Sequ¨ªa y comidilla
Dos transitorias circunstancias -y espero que no sean otra cosa- han venido a caracterizar el invierno que acaba de concluir. Una ' sequ¨ªa sin precedentes en los ¨²ltimos decenios, acompa?ada de temperaturas elevadas y una ola de desverg¨¹enza que ha agitado las aguas habitualmente tranquilas de la sociedad m¨¢s encumbrada. El agujero de ozono tambi¨¦n act¨²a como el ojo de la cerradura. Y aunque mi formaci¨®n me impide establecer una relaci¨®n causal entre ambos fen¨®menos, nada celebrar¨ªa tanto como atribuir el primero a la c¨®lera de los cielos, decididos a castigar los desafueros de unas gentes que se han apartado de los mandatos eternos. Nada ser¨ªa, por otra parte, m¨¢s injusto -y m¨¢s normal tambi¨¦n- que pagaran justos por pecadores; que quienes ven arruinadas sus cosechas y diezmadas sus caba?as sean precisamente quienes ni por asomo distraen sus ocios con la lectura de la prensa del coraz¨®n. Pero as¨ª son los cielos, un tanto anticuados y no demasiado al d¨ªa en materia de informaci¨®n econ¨®mica, que, cuan do en lugar de agua y nieve, y movidos por la c¨®lera, escupen sal y fuego para castigar la prevaricaci¨®n, ignorantes de que ¨¦sta se produce en nuestra edad a resguardo de la intemperie, s¨®lo perjudican al inocente. Lo de la verg¨¹enza se puede entender, en una primera instancia, como una falta de pudor, como una afici¨®n a poner en p¨²blico lo que habitualmente se encubre. De ser s¨®lo eso no se diferenciar¨ªa gran cosa de aquel pecado contra el decoro que perpetraban hace dos o tres d¨¦cadas las ba?istas al mostrar en playas y piscinas m¨¢s carne de la tolerada por las hojas parroquiales o la pudibundez de alg¨²n gobernador civil. Y si el fen¨®meno es semejante, bien se puede esperar que lo que hoy parece un pecado, dentro de poco entrar¨¢ en el terreno de las costumbres, al igual que el topless o el desnudo integral, aceptado por la mayor¨ªa de la poblaci¨®n como un signo del cambio de los tiempos, de la higi¨¦nica libertad que aporta el progreso, y con el ¨ªntimo benepl¨¢cito de que quien lo acepta y se beneficia de ¨¦l se sit¨²a sin m¨¢s ni m¨¢s en la vanguardia de la sociedad y en la primera l¨ªnea de la lucha contra el oscurantismo.
Si no es s¨®lo eso, es porque hay algo m¨¢s que esa falta de pudor contra la que clamaron los profetas y predicadores de todos los tiempos. Hay algo y aun algos, que dir¨ªa Cervantes. Hay dinero de por medio; hay intereses en esta disparatada desverguenza que, como la leche hirviendo, est¨¢ rebosando todos los recipientes que la contienen; hay lucha por el poder y lucha de castas, y hasta lucha de clases, si es que eso existe. El dinero que se maneja est¨¢ a la vista. En una de las desvergonzadas publicaciones especializadas se publicaba, hace pocas semanas, una portada con las fotograf¨ªas y nombres de personas bastante conocidas y de las que se dec¨ªa, ni m¨¢s ni menos, que "comerciaban con su intimidad", una atribuci¨®n a la que poco debe faltar para estar recogida en el c¨®digo. Pero es evidente que la portada era incompleta y no s¨®lo porque ni son todos los que est¨¢n ni est¨¢n todos los que son, sino porque faltaban en ella los responsables m¨¢ximos de ese comercio; me refiero, claro est¨¢, al presidente del consejo de administraci¨®n de la entidad que publica tal revista, al consejero delegado, al director, al redactor de las hojas de sociedad y a tantos otros involucrados en ese comercio, una actividad que quiere decir comprar y vender y no solamente vender. Pues si es verdad que los personajes que aparecen en la portada est¨¢n dispuestos a vender su intimidad, no es menos cierto que los responsables de la revista est¨¢n decididos a comprarla y por el mismo motivo unos y otros: por dinero.
El parentesco que tiene ese periodismo con la alcahueter¨ªa o el proxenetismo salta a la vista. Y quiz¨¢ va m¨¢s all¨¢, pues, al fin y al cabo, alcahuetes y proxenetas se limitan a convertir en comercio una actividad que, incluso cuando se sale de la legalidad, est¨¢ en la naturaleza del hombre; en tanto que la curiosidad por la vida privada de ciertas personas -que s¨®lo en raras ocasiones termina ante los tribunales - es el resultado de una insistente maquinaci¨®n que necesita crear ex nihilo una avidez para luego satisfacerla con las conocidas exclusivas. Y lo que resulta m¨¢s grotesco es que el traficante de tal producto acostumbra a presentarse a s¨ª mismo como un denunciante de las lacras sociales, como un nuevo Cat¨®n, como un perseguidor del crimen, como un agente incansable al servicio de la informaci¨®n, capaz de afrontar los mayores riesgos por desvelar Ios grandes vicios y esc¨¢ndalos que el p¨²blico ignora y debe conocer (y que bajo mano ¨¦l mismo fomenta). Y toda su defensa consiste en apoyar su espalda contra el sacrosanto muro del derecho a la informaci¨®n, "tantas veces invocado por el dilunto Arias Salgado". No es apelando a la ley como puede erradicarse esta nueva corriente de rid¨ªcula desverg¨¹enza. No hay ley contra el mal gusto ni contra ciertas perversiones, que a costa del da?o de unos pocos producen el contento de muchos. Un contento efimero pero constante, tan efimero como la labor del peluquero y tan constante como el cuidado que requiere la cabellera. No hbr¨ªa m¨¢s soluci¨®n que ense?ar buenas maneras a unos cuantos periodistas y convencer a otros tantos gerentes de que bien podr¨ªan cambiar una parte sustancial de sus ingresos por un tono m¨¢s elegante de la revista que administran, una soluci¨®n -a poco que se piense- m¨¢s ut¨®pica que la implantaci¨®n a la moderna del despotismo ilustrado.
Una vez creada cierta curiosidad todo est¨¢ permitido. La demanda del p¨²blico es sacrosanta -aunque sea soez- y su satisfacci¨®n exime a quien la procura de cualquier culpa; el servicio al p¨²blico perdona el crimen privado, prescinde del respeto al pr¨®jimo, olvida las normas de la educaci¨®n y no pone eI menor reparo a la chapuza. Recientemente un autor -no demasiado considerado hacia sus propios escr¨²pulosse congratulaba del esc¨¢ndalo provocado en un premio ganado por ¨¦l, puesto que supon¨ªa una propaganda gratuita que le permitir¨ªa vender sin mayor esfuerzo 100.000 ejemplares de su libro. Ante tal probable ¨¦xito de ventas, lo de menos es que el texto sea -como muy presumiblemente lo es- un bodrio r¨¢pida y burdamente elaborado para llegar a tiempo al premio, carente de toda originalidad y de toda investigaci¨®n seria, un producto exclusivamente pensado para el mercado y para el momento, sin el menor af¨¢n de supervivencia, como ese paraguas neoyorquino que s¨®lo puede aguantar un chaparr¨®n y se rompe si se cierra. No deja de ser significativo que el t¨ªtulo del premio pretenda reflejar la imagen actual de Espa?a, volcada en conseguir la cantidad a costa de la calidad.
El ¨¦xito del producto empieza a ser en Espa?a, desgraciadamente, indicativo de su caducidad y son muy pocos los que aciertan a aunar popularidad y permanencia. Un pa¨ªs que a causa de su mediocre industria y su discreto y resignado mercado se conformaba con aquellos productos obtenidos por una f¨®rmula milenaria, generadores de un mort¨ªfero aburrimiento y s¨®lo satisfactorios para una civilizaci¨®n agraria -como el Abc, las galletas Mar¨ªa o el jab¨®n Lagarto- se ha lanzado de la noche al d¨ªa al consumo m¨¢s irresponsable, sin dejarse conducir por otros criterios que por las gracias de la publicidad. Y si en buena medida un pa¨ªs es lo que produce y ofrece, se puede temer que estamos asistiendo al nacimiento de una sociedad que es diferente a cualquier otra -como rezaban los carteles tur¨ªsticos-, porque es diferente a s¨ª misma; una sociedad vol¨¢til, incapaz de mantenerse en el mercado m¨¢s all¨¢ de una temporada, que cada semana ofrece un producto nuevo un poco peor que el anterior. Algo de raz¨®n ten¨ªa aquel buen se?or de la televisi¨®n que pon¨ªa en duda la posibilidad de encontrar algo mejor. Una tarea imposible cuando toda la sociedad vive en la doctrina tente mientras cobro, y para sacarla de la cual tal vez sea necesaria una sequ¨ªa a¨²n m¨¢s intensa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.