Entre dos concilios
El 8 de mayo de este a?o 1989 se conmemora el decimocuarto centenario de la celebraci¨®n del famoso III Concilio de Toledo, donde se fragu¨® la llamada unidad cat¨®lica de Espa?a y, por ende, la unificaci¨®n del incipiente reino hispano.En esta conmemoraci¨®n nos vemos, como siempre, expuestos a actitudes maniqueas: ?se trata de un hecho positivo que influy¨®, a lo largo de los siglos, en la erecci¨®n genuina y aut¨¦ntica de la historia de Espa?a? O, por el contrario, ?se trat¨® del nacimiento de lo que recientemente hemos llamado nacionalcatolicismo, en virtud del cual la represi¨®n y coacci¨®n de lo religioso, asumido como ¨²nica ideolog¨ªa unificadora, impedir¨ªa que el pa¨ªs se desarrollara seg¨²n todas sus potencialidades?
Cualquier respuesta absoluta, tanto a favor como en contra de ese fen¨®meno, es, en punto de partida, falsa, pero, sobre todo,falseable en el sentido que a ello le da Karl Popper.
En este caso hay que reconocer que el episcopado cat¨®lico espa?ol, en una nota oficial elaborada en orden a la conmemoraci¨®n de este centenario, procura evitar los dos extremos.
Para ello parte de un hecho hist¨®rico innegable: "Es un burdo error", dicen los obispos, "y una actitud antihist¨®rica querer educar a las nuevas generaciones procurando deliberadamente el olvido o la tergiversaci¨®n de aquellos hechos que, sin la fe religiosa, no tendr¨¢n nunca explicaci¨®n suficiente".
Sin embargo, ser¨ªa discutible el optimismo que los obispos demuestran al echar una ojeada de conjunto sobre todo este per¨ªodo: "El balance de estos 14 siglos de unidad en la fe cat¨®lica -pese a las inevitables deficiencias inherentes a toda obra humana- es evidentemente positivo. Los cat¨®licos espa?oles asumimos nuestra historia en su integridad, incluso los errores y los excesos. Estimamos que en ella son muchas m¨¢s las luces que las sombras". Quiz¨¢ si someti¨¦ramos la historia a la implacable acci¨®n de un ordenador el resultado no ser¨ªa
tan halag¨¹e?o. Baste citar un detalle: en esos 14 siglos de pretendida unidad cat¨®lica hay que meter nada menos que siete siglos de pluralismo religioso, con la presencia activa y predominante en gran parte de la Pen¨ªnsula, de otras dos religiones importantes, como fueron el islam y el juda¨ªsmo. ?O es que nuestros musulmanes y jud¨ªos eran menos espa?oles que nuestros cat¨®licos surgidos del III Concilio de Toledo?
Todav¨ªa el asunto es m¨¢s . problem¨¢tico si recordamos que la eliminaci¨®n del islam y del juda¨ªsmo se hizo por la fuerza bruta, renunciando con ello pr¨¢cticamente a algo esencial en el cristianismo, como lo reconocen los que hoy celebran jubilosamente la supuesta unidad cat¨®lica que surgi¨® como por ensalmo en aquella asamblea, en la que dif¨ªcilmente se podr¨ªa distinguir a Dios del c¨¦sar, al reino de Dios del reino de este mundo.
Sin embargo, los obispos, aun ateni¨¦ndose al supuesto balance positivo de la estela del Toledano III, "reconocen que en esa sociedad cat¨®lica no se prest¨® atenci¨®n con la intensidad y coherencia que eran exigibles a las obligaciones de ¨ªndole econ¨®mico-soc¨ªal, especialmente en el ¨¢mbito de las estructuras sociales, que, de haber sido cumplidas, quiz¨¢ se habr¨ªa podido evitar en gran parte la descristianizaci¨®n de grandes sectores del pueblo en los siglos XIX y XX".
En todo caso, hay que agradecerles a los obispos que, a pesar de su discutible triunfalismo, abran las puertas para un futuro completamente distinto, no so?ado previamente: "Nuestro prop¨®sito, pues, al recordar con mirada de fe el hecho hist¨®rico de la unidad cat¨®lica fraguada en el III Concilio de Toledo, no es suscitar un sentimiento de nostalgia, sino dar gracias a
Dios Padre, Hijo y Esp¨ªritu Santo por el don de la unidad en la fe e incitar a las comunidades cat¨®licas de los diversos pueblos de Espa?a a reflexionar sobre lo que esta fe ha representado en nuestra vida y en nuestra cultura como elementos de nuestra propia identidad hist¨®rica a lo largo de 1.400 a?os".
Como podemos ver por todo esto, debajo de estas afirmaciones subyace un grave problema teol¨®gico. Indudablemente, no podemos afirmar que aquella unidad cat¨®lica se hizo a trav¨¦s de un proceso libre, por el cual los individuos y los colectivos se fueron convenciendo de que el catolicismo era la ¨²nica verdad. All¨ª hubo una coacci¨®n social y pol¨ªtica, a la que nadie se resisti¨®, porque todo el mundo daba por supuesto que hab¨ªa que crear un totum ¨²nico y unificado por una misma ideolog¨ªa. Y en aquellos momentos la ideolog¨ªa m¨¢s aceptable era el catolicismo. Pensar lo contrario es una ingenuidad. Con esto no condenamos a Recaredo, ni mucho menos a san Leandro, que exultaba de gozo en su homil¨ªa conciliar. Pero s¨ª nos tenemos que plantear seriamente si esa teolog¨ªa subyacente deber¨ªa ser rectificada o cabr¨ªa todav¨ªa mantenerla vigente.
Dando un salto hasta nuestros d¨ªas, nos topamos con la sorpresa del Concilio Vaticano II, donde de una manera expresa se aboga por una libertad religiosa, que claramente se opone al presupuesto teol¨®gico subyacente en la aceptaci¨®n de esa unidad cat¨®lica que hist¨®ricamente ha jalonado nuestra realidad hisp¨¢nica a lo largo de estos 14 siglos. Efectivamente, en la declaraci¨®n Dignitatis humanae se empieza diciendo que la libertad religiosa "consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacci¨®n, tanto por parte de personas particulares como de grupos socia
les y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que act¨²e conforme a ella en privado y en p¨²blico, solo o asociado con otros, dentro de los l¨ªmites debidos". La declaraci¨®n reconoce que los hombres "est¨¢n obligados a adherirse a la verdad conocida y a ordenar su vida seg¨²n las exigencias de la verdad"; "pero", a?ade, "los hombres no pueden satisfacer esta obligaci¨®n de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicol¨®gica al mismo tiempo que de inmunidad de coacci¨®n externa". Y para que se vea que el concilio no se saca de la manga una verdad nueva y novedosa, en el n¨²mero 11 de la declaraci¨®n hay una abundante cita de textos del Nuevo Testamento, por los que se ve claro que la libertad y el establecimiento de espacios de libertad son esenciales para la adecuada recepci¨®n del anuncio evang¨¦lico.
L¨®gicamente, los que exaltan al Concilio III de Toledo, no como un hecho hist¨®rico del que de hecho se derivaron algunos o muchos efectos positivos, sino como una afirmaci¨®n teol¨®gica, no pueden menos que chocar con el Concilio Vaticano II. Y as¨ª pasa en la realidad. El catedr¨¢tico de filosof¨ªa Rafael Gambra dice expresamente a este respecto: "Ese Concilio (Vaticano II) se declar¨® a s¨ª mismo como meramente pastoral y no dogm¨¢tico. Y su doctrina se opone en este punto a la de todos los concilios anteriores (estos s¨ª dogm¨¢ticos) y a todas las enc¨ªclicas papales. Por otra parte, una declaraci¨®n es el rango menor entre las disposiciones de que consta el concilio. Cabr¨ªa interpretarla como una mera directiva circunstancial, t¨¢ctica de pastoral, que, como toda t¨¢ctica, ha de probar en la pr¨¢ctica su eficacia y validez. Y al cabo de 25 a?os, los frutos de la misma son tan patentes y desastrosos que puede aplic¨¢rsele la norma de juicio que el mismo Cristo nos ense?¨®: por sus frutos los conocer¨¦is".
Y para mayor autoridad, tenemos la afirmaci¨®n rotunda de monse?or Guerra Campos, que igualmente rechaza la validez de la declaraci¨®n conciliar, cuando escribe: "Esa libertad parece evidente a los ojos de todo el mundo en el desarrollo del Concilio Vaticano II. Se recuerda poco o no se sabe que en un punto central del concilio, por complacer a un poder pol¨ªtico, se maniobr¨® de tal forma en contra del reglamento que a un n¨²mero alt¨ªsimo de padres se les impidi¨® proponer su pensamiento y a todos los dem¨¢s se nos priv¨® de la oportunidad de conocerlo y emitir un juicio conciliar sobre ¨¦l".
Como vemos, en la apreciaci¨®n teol¨®gica de ambos concilios hay un antagonismo irreductible. Yo s¨¦ que muchos, como yo, optan decididamente por el Concilio Vaticano II. Primero, porque era un concilio ecum¨¦nico, mientras que el Toledano III no pasaba de ser un s¨ªnodo regional.
Segundo, porque la motivaci¨®n del Vaticano II era estrictamente religiosa y evang¨¦lica, sin ninguna de esas intromisiones pol¨ªticas que sue?a Guerra Campos. Y tercero, porque el Vaticano II se apoya, como ¨²ltimo punto de referencia, nada menos que en una abundant¨ªsima mies de textos del Nuevo Testamento.
Sin embargo, los que nos alegrarnos de que se haya superado esa supuesta unidad cat¨®lica no echamos en el cesto de los papeles todo lo que de positivo trajo ese modelo de cristianisrno, ya que, como dice el refr¨¢n, "no hay mal que por bien no venga". En la historia es in¨²til buscar siempre, en la ra¨ªz de lo positivo, la positividad de una paternidad leg¨ªtima.
Y es que muchas veces, a lo largo de la historia, tambi¨¦n los bastardos han dado su ¨®ptima contribuci¨®n al progreso, y a veces han sido mejores que los leg¨ªtimos.
Sin embargo, puesto a elegir, yo al menos, entre el Toledano III y el Vaticano II, me quedo con este ¨²ltimo sin ning¨²n g¨¦nero de duda.
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