Pasi¨®n y muerte del emperador de Jap¨®n
Desde siempre han sido sagrados los monarcas, condici¨®n suya que, para bien o para mal, los pone por encima de los comunes mortales. A veces, como en el caso de los emperadores romanos, pasaban del trono al altar de los dioses mediante el pu?al o el veneno. A eterna pervivencia estuvieron destinados los faraones de Egipto, y alojadas en sarc¨®fagos fastuosos perduran sus momias dentro de imponentes monumentos cuando no en las salas de los museos. Los reyes arcaicos deb¨ªan ser sacrificados en ritual asesinato a manos de sus sucesores, y luego muchos otros reyes, pertenecientes ¨¦stos a las p¨¢ginas de la historia, lo fueron tambi¨¦n de igual manera, aunque con alevos¨ªa. Alg¨²n secreto v¨ªnculo liga sin duda en el misterio del poder sumo muerte cruel y salvaci¨®n gloriosa, de manera tal que los padecimientos f¨ªsicos del pobre bicho humano son aceptados y se anulan ante el trascendental significado de su inmolaci¨®n. Por muy refinadas que puedan habersido las t¨¦cnicas que en civilizaciones antiguas se aplicasen, ac¨¢ y all¨¢, a renovar sobre la carne doliente del jerarca el mito imperecedero, nada es comparable a lo conseguido y puesto en pr¨¢ctica hoy d¨ªa por la rnoderna ciencia m¨¦dica para someter el proceso de la muerte a lo que sus sagrados textos prescriben. Semanas, meses, un tiempo de incre¨ªble duraci¨®n ha conseguido esa ciencia prolongar las apariencias de vida, sin ceder un momento a sensibiera piedad hacia los sufrimientos de ese hombre a quien el cielo eligiera como portador de la onerosa dignidad suprema. (Tambi¨¦n -seg¨²n la leyenda pretende- le cupo en su hora suerte semejante al caudillo que por la gracia de Dios hab¨ªa sido otorgado a Espa?a; aunque, eso s¨ª, en medida m¨¢s modesta y -pretende la leyenda- con turbios designios.) La muerte del emperador de Jap¨®n ha sido procesada en cambio mediante las t¨¦cnicas adecuadas, pero con la fr¨ªa, mec¨¢nica, indiferente, eficient¨ªsima, escrupulosa puntualidad con que los ritos deben ser oficiados. Fue desde luego una operaci¨®n limpia, ante la respetuosa, atenta, solemne y paciente expectaci¨®n del mundo entero. No se trataba ahora de preparar el cad¨¢ver venerable para la eternidad, sino m¨¢s bien de infundir en ¨¦l un simulacro de vida; no ya de honrar la muerte de un soberano, sino de negarla, y para eso estaban muy a punto los sofisticados recursos de la ingenier¨ªa m¨¦dica, cuyos resultados tan dignos han sido de general admiraci¨®n.
Admiraci¨®n y -seg¨²n a lo sagrado corresponde- tambi¨¦n un santo temor. Pues en la sociedad democr¨¢tica es rey cada ciudadano y, por otra parte, los progresos de la medicina no se encuentran en modo alguno reservados a los pacientes egregios, por m¨¢s que ellos deban ser siempre objeto de especiales cuidados, sino que con tremenda diligencia extienden sus beneficios a la mayor¨ªa de la poblaci¨®n doliente; y as¨ª, es inevitable sentir, no ya cierta aprensi¨®n, sino hasta un ramalazo de terror ante el impresionante despliegue de alta tecnolog¨ªa que implacablemente vemos aplicar a los pr¨®ceres en trance de terminal extinci¨®n. Quiz¨¢ al modesto particular, que para nada se cree representativo, le tiemblen las carnes ante el amenazador avance de esa alta tecnolog¨ªa m¨¦dica. Quiz¨¢ ese encogido ciudadano del mont¨®n, que tal vez haya podido sentirse rey el d¨ªa de las elecciones, desear¨ªa sin embargo que en el de su muerte, cuando le llegue la hora que a todos ha de llegarnos, grandes y chicos, se le dejase morir tranquilo, le permitieran entregar el alma con la dignidad antigua, y que si ¨¦sta, una vez desencarnada, aspira a mejor vida, se la asista acaso con p¨®stumos sufragios.
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