Gigantoman¨ªa
No cabe duda que entre el gusto personal, el valor de una obra de arte y el precio que adquiere en el mercado hay distancia sensible. Pero ahora existe la tendencia a reducirla, e incluso a confundir valor y precio, entre la gente que no tiene gusto propio. ?Qu¨¦ bueno ser¨¢ cuando se ha pagado tanto por ello!, dicen muchos. Esto, a los que tenemos gusto (un gusto personal) nos irrita bastante, y la carrera de los precios nos hace pensar que es un signo m¨¢s de enfermedad com¨²n en nuestra ¨¦poca, enfermedad a la que podr¨ªamos llamar gigantoman¨ªa. Esta enfermedad empez¨® anotarse de modo material y significativo cuando se construyeron los primeros rascacielos. El rascacielismo cundi¨® y ya no hay poblaci¨®n de Espa?a y de otras partes en que no exista uno, o un remedo de ¨¦l: un rascacielete.Madrid ha abusado del rascacielos y padece de gigantonom¨ªa arquitect¨®nica, con rasgos complementarios y propios de la gigantoman¨ªa general. Se construye un rascacielos, signo del capitalismo m¨¢s potente, sobre los planos de un arquitecto' de pa¨ªs lejano, que est¨¢ a la cabeza en materia de t¨¦cnica. Luego hay que bautizarlo... y se le pone el nombre del pintor m¨¢s famoso del siglo, que, aparte de ser comunista, fue multimillonario, y del que ahora las obras en venta alcanzan precios enormes. Todo lo m¨¢s grande. Si esto no es gigantoman¨ªa, no s¨¦ c¨®mo puede llam¨¢rsele, porque la megaloman¨ªa es cosa m¨¢s profunda.
Con relaci¨®n a los efectos, cada cual puede hablar de ellos seg¨²n su experiencia. El exceso de actos produce exceso de ruido y poluci¨®n en aumento, peligros f¨ªsicos. Pero el hallarse al pie de un rascacielos puede producir efecto de aplastamiento y miseria moral. Hace algunos meses, estando en el piso cuarenta y tantos de uno, pensaba en lo agradable que me ser¨ªa cambiarlo por un tercer piso sin ascensor, en la parte vieja de Madrid, con un canario enjaula y un botijo a mano, pagando renta antigua... Y sin embargo, oigo siempre lo mismo: ?Qu¨¦ bueno ser¨¢ cuando han pagado tanto por ello! Desde hace tiempo hay noticias frecuentes acerca de lo que se ha pagado por unas flores pintadas por Van Gogh y sobre lo que se est¨¢ dando por cuadros de Picasso. Son los bancos y los multimillonarios los que entran en puja. Se habla de miles de millones.
Estos cuadros son los rascacielos de la pintura. S¨®lo pueden poseerlos los poderosos desde el punto de vista econ¨®mico: nada m¨¢s. Un hombre de gusto puede disfrutar de otras cosas. Entre ellas, de muchos cuadros agradables para ¨¦l o francamente buenos que se miren con los ojos y no con la chequera. Porque hay que advertir que el gigant¨®mano tiene los sentidos alterados por el precio. No ve, no oye, no gusta m¨¢s que a trav¨¦s de cheques, billetes y cuentas corrientes: todos, muy grandes.
En otras ¨¦pocas hubo un sentido del poder y de la grandeza que no ha de confundirse con este culto a lo gigantesco del mundo actual. Los egipcios dieron lugar a que se haya acu?ado el concepto de lo fara¨®nico. Los romanos procuraron expresar tambi¨¦n su poder mediante grandes obras. Tambi¨¦n la Iglesia y el Estado, o los Estados, despu¨¦s. Pero no se daba este exclusivismo, este enamoramiento de? propio ser que es tambi¨¦n caracter¨ªstica del gigant¨®mano moderno. Una enfermedad producida por la t¨¦cnica y el capital, a la que, adem¨¢s, no se procura poner remedio o curaci¨®n.
Hace ya mucho que Samuel Butler escribi¨® aquel peregrino relato en que se hablaba de un pa¨ªs en el que a los que comet¨ªan un delito tal como hurto o apropiaci¨®n indebida los llevaban a hospitales y sanatorios y los cuidaban con mimo..., mientras que a los enfermos los met¨ªan en la c¨¢rcel. Acaso hoy podr¨ªamos pensar, con razones ciertas, que a los que habr¨ªa que someter a un tratamiento m¨¦dico con cierta frecuencia es a los que tienen mucho dinero y a los que manejan grandes recursos t¨¦cnicos. De los ¨²ltimos, por lo menos ya se ha hablado con reservas... y desde la misma ¨¦poca de Samuel Butler. A ¨¦l siguieron otros genios e ingenios, incluso fil¨®sofos, aunque otros afirmaron que este miedo a la t¨¦cnica es una especie de beater¨ªa. Hoy, en 1989, con problemas como el del ozono y otros, parece que los primeros tienen raz¨®n sobrada y que los segundos eran unos superficiales. Y lo de curar a los millonarios, ni pasa por la cabeza de nadie.
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