Espejito, espejito...
Puestos ante un televisor, Espa?a est¨¢ llena de Blancanieves y de madrastras de Blancanieves. Las primeras miran al espejito resignadas y se dan por contentas con que les ofrezca algunas caranto?as de la realidad. Las segundas son m¨¢s exigentes y no ganan para espejos.Pertenecer¨ªan al grupo de los enanitos, por ejemplo, los ciudadanos que concurren a los concursos televisivos y se dan por satisfechos tan s¨®lo por el hecho gratificante de ser durante unos d¨ªas en sus pueblos m¨¢s conocidos que el alcalde y m¨¢s festejados que la patrona. O aquellos que desde el paro o el desconsuelo que la precariedad procura ven a un nuevo modelo de triunfador que la pantalla les ofrece, con su nuevo autom¨®vil ganado por la respuesta a una pregunta est¨²pida o con un piso en La Manga por el mismo precio. Pertenecen, en cambio, al grupo de las madrastras, tambi¨¦n por ejemplo, los influyentes de la vida social que dan su vida por mirarse en el espejo m¨¢gico y que les diga el espejo, para colmo, que son las m¨¢s bellas. ?Habr¨¢ de interpretarse el narcisismo en este caso como un acto de representaci¨®n de los enanitos de cuyas voces se apropia cualquier madrastra?
Pero los enanitos y las Blancanieves, aunque conocen las caras de los que salen en el telediario, son, sin embargo, ajenos a la jerga doctrinaria de los predicadores o a las tesis morosas de los intelectuales, incluyendo en esta ¨²ltima familia a todos los arregladores de mundo que van de las revistas del coraz¨®n a sus asuntos.
Quien tenga la curiosidad o el oficio de analizar los comportamientos sociales en relaci¨®n con la televisi¨®n se hallar¨¢ sorprendido al observar c¨®mo la poblaci¨®n pretendidamente menos culta desarrolla m¨¢s su admiraci¨®n por los personajes y los acontecimientos que le permitan un mayor acercamiento a estratos que le son ajenos. En este aspecto, se podr¨¢ ver hasta qu¨¦ punto es, si no reacia, s¨ª por lo menos poco amiga de reconocerse en los protagonistas de su misma y escasa dimensi¨®n cultural.
Pero si este hecho no bastara para aconsejar dotar a las televisiones de una sensibilidad cultural que no se haga ostentosa pero s¨ª impl¨ªcita, habr¨ªa que reflexionar una vez m¨¢s sobre el papel cultural -acaso m¨¢s modesto del que se le supone- que cabe cumplir a toda televisi¨®n. Y digo a toda televisi¨®n, porque si bien en el caso de las televisiones p¨²blicas es obligaci¨®n estatutaria hacerlo, en el caso de las televisiones privadas es una rentable obligaci¨®n. Yo pienso que a fuer de repetirnos en los debates periclitados -televisi¨®n p¨²blica, televisi¨®n privada, cultura en televisi¨®n, etc¨¦tera- nos entregamos al cultive) de prejuicios que est¨¢n muy lejos de responder a la realidad hist¨®rica y social. Por un lado, la ignorancia de una nueva realidad cultural y tecnol¨®gica, cuyas nuevas expresiones se olvidan con frecuencia, y por otro, la inobservancia de la existencia de nuevos h¨¢bitos culturales en funci¨®n de la mutaci¨®n vegetativa y el cambio social operados. La consideraci¨®n el que una televisi¨®n p¨²blica es una especie de misionera cultural y que la televisi¨®n privada no es otra cosa que un negocio tambi¨¦n cuenta. Naturalmente, es obvia la obsolescencia de estos argumentos: contradicen a quienes se niegan a que los servicios p¨²blicos sean cosa exclusiva del Estado y niegan al Estado la posibilidad de hacer negocio. Tal vez porque el de la televisi¨®n parece el m¨¢s seguro negocio del futuro. Establece, adem¨¢s, unas incompatibilidades entre la cultura y el negocio que la industria cultural moderna est¨¢ negando d¨ªa a d¨ªa.
A pesar de los a?os que ya tiene la televisi¨®n, todav¨ªa seguimos trasladando al medio m¨¦todos y procedimientos expresivos de lo que llamamos cultura -sea lo que sea para cada uno- que resultan ajenos al propio medio televisivo. El problema no es que no hayamos descubierto el modo de narrar que la televisi¨®n exige, sino que nos empe?amos en cultivar procedimientos narrativos que la televisi¨®n rechaza. Por eso hay cada d¨ªa m¨¢s radio en la televisi¨®n. Quiz¨¢ como durante mucho tiempo hubo, por disparatado que parezca, mucha prensa en la radio.
Pero a veces los procedimientos narrativos son los que son porque m¨¢s all¨¢ de hacer televisi¨®n hacemos espejos, quiz¨¢ por la fuerza del argumento del reflejo de la realidad, o porque la sociedad que manda bien entendido que no s¨®lo los Gobiernos, sino toda clase de fuerzas- no quiere ver la televisi¨®n, sino que quiere verse en la televisi¨®n. Nunca le he preguntado a mi portera qu¨¦ piensa ella que quiere decir un se?or diputado que reclama "una televisi¨®n en la que nos veamos todos". Seguro que me responder¨ªa: "Una televisi¨®n en la que salgan ellos". En buena l¨®gica democr¨¢tica quiz¨¢ bastara con eso. En el propio gremio de la cultura seguro que existe m¨¢s preocupaci¨®n por el protagonismo televisivo de las propias figuras de la producci¨®n cultural que por la expresi¨®n cultural propiamente televisiva. Es natural: muchos sectores tradicionales de la cultura no es que no hayan salido de la galaxia de Gutenberg, sino que se refugian numantinamente en ella.
En definitiva, el acoso que sufre toda televisi¨®n -extranjera o nacional, auton¨®mica o privada- es una acoso paleto porque es un acoso nacido de la propia fascinaci¨®n por el invento. Y este acoso impide su verdadero desarrollo creativo. El acoso no viene de la sociedad, en general, sino de las fuerzas vivas de la sociedad. Una cosa es el control pol¨ªtico al que los dirigentes de una televisi¨®n p¨²blica hayan de estar leg¨ªtimamente sometidos en su gesti¨®n, y otra muy distinta el que la disputa por verse en el espejo suponga. Y a este acoso no son ajenos ni siquiera algunos profesionales que anteponen el verse y gustarse en el espejo ellos y sus amigos -algunos programas parecen en este sentido verdaderas tertulilas de compadres al hecho de dar al espectador un producto televisivo que sea cultura en s¨ª mismo, sea cual sea la ¨ªndole del programa, m¨¢s que un p¨²lpito cultural.
El acoso que las televisiones sufren viene, adem¨¢s, del poder desmesurado que se les otorga y de la infravaloraci¨®n que se hace, insisto, del ejercicio cr¨ªtico del ciudadano. Con frecuencia se dice que lo que no sale en televisi¨®n no sucede, y la inconsciencia de quienes as¨ª se manifiestan nos advierte de hasta qu¨¦ punto ¨¦sta es una sociedad que, a ciertos niveles, m¨¢s que hacer las cosas, quiere moverse en el escaparate. As¨ª se otorga a la televisi¨®n no s¨®lo la responsabilidad de dar carta de naturaleza a lo que ocurre, sino, adem¨¢s, de inventar lo que no pasa. Todo porque abundan los gestos pendientes del espejito y porque el espejito resulta, a veces cuando mejor funciona, espejo c¨®ncavo de la calle del Gato velleinclanesca. Quiz¨¢ no estuviera de m¨¢s considerar el hecho de que en las n¨®minas de las empresas televisivas haya de casi todo, pero no legiones ang¨¦licas. 0 sea: que la televisi¨®n, aunque parezca mentira, est¨¢ hecha por hombres.
Los que pensamos que mejor le ir¨ªa a la televisi¨®n siendo motor que siendo espejo vemos con preocupaci¨®n a los narcisos empe?ados en un ceremonial que ha hecho de la televisi¨®n la diosa inexistente. Pero para consuelo del nuevo director general de RTVE, que es hombre muy viajado, le recordar¨¦ que el virus del narcisismo televisivo no es exclusivo de estas tierras nuestras, que las madrastras de Blancanieves no son s¨®lo espa?olas y que una buena parte de sus torturas no se aliviar¨¢n con la televisi¨®n privada. Yo, como el se?or Solana, doy mi bienvenida a las televisiones privadas. Pero las advierto: no por m¨¢s espejos habr¨¢ menos madrastras.
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