La pelotita de papel
Debi¨® de suceder en abril o mayo de 1956, en Trieste. Est¨¢bamos en segundo a?o de ense?anza media, y durante la hora de griego, mi compa?ero Cecchini hab¨ªa arrojado una pelotita de papel que acab¨® su recorrido, inesperadamente, sobre la cabeza calva del profesor, que, inclinado sobre la mesa, le¨ªa la lista de asistencias. El profesor alz¨® la mirada, vio delante suyo al estudiante que se sentaba en la primera fila, Licovi, y lo identific¨® sin dudar inmediatamente con el autor del lanzamiento. "T¨², querido Licovi, que te diviertes arrojando pelotitas de papel...". El acusado protest¨® vivamente mientras voceaba su inocencia, pero fue en vano, ya que el profesor, afable e impert¨¦rrito, continuaba dici¨¦ndole: "Querido Licovi, t¨² tienes la costumbre de arrojar pelotitas de papel, lo s¨¦ muy bien... Te gusta jugar a ser Pandaro, el arquero troyano, y...".Al cabo de un instante, el verdadero culpable, hombre de honor, se puso de pie y dijo: "Profesor, he sido yo". "Pues s¨ª, has sido t¨², vale..., pero tambi¨¦n t¨², Licovi, con tu costumbre de arrojar pelotitas de papel...". A partir de aquel d¨ªa, cada vez que entraba en clase nuestro profesor de griego apostrofaba de inmediato a Licovi: "T¨², que arrojas siempre pelotitas de papel... lo s¨¦, lo s¨¦ bien, aquella vez hab¨ªa sido Cecchini, pero tambi¨¦n t¨², con tu horrible costumbre...".
No he olvidado jam¨¢s aquella lecci¨®n, que revelaba el mecanismo del prejuicio y demostraba lo mucho que ¨¦ste echa ra¨ªces en nosotros de un modo profundo, sin ser tocado siquiera por las desmentidas de la realidad. El hecho de que Licovi, aquella vez, no hubiese arrojado pelotitas de papel era, seg¨²n el profesor, algo casual, accidental, as¨ª como era accidental que aquella vez hubiese sido Cecchini quien las arrojara. Necesario y fundamental, a sus ojos, era, por el contrario, que en la naturaleza de Licovi existiese una culpable inclinaci¨®n a arrojar pelotitas de papel, aun cuando no las arrojaba. Del mismo modo, el antisemita convencido de que los hebreos matan ni?os cristianos en rituales de sacrificio no ha visto nunca a ning¨²n hebreo que cometiese este homicidio, y quiz¨¢ llegue a admitir que ning¨²n delito de este tipo ha sido jam¨¢s comprobado o verificado, pero todo ello no turba sus certezas, pues, seg¨²n ¨¦l, lo que cuenta no es que los hebreos cometan o no tales cr¨ªmenes, sino que, en su naturaleza m¨¢s ¨ªntima, est¨¦n predispuestos a cometerlos.
Esta convicci¨®n, precisamente porque no se apoya en nada, no puede ser refutada y se mantiene, inextirpable y soberana, en lo m¨¢s profundo del alma, en ese hueco del inconsciente y en esa m¨¦dula del coraz¨®n en los cuales la l¨®gica y el principio de contradicci¨®n parece que, desgraciadamente, tienen poco poder. Cuando, poco tiempo atr¨¢s, el ministro de Sanidad italiano dijo que, en relaci¨®n al SIDA, el profil¨¢ctico no ofrece una garant¨ªa absoluta contra el contagio, no nos preguntamos si su afirmaci¨®n estaba fundamentada o no, si el profil¨¢ctico ofrece una seguridad del ciento por ciento o una probabilidad del 70% o bien del 80% de no contraer la enfermedad. Como se trataba de un democristiano, se presumi¨® a prior?, independientemente de cualquier an¨¢lisis, que su afirmaci¨®n deb¨ªa estar necesariamente viciada, deb¨ªa ser un producto inevitable de su represiva beater¨ªa.
Los ejemplos, burdos o tr¨¢gicos, son muy numerosos, y van de los seculares prejuicios que han infligido violencia y discriminaci¨®n a grupos humanos enteros -gentes de color, clases sociales, mujeres- hasta las tercas necedades que nos aprisionan a todos, d¨ªa tras d¨ªa, en cualquier rid¨ªcula y mezquina intolerancia. Como buen iluminista, no considero ni siquiera las coqueter¨ªas irracionalistas y supersticiosas, la astrolog¨ªa, la parapsicolog¨ªa y, en general, todo aquello que lleve el prefijo para, y me resulta un ejemplo indecoroso que la televisi¨®n ofrezca el hor¨®scopo junto a las previsiones meteorol¨®gicas, pero hace poco tiempo, un amable ingeniero a quien conoc¨ª en un tren, enemigo de todos estos trastos oscurantistas como yo, no quer¨ªa admitir en ning¨²n sentido que est¨¢bamos de acuerdo, pretend¨ªa de manera enf¨¢tica que hubiese entre nosotros opiniones encontradas que, por otra parte, no sab¨ªa precisar cu¨¢les eran, debido a que, obviamente, estaba convencido, en sus reminiscencias, de que un literato no puede funcionar con una mente racional y debe ser indulgente, cuando menos un pel¨ªn, con la magia silvestre y lugare?a. Estoy introduciendo en el elenco ejemplos ajenos porque, "por las contradicciones que no consiente", no puedo denunciar mis oscuros prejuicios, los cuales, en tal caso, puestos bajo la luz, se disolver¨ªan y no existir¨ªan m¨¢s, pero ciertamente no me ilusiono de ser m¨¢s iluminado que el profesor de griego o que el ingeniero.
Aquella lejana pelotita de papel, gozable por la diveisii6n que nos tra¨ªa como tantas otras horas de j¨²bilo y bullicio vividas en la escuela, resulta dura de digerir para quien sabe que, como ha sido dicho, la raz¨®n es una llama peque?ita y el universo es una inmensa noche oscura, pero que tambi¨¦n sabe que s¨®lo tenemos esa llama, y precisamente por ello es tanto m¨¢s valiosa, ya que es nuestra ¨²nica posibilidad de salvaci¨®n.
Un aut¨¦ntico iluminista, liberado de cualquier ingenuo triunfalismo, debe saber, para poder protegerla mejor, cu¨¢n f¨¢cilmente puede ser apagada aquella llama por los vientos de la vida. Acaso en el pantano m¨¢s profundo aquella luz vacila, sus matices no se afirman en las arenas movedizas del prejuicio y del resentimiento, en la noche en la cual todos los gatos son pardos y en la que todo parece coexistir junto a su contrario, en un api?amiento de conceptos indistintos y de confusas pulsiones con las ideas. Como los protagonistas de los cuentos de Hoffmann, cada uno de nosotros hace la experiencia, en s¨ª mismo y en los dem¨¢s, de comprobar qu¨¦ precarias son las luces de la raz¨®n y qu¨¦ vasto, complejo y poderoso es el reino que se resiste a recibir aquella luminosidad, el inconsciente individual y colectivo, con sus estereotipos relegados y, por tanto, tenebrosos. Pero tambi¨¦n, como los protagonistas de Hoffmann, cada uno de nosotros sabe que solamente aquellas luces permiten enfrentar aquella tiniebla y que s¨®lo aquel que busca esclarecerla y explorarla tramo por tramo, sin venerarla como a un ¨ªdolo, le tributa justicia incluso al misterio, a lo que es, o todav¨ªa es, desconocido. En un relato de Chesterton, el padre Brown desenmascara a un falso sacerdote cuando le oye hablar mal de la raz¨®n y, en consecuencia, comprende que no ha estudiado teolog¨ªa.
La fe iluminista es tenaz, aunque la realidad no colabore a menudo en confirmarla. Es el presupuesto, por ejemplo, de cada art¨ªculo que se escribe en un peri¨®dico, porque es lo que supone, cuando menos, una relativa confianza en un c¨®digo com¨²n, en una l¨®gica compartida, en cuanto al significado de las palabras.
Pero habitualmente la experiencia demuestra lo contrario, se?ala c¨®mo la l¨®gica de mi profesor, es decir, el mecanismo del prejuicio, es la que predomina, que todo cuanto escribimos es a menudo interpretado con base en una opini¨®n y una actitud prefabricada y preconcebida, y se convierte en un definido enemigo del pueblo, leninismo trasnochado o nost¨¢lgico de los tiempos pasados sin ninguna referencia real a lo que se ha dicho, a lo que se piensa, a lo que se es; la m¨¢s elemental filolog¨ªa, es decir, el arte de leer lo que un texto dice -poco importa si es modesto o excepcional-, se desvanece frente al preconcepto. La ceguera, obviamente, no perdona a nadie, no afecta s¨®lo a los dem¨¢s; a cada uno nos llega el turno de ser ciegos frente a los colores.
El iluminista est¨¢ acostumbrado a desconfiar, pero tambi¨¦n se ha ejercitado en no ceder, en no creer que el daltonismo propio o ajeno sea la ¨²nica aut¨¦ntica percepci¨®n de los colores, en buscar de continuo una forma de visi¨®n m¨¢s precisa y en no aceptar ning¨²n destino fatal, ni siquiera el del misterio impenetrable de la vida. La iron¨ªa le ense?a a no tomarse demasiado en serio sus eventuales y peque?as victorias, pero tampoco sus frecuentes fracasos y los triunfos de la nada. En su espl¨¦ndida edici¨®n del Esopo toscano (Marsilio), que resucita un exultante y genial patrimonio de literatura popular del 300 a¨²n casi ignorada, Vittore Branca ha iluminado con el rigor del fil¨®logo y con el buen gusto del escritor, por medio de las vicisitudes que pasan animales ejemplares consagrados por una viej¨ªsima tradici¨®n, vicios y virtudes practicados en nombre de Dios y de las riquezas, la epopeya de mercaderes "creadores y destructores de reyes y de papas" y de frailes que a veces eran santos, y otras, bribones.
No s¨¦ de qu¨¦ manera habr¨¢n sido escuchadas, acogidas y comprendidas aquellas f¨¢bulas. Pero tal vez hoy d¨ªa un iluminista desencantado y sin embargo irremediable, amante de la vida y de sus placeres y, en consecuencia, debido a una l¨®gica coherente, de la moral que obliga a garantizarle a cada uno la posibilidad de vivir y de gozar su vida, deber¨ªa ser como un Esopo, poco importa si frigio o toscano, que desde la sombra de la historia y de los imperios narra, de un modo melanc¨®lico aunque vital, y cuando es preciso desenfadado, sus f¨¢bulas de lobos y corderos, zorros y grullas, ranas y gavilanes, criados y cortesanos, leones moribundos y burros que recobran su br¨ªo, que sueltan coces y dan patadas, permitiendo que quien tenga o¨ªdos para o¨ªr que oiga.
es novelista italiano, autor de El Danubio.
Traducci¨®n: Nelson Marra.
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