª pues, eso que algunos sab¨ªan con antelaci¨®n y callaban, quiz¨¢ caballerosamente, lo imagin¨¢bamos otros desde la costumbre de ver c¨®mo en la ONE los matrimonios de conveniencia acaban mal y los matrimonios por amor acaban peor. ?Podr¨ªa el maestro L¨®pez Cobos evitar lo que los m¨¢s d¨²ctiles Ros-Marb¨¤ un m¨²sico de una pieza a quien se le hizo la vida imposible- o Peter Maag -un director invitado que parece ser no nos merec¨ªamosno pudieron? Pues como no, a mandarse mudar. Y si es antes, mejor que despu¨¦s.
Estamos, as¨ª, como est¨¢bamos, y sabiendo que cada vez ser¨¢ un poco m¨¢s dif¨ªcil que alguien le quiera poner el cascabel a un gato malhumorado y aran¨®n, curtido en mil ri?as de solar y tapia. Por eso cuando se barajan nombres el escepticismo y la incredulidad afloran a nuestro geslo, muestra ya de por s¨ª de una invariable resignaci¨®n. Ayer -en tiempos todav¨ªa de esperanza lopezcoboslana- se hablaba de vincular a la ONE a todo un Bernard Haitink. Hoy es Rozlidestvenski, ma?ana ser¨¢n Newmann o Temirkanov y pasado ma?ana Gerd Albrecht. No se quiso que fuera, Celibidache -a quien Ros-Marb¨¢ trat¨® de traer como invitado asiduo y con quien la orquesta, a pesar de haber dado bajo sus ¨®rdenes lo mejor de s¨ª misma, acab¨® rompiendo para s¨ªempre-, que s¨ª ha podido ser en M¨²nich como antes en Stuttgart o en Estocolmo, cuyas orquestas levant¨® de una median¨ªa indeseada.?No se habr¨¢ convertido la Orquesta Nacional de Espa?a en una orquesta de mala fama, y noprecisamente porque sus prestaciones dejen que desear? ?No se estar¨¢ olvidando que se trata de un organismo financiado por los Presupuestos Generales del Estado, patrocinado por una empresa que, supongo, emplea en ello muchos millones, y a la que, por ello -a la ONE y a sus responsables-, unos y otros debi¨¦ramos exigirle de una vez por todas un cambio de nombre o un cambio de conducta? Es el cuento de nunca acabar, y ahora resulta que se quiere matar el mensajero, torcerle la cara al que cont¨® lo que hay. Cargarse de raz¨®n una vez encontrado felizmente el culpable de que se rompa la baraja.
Ser¨¢ de ver lo que suceda en los pr¨®ximos conciertos de la ONE. A lo peor nos encontramos con que ya no rige aquello que dec¨ªan los viejos sindicalista, de que el mejor luchador por sus derechos debe ser aquel que maneja la herramienta con la misma perfecci¨®n que el materialisimo dial¨¦ctico. Y lo que no es balad¨ª ?de qu¨¦ nos servir¨¢ al resto un auditorio que no por feo -aunque se oiga bien, todo hay que decirlo, lo que no parece un m¨¦rito sino una obligaci¨®n- ha dejado de costar tantos millones, dedicado al ejercicio tres veces por semana del adocenamiento m¨¢s engolfado en s¨ª y por a?adidura convencido -?Dios m¨ªo! de que trata de "un Stradivarius en manos de un estudiante de cuarto de viol¨ªn?".
Lo malo de esta historia es que ya nos la sabemos. Apelar a las grandes palabras, poner a la cultura por testigo, decir Diego donde se dijo digo y matar al mensajero no es sino caer en el peor de los enga?os: el muy espa?ol¨ªsimo de enga?arse a s¨ª mismo.
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