Desde el templo maldito
Mi colega Javier Tusell plantea en un art¨ªculo (v¨¦ase EL PA?S, 11 de octubre de 1989) varias objeciones a la Historia general de las drogas que acaba de aparecer. Con fino humor piensa que el libro ofrece "una filosof¨ªa de la historia a lo Indiana Jones: en el mundo habr¨ªa una lucha perpetua entre fuerzas s¨®rdidas y oscuras y el bien". L¨®gicamente, eso desemboca en "una simplic¨ªsima visi¨®n del mundo", nutrida por una "actitud de cruzada" que ayuda poco a avanzar en el conocimiento.Halagado por el parecido con tan simp¨¢tico arque¨®logo y desolado por todo lo dem¨¢s, busco consuelo en el refr¨¢n de que aceptar es de sabios. Pero no entiendo que un historiador, como Tusell, ni admita ni rechace ni mencione siquiera el contenido del libro en cuesti¨®n, que s¨®lo en el ep¨ªlogo del tercer tomo formula tesis sobre penalizar o no, y durante bastante m¨¢s de 1.000 p¨¢ginas expone usos y criterios del pasado en distintas culturas, empleando testimonios meticulosamente especificados.
En base a ello quise trasladar el habitual parloteo sobre hipot¨¦ticos "?qu¨¦ pasar¨ªa si ... ?" a categ¨®ricos "qu¨¦ pas¨® cuando...". Y s¨®lo me explico el absoluto desprecio por ese banco de datos pensando que mi colega posee alg¨²n don intuitivo gracias al cual sabe ya lo que exige a otros un peregrinaje por bibliotecas. Sabe, por ejemplo, que la legalizaci¨®n "crear¨ªa un doble circuito comercial, el legal y el paralelo, dirigido a menores".
Sinceramente, esto me asombra. Si bien es constatable que cualquier aumento en la represi¨®n produce un paralelo salto en la proporci¨®n de traficantes infantiles (desde Reagan, por ejemplo, en Nueva York, Detroit, Washington y Los Angeles se observa un incremento medio del 1.500% en ese n¨²mero), mi colega sabe que lo contrario crear¨¢ c¨¢rteles para abastecer a las escuelas. Si semejante cosa no es cre¨ªble ni para las propias comisiones asesoras de la Casa Blanca, desde Kennedy hasta Reagan, ?por qu¨¦ lo sabe ¨¦l a ciencia cierta?
Atendiendo a sus palabras, lo sabe porque hay "una excepcional unanimidad de Estados y organismos internacionales" que "debe tener razones". Debi¨® tener razones, no menos, la excepcional unanimidad institucional que se constata en la persecuci¨®n de brujas, libros, herejes, liberales, comunistas y otros reos de desv¨ªo. Aunque el cr¨ªtico deber¨ªa saberlo, aclaro qui¨¦nes son los asesores oficiales de la ONU en materia de drogas. No se trata de Greenpeace, Amnist¨ªa Internacional, Jueces para la Democracia o
cosa remotamente parecida. Los asesores oficiales son hoy: la Alianza Bautista Mundial, la Junta Coordinadora de Asociaciones Jud¨ªas, la Asociaci¨®n Internacional de Clubs de Leones, la Asociaci¨®n Mundial de Exploradores y Exploradoras, el Ej¨¦rcito de Salvaci¨®n, la Oficina Internacional Cat¨®lica para la Infancia, el Congreso Mundial Musulm¨¢n, la Federaci¨®n Internacional de Asociaciones de Productores Farmac¨¦uticos y la Asociaci¨®n Internacional de Polic¨ªa.
El argumento de autoridades esgrimido olvida que en este terreno no hay una autoridad, sino dos. Tanto como apoyaron la prohibici¨®n destacados pr¨®ceres, desde sus primeros or¨ªgenes se opusieron a ella destacados representantes de las ciencias y de las artes. Tan abrumador es el brillo institucional en unos como el brillo intelectual en otros. Para ser exactos, la disparidad entre ambas posturas se calca de la pol¨¦mica sobre la hechicer¨ªa, donde formaban un frente com¨²n de salvaci¨®n p¨²blica hombres de cuna y credo tan distintos como Tenebrero, Calvino, Bonifacio VII, Melanchton y Felipe II, mientras en la otra acera estaba el desviado humanismo de Pomponazzi, Bruno, Cardano, Laguna y Porta.
Como si estuviera basada sobre el saber intuitivo, se imputa a la Historia general de las drogas afirmar que Estados Unidos invent¨® unilateralmente esta cruzada. La fundamentaci¨®n del aserto ocupa en el libro centenares de p¨¢ginas, y aqu¨ª s¨®lo puedo decir incondicionalmente s¨ª. En cuanto a nexos de CIA, DEA y FBI en el negocio de las drogas ?legales, all¨ª se colacionan las investigaciones de conocidos prohibicionistas americanos, como A. McCoy, J. Mills y J. Kwitny, gente del aparato, si la hay; unidas a distintas conclusiones del Senado y el Congreso norteamericanos, esas obras dibujan un instructivo cuadro sobre las rentas marginales de la prohibici¨®n.
El estudio de dichas fuentes -y las dem¨¢s disponibles desde Hip¨®crates y Galeno- centra un debate que merece precisi¨®n. Mi colega mantiene que "la salud p¨²blica no es una resurrecci¨®n de la quema de brujas, sino una conquista de los derechos humanos". Me veo obligado a recordar que la salus publica naci¨® con el senadoconsulto dictado contra los ritos b¨¢quicos en Roma, y s¨®lo sirvi¨® para perseguir unos abusos que duraron exactamente tanto como su persecuci¨®n; dicha norma prepar¨® el fin de las libertades republicanas, y andando el tiempo fue el instrumento usado para perseguir a cristianos y maniqueos. Ahora, exactamente igual que entonces, nuestro delito contra la salud p¨²blica no sirve para reprimir el envenenamiento de r¨ªos, mares, tierras y atm¨®sferas, y es muy eficaz para criminalizar cierta disidencia ideol¨®gica.
Han bastado pocos meses de airear cuestiones semejantes para que un prohibicionismo antes locuaz se encuentre cada vez m¨¢s a gusto en el silencio. Tusell propone que "este debate no debiera ocupar la primera p¨¢gina de la Prensa", y constato que el intento de analizar en detalle sus ingredientes no es investigar un campo descuidado por la historia y la ciencia social, sino un modo de parodiar a Indiana Jones en el templo maldito.
Hemos llegado a un punto desde luego ins¨®lito, donde los intereses institucionales coinciden un¨¢nimemente con los del prodigioso emporio que usufruct¨²a una ley despreciada. Desde enclaves distantes, Bush y el padre de los Ochoa dijeron el mismo d¨ªa que "legalizar ser¨ªa la cat¨¢strofe". Estoy seguro de que para las familias de ambos ser¨ªa ruinoso, efectivamente. Pero esos se?ores y sus clanes no acaban de ser la humanidad, por mucha propaganda y pistolas que le echen al asunto.
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