Un diablo ilimitadamente infravalorado
Quiso la casualidad que en abril de 1943 un modesto party de amigos noruegos en Estocolmo se celebrara el d¨ªa del cumplea?os de A. H. (Adolf Hitler). Cuando uno de ellos lo destac¨® se arm¨® un gran jolgorio: ?tras El Alamein y Stalingrado, ser¨ªa ¨¦ste el ¨²ltimo cumplea?os de Gr?sfaz (el caudillo m¨¢s grande de todos los tiempos)? Uno de ellos, que proced¨ªa de la vieja monarqu¨ªa del Danubio, bromeaba sobre el lugar que se le conceder¨ªa en el Espasa yugoslavo: "Jefe de una banda alemana en tiempos de Tito". Quiz¨¢ present¨ªamos ya que uno del grupo llegar¨ªa casi a conseguir transmitirle al mundo la impresi¨®n de que A. H. hab¨ªa sido alem¨¢n (y Beethoven, austriaco). En todo caso, puedo poner la mano en el fuego de que hubo carcajadas cuando vimos en el cine a Charlie Chaplin de dictador que muerde la moqueta.?Por qu¨¦ se me ocurren de inmediato, respecto a A. H., tales burlas? Eso tiene que estar relacionado con que la persona no me interes¨® nunca y, desde luego, nunca se me ocurri¨® ocuparme seriamente de ella. Siempre me he sentido -cosa que para m¨ª forma parte de cualquier visi¨®n aceptable de Alemania- ofendido por ¨¦l. Lo mismo que por aquellos que se dejaron enga?ar por ¨¦l, a pesar de disponer de todo lo necesario para que tal cosa no se diera. Y por aquellos que posteriormente le segu¨ªan protegiendo todav¨ªa, bajo cuerda, porque no quer¨ªan admitir el gran fracaso de su vida.
Para m¨ª se repet¨ªa lejos de las fronteras alemanas lo que ya hab¨ªa conocido en casa y seguir¨ªa oyendo permanentemente de ella. El ciudadano medio alem¨¢n oprim¨ªa todo lo que llegaba a sus o¨ªdos, y a veces tambi¨¦n a su vista, sobre el terror nazi. Si uno pasa el cepillo, saltan virutas. ?Cualquiera sabe lo que habr¨ªa ocurrido si los nazis no hubieran impuesto el orden! Y adem¨¢s, al final tampoco va a ser para tanto, ni va a ser tan grave como parece... De lo contrario, ?habr¨ªan votado favorablemente los partidos burgueses la ley de poderes excepcionales? ?Y habr¨ªan entrado los ultraconservadores en el Gobierno, y estar¨ªan Hindenburg y el Reichswehr con H. en Potsdam? ?Y los funcionarios superiores, jueces y catedr¨¢ticos, y la c¨²spide de la econom¨ªa? Todos ellos aprendieron r¨¢pidamente a desfilar en filas bien cerradas, en todo caso a cerrar la boca y a poner la vista en el provecho propio en cada ocasi¨®n. Cuando las cosas se pasaban de casta?o oscuro, siempre era posible buscar una salida diciendo aquello tan absolutamente imb¨¦cil: "Si el F¨¹hrer lo supiera...". ?A qui¨¦n le habr¨ªa gustado admitir, e incluso se?alizar al extranjero, que no s¨®lo la izquierda, sino sobre todo la Alemania decente hab¨ªa ca¨ªdo en la tentaci¨®n demoniaca? Eso habr¨ªa podido llevar incluso a la conclusi¨®n, altamente traidora frente a la propia naci¨®n, de alentar a Europa a protegemos del usurpador marr¨®n sediento de sangre.
Pero no hemos llegado todav¨ªa a Chamberlain, que se sum¨® en el oto?o de 1938 a la ilusi¨®n de que cediendo (en el caso de los Sudetes) se podr¨ªa salvar la paz europea. Y menos todav¨ªa a aquel tipo de reaccionarios franceses que no tuvieron ning¨²n reparo en reconocer en 1940 que prefer¨ªan a H. antes que a (el presidente socialista) L¨¦on Blum. Estoy todav¨ªa en lo que yo viv¨ª en los a?os 1933-1934, sobre todo en Escandinavia. Se podr¨ªan llenar p¨¢ginas y p¨¢ginas elogiando la amabilidad de los vecinos noruegos, evocando la ayuda de obreros sencillos y de acad¨¦micos de renombre, destacando honor¨ªficamente la integridad de la mayor parte de los periodistas. Pero exist¨ªan tambi¨¦n, ya en 1933, aquellas otras reacciones burguesas que se asemejaban a las que pod¨ªan verse en Alemania.
Exist¨ªa en Oslo un peri¨®dico llamado Signos de la Epoca, del que se daban en otros pa¨ªses escandinavos copias similares. El peri¨®dico estaba cautivado por Mussolin¨ª. ?No hab¨ªa demostrado ¨¦ste que incluso en Italia era posible imponer cierto orden? Los trenes sal¨ªan puntualmente, y los mendigos hab¨ªan desaparecido de las calles. Consecuentemente, ?mucho m¨¢s podr¨ªa conseguirse en Alemania imponiendo la disciplina nacional! A. H. hab¨ªa prometido superar el paro. ?No hab¨ªa empezado ya a resolverlo, y era realmente una cosa tan importante el que se hubieran suprimido moment¨¢neamente los derechos sindicales? La unificaci¨®n de peri¨®dicos, sociedades, actividades culturales, posiblemente hab¨ªa sido exagerada, y no especialmente simp¨¢tica, ?pero no hab¨ªa que tener comprensi¨®n con los dolores de crecimiento de un pueblo tan grande como el alem¨¢n? ?Y con los sentimientos amargos desencadenados por Versalles y por los pagos por los da?os de guerra?
Y, agr¨¢dele a uno o no, el hombre del peque?o bigotito, a los alemanes, sabe c¨®mo hablarles, y a ellos les parece totalmente adecuado y un abogado persuasivo, aunque bastante vociferante.
Es m¨¢s, si los jud¨ªos no quer¨ªan ser alemanes, lo que deb¨ªan hacer era exiliarse, o bien quedarse en el pa¨ªs corno una minor¨ªa con derechos restringidos. ?El que A. H. quisiera asesinarlos se lo creer¨¢n siquiera los que esparcen tales cuentos de horror? Probablemente, socialdem¨®cratas y liberales fueron manejados con cierta dureza, pero deber¨ªan haber estado atentos a que se les pudiera distinguir claramente de los comunistas. Pues una cosa estaba, por supuesto, clara: H. iba a acabar en su pa¨ªs con los comunistas (y esperemos que as¨ª Europa entera sienta los efectos curativos). Por lo dem¨¢s, es absolutamente natural que Alemania no quiera seguir siendo una potencia militar de segundo rango. Si las potencias occidentales dejasen imperar la raz¨®n, el nuevo equilibrio, conseguido por el rearme alem¨¢n, potenciar¨ªa la paz m¨¢s que hacerla peligrar. Y en el caso de que los bolcheviques se pongan excesivamente bravucones, o en el caso de que, por lo que sea, resulte necesario arreglarle las cuentas a la Rusia sovi¨¦tica, el resto de Europa no estar¨ªa mal aconsejada en dejar que una Alemania fuerte y disciplinada pueda llevar el peso principal del enfrentamiento.
Ninguna de estas l¨ªneas es inventada; todo eso lo o¨ª as¨ª, algunas cosas quiz¨¢ algo m¨¢s suavizadas; otras, por el contrar¨ªo, dichas de forma todav¨ªa algo m¨¢s imb¨¦cil y brutal. ?Y qu¨¦ pod¨ªa oponer yo a todo eso? Sobre todo, teniendo en cuenta que mis interlocutores estaban, como es natural, situados menos en la zona cercana a Signos de la ?poca, o menos precargados por lo propietario-burgu¨¦s, y eran en su mayor¨ªa gentes procedentes del movimiento juvenil, de los sindicatos, de los c¨ªrculos de la izquierda intelectual. Su actitud pol¨ªtica era absolutamente correcta; su confusi¨®n, igualmente enorme. Tambi¨¦n entre ellos se planteaba la
Pasa a la p¨¢gina siguiente
Un diablo ilimitadamente infravalorado
Viene de la p¨¢gina anterior
pregunta de si las informaciones sobre las persecuciones no ser¨ªan exageradas. Si, a pesar de todo, la econom¨ªa, al menos, no iba adelante. Pero, sobre todo, ?c¨®mo quer¨ªa hacerles creer que un chill¨®n hist¨¦rico, que en su juventud hab¨ªa fracasado en todo y al que ellos percib¨ªan como A. H. -?todav¨ªa antes de la era de la televisi¨®n!-, hab¨ªa podido movilizar y organizar a tantos seguidores y tales masas de partidarios?
No pude responder suficientemente bien. Una causa ya la he citado, otra se segu¨ªa de mi especial procedencia. H. no hab¨ªa venido nunca, en su expansi¨®n hacia el Norte, a L¨¹beck. Yo tampoco habr¨ªa asistido. En el ambiente del que yo proced¨ªa, a los nazis no se les tomaba en serio; ya se expulsar¨ªa del cuerpo ese fen¨®meno -lo mismo que se ech¨® a los antisemitas en el Reich y a los populistas al comienzo de la Rep¨²blica de Weimar. Naturalmente, nosotros no le¨ªamos lo que A. H. y sus gentes hab¨ªan escrito o hab¨ªan encargado escribir. Por primera vez, en el oto?o de 1936, cuando viv¨ª camuflado en Berl¨ªn, me obligu¨¦ a recorrer en la biblioteca de la ciudad las p¨¢ginas de Mein Kampf -tambi¨¦n las de Rosenberg, Darr¨¦, etc¨¦tera-, y descubr¨ª que no me hab¨ªa perdido nada importante. No, a mis interlocutores escandinavos tampoco despu¨¦s de eso pod¨ªa proporcionarles nada qu¨¦ hubiera podido explicar el fen¨®men¨® de A. H. y su terror¨ªficamente simple asalto al poder.
No basta con denunciar una y otra vez las debilidades de la democracia en general, de la divisi¨®n del movimiento sindical, o la falta de una pol¨ªtica constructiva de crisis. Present¨ª entonces por primera vez lo que puede provocar un extraordinario hipnotizador de masas si, trabajando de forma totalmente organizada la opini¨®n p¨²blica, se propone arrastrar a su campo a las masas de un pueblo que ha perdido su equilibrio. ?Qui¨¦n hab¨ªa podido o qui¨¦n hab¨ªa querido reconocer lo que podr¨ªa hacer un enfermo mental muy dotado con la deformaci¨®n social y espiritual de un pueblo demasiado dividido? El tipo deber¨ªa haber sido metido en un sanatorio, y no en las listas de nacionalizaci¨®n.
No fue s¨®lo, ciertamente, la gente menuda, en el sentido amplio de la palabra -campesinos con su existencia amenazada, soldados humillados-, la que fortaleci¨® el movimiento de H. Fueron tambi¨¦n los obreros sin tradici¨®n, sobre todo los parados. Por el lado contrario, fueron ricos que creyeron haber encontrado a alguien que les hiciera la limpieza y que se vieron sorprendidos cuando a ellos mismos se les trat¨® sin miramientos. A. H. se asombr¨® de que no se le opusiera mayor resistencia. Tan pronto como lo not¨®, aprovech¨® el vac¨ªo. Tambi¨¦n frente al exterior.
Pero, sobre todo, sus oponentes alemanes no comprendieron de qu¨¦ terrible y desvergonzada manera pod¨ªan pervertirse los sentimientos nacionales. Los que trataron de parar con el arma del esclarecimiento el levantamiento de las emociones estaban condenados a ser, y no s¨®lo a parecerlo, totalmente inermes. ?Pero c¨®mo se habr¨ªa debido hacer comprensible eso, que ni siquiera fue visto suficientemente por los mismos opositores alemanes al nazismo, a los interesados y ansiosos interlocutores de fuera de nuestras fronteras? El desastre se puso en marcha. Algunos, que hab¨ªan sentido cierta simpat¨ªa por H., se volvieron valerosos miembros de la resistencia. Y algunos otros, que hab¨ªan destacado por sus sin sentidos tomados como pacifismo, se volcaron en condenas al pueblo alem¨¢n, en el que no quer¨ªan ver m¨¢s que peque?os H.
A los alemanes no nos quita nadie la responsabilidad de haber infravalorado al demonio y de no haberle expulsado. Pero al mundo que nos rodea no puede liberarlo nadie del reproche de haber repetido m¨²ltiples veces el fallo de infravalorar el grave peligro. Sigue siendo cierto que se le dio a H. lo que se le neg¨® a Weimar (e incluso a Br¨¹ning), que se practic¨® la calma donde s¨®lo habr¨ªa podido ayudar el pu?o blindado a la boca. Habr¨ªa podido evitarse la endemoniada ca¨ªda en la gran guerra, el holocausto, el arrasamiento de media Europa. Pero s¨®lo si los responsables no hubieran temido los importantes riesgos y se hubieran dado cuenta de que los peligros extraordinarios requieren una defensa com¨²n decidida.
El tipo no era insignificante. Speer dijo en su momento algunas cosas acerca de eso en el proceso de N¨¹remberg. H. entend¨ªa un poco de muchas cosas, pero especialmente de c¨®mo inocular a las masas una consciencia falsa, pensada para la destrucci¨®n. Y de c¨®mo enga?ar a medio mundo y jugar con los ego¨ªsmos ajenos, haci¨¦ndolos chocar entre s¨ª. Tambi¨¦n, naturalmente, de c¨®mo monopolizar el poder, y (esto tambi¨¦n se puede decir de Stalin) de c¨®mo aplicarlo no s¨®lo sin escr¨²pulos, sino extrayendo adem¨¢s gusto de ello. Lo que subsiste no es un pedazo de historia alemana, sino una lecci¨®n atemorizadora -esperemos que larga- sobre c¨®mo el infravalorar al mal extremo puede llevar a un pueblo al descarr¨ªo, y a la humanidad, al abismo.
Traducci¨®n: Luis Meana.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.