Los se?ores del centro
En casi todas las grandes ciudades europeas ha ocurrido, y sigue ocurriendo, un fen¨®meno que tiene que ver con las nuevas gentes que se adue?an del centro urbano, de lo que antes fue su coraz¨®n vivo. En el siglo XIX y durante gran parte de ¨¦ste los privilegiados tend¨ªan a api?arse en un ¨¢rea que coincid¨ªa con el centro de las grandes decisiones. El poder era central y la ciudad tambi¨¦n. La sombra del beneficio se extend¨ªa por unas pocas manzanas, y el resto era perif¨¦rico en todos los sentidos. La ciudad ten¨ªa una jerarqu¨ªa org¨¢nica, coraz¨®n y extremidades.Desde hace pocos a?os, el viejo centro aristocr¨¢tico se ha conservado en lo que respecta a su arquitectura. Casi todos los ayuntamientos europeos han tratado de que no se perdiera esa reliquia de tiempos diferentes. Pero sus habitantes han cambiado radicalmente. Por entre los inmuebles de los grandes se?ores burgueses, circula ahora una multitud lumpen que s¨®lo en las horas de oficina se confunde con otra de administrativos o profesionales que ocupan el interior de unos espacios abstra¨ªdos por planchas de luz. Esos interiores de oficina funcionan un poco como lugares secretos, ocultos a la mirada de los paseantes por grandes lienzos sint¨¦ticos. Pero quienes realmente ocupan la vida de la zona son los vagabundos en busca de un banco de madera, las prostitutas aut¨®nomas o desesperadas, emigrantes sure?os que han visto abrirse la boca de su ¨²ltimo par de zapatos, las multinacionales de mendigos, los viajeros pobres de paso que alquilan habitaciones de pobre y alguna vez con derecho a cocina, los estudiantes desencantados que tienen que dirigirse a alg¨²n sitio, los traficantes de papelinas que organizan su peque?o mundo de seres hipnotizados y los truquistas que andan a la caza de provincianos inocentes que buscan experiencias propias en los subterr¨¢neos de la confusi¨®n. Esos son los aut¨¦nticos herederos de los se?ores de capa y espada que hicieron del coraz¨®n de la ciudad un orden social fortificado contra los extra?os y ajeno a todo lo que fuera extra?o.
La situaci¨®n recuerda mucho los grabados de Piranesi, en los que las grandes b¨®vedas de los templos, las fachadas sobrevivientes de los palacios, las columnas de un pasado d¨®rico, eran utilizadas como refugio por los animales y por los hombres sin fortuna. Hay dos diferencias con el presente. La primera es que lo que impresiona de los grabados de Piranesi es la magnificencia nost¨¢lgica de un tiempo que debi¨® ser de oro. La segunda es que hoy no hay ruinas, ni magn¨ªficas ni de las otras, y que el presente ha conservado a toda costa un decorado cuya entra?a no responde ya a la fachada. Los desheredados de la sociedad deambulan por ese decorado como extras de una superproducci¨®n norteamericana a la busca de una oportunidad para vestirse de mosqueteros o de aficionados a la ¨®pera. Pero Piranesi y el centro de las actuales ciudades se parecen, sin embargo, en la forma en que describen la miseria contempor¨¢nea, la escasa esperanza con que se mira al futuro.
Ha sido una batalla curiosa. Mientras los ediles se preocupaban de limpiar la cara de los edificios y, a rengl¨®n seguido, de limpiar la miseria de sus calles, una multitud silenciosa ha ido ocupando ese espacio como si respondiera a una llamada de protesta inconsciente. Est¨¢n m¨¢s visibles que nunca y son m¨¢s inexpugnables que nunca. A ciertas horas, sobre todo por las noches, son los due?os de una ciudad deshabitada, en la que los visillos no reflejan las luces de ninguna actividad dom¨¦stica. Los admnistrativos han hu¨ªdo a sus lejanas parcelas para ver el poniente y los guardias han dejado su empleo a las ocho en punto. Est¨ªn solos bajo los aleros renacentistas y bajo los balcones de hierro forjado que esconden monta?as de archivadores.
Los esfuerzos por echarlos a su procedencia ser¨¢n in¨²tiles, porque la guerra est¨¢ perdida desde hace tiempo. Se han limitado a ocupar lo desocupado en ,un mundo al que no le queda otro espacio. La periferia de la ciudad o se ha privatizado o es inhabitable. Ni en las barriadas ni en las colonias de chal¨¦s hay sitio para ellos y, si lo hay, ese sitio no es tan bueno como este otro donde pueden mirar una especie de esplendor que se parece en algo al que hab¨ªan imaginado cuando se pusieron a andar desde su lugar de origen. Adem¨¢s, algo semejante a un derecho es lo que han ido ganando con su terca permanencia en un territorio que los dem¨¢s no quieren.
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