El indulto debido
Por ponerle una fecha, la historia del indulto en Argentina empieza un d¨ªa de diciembre de 1975, cuando el entonces presidente transitorio (por ausencia de lsabel Per¨®n), Italo L¨²der, firm¨® un decreto autorizando a las fuerzas armadas a aniquilar a un grupo guerrillero que operaba en la sierra de Tucum¨¢n, al norte del pa¨ªs. Catorce a?os m¨¢s tarde, la tarea est¨¢ cumplida, aunque con cierto exceso: los militares no s¨®lo mataron a aquel centenar de partisanos y a un par de miles de sus compa?eros, sino tambi¨¦n a una generaci¨®n completa de cuadros intermedios democr¨¢ticos y progresistas universitarios, sindicales, pol¨ªticos y hasta religiosos y barriales. El cord¨®n sanitario que extendieron alrededor de la sierra, "para impedir el suministro a los guerrilleros", se fue ampliando en c¨ªrculos conc¨¦ntricos hasta abarcar a todo el pa¨ªs. En pocos meses derrocaron al Gobierno peronista e instalaron una dictadura depredadora y corrupta que dur¨® siete a?os, condujo a la ruina a la econom¨ªa, sumi¨® a la sociedad en el p¨¢nico y. s¨®lo termin¨® cuando el mesianismo los empuj¨® a una guerra insensata y a una deshonrosa derrota.Que Italo L¨²der sea hoy ministro de la Defensa en el Gobierno de Carlos Menem no es s¨®lo el final de una par¨¢bola, sino tambi¨¦n un s¨ªmbolo y un broche perfectos. Lo primero, porque L¨²der es uno de los miembros m¨¢s conspicuos del partido mayoritario -fundado por un general- y uno de los constitucionalistas argentinos m¨¢s reconocidos. Lo segundo, porque el indulto es el l¨®gico colof¨®n de la actitud asumida por el conjunto de la clase pol¨ªtica argentina ante la dictadura militar. Se trata del tributo a los vencedores de una batalla desigual, pero batalla al fin, y al mismo tiempo del pago ineludible de un trabajo por encargo. El tiempo dir¨¢ si este acto inmoral contribuir¨¢ a consolidar la democracia; ahora importa recordar sus antecedentes.
Desde los a?os veinte hasta hoy, la derecha argentina ha tenido una representaci¨®n ¨ªnfima en el electorado, menor a¨²n que la de socialistas y comunistas.
La vida pol¨ªtica est¨¢ dominada por peronistas y radicales o sus ep¨ªgonos (por ejemplo, en 1958, el Gobierno de Arturo Frondizi, un tr¨¢nsfuga radical ungido con votos peronistas) y, por supuesto, por las sucesivas irrupciones militares. Desde 1945 en adelante, los radicales conspiraron con los militares contra los peronistas, que los arrasaban sistem¨¢ticamente en las urnas. A partir de 1966, el peronismo colabor¨® con los militares que hab¨ªan derrocado al radical Arturo Ill¨ªa. Pero durante esa dictadura se produjo un cambio cualitativo: su final no estuvo determinado por el inevitable fracaso militar en el Gobierno, sino por la irrupci¨®n de nuevos l¨ªderes pol¨ªticos, sindicales, estudiantiles y religiosos, que desde dentro y fuera de las estructuras tradicionales cuestionaron, apoyados en una masiva movilizaci¨®n popular, el liderazgo de la clase pol¨ªtica y las bases del sistema. La guerrilla argentina surgi¨® en medio de este fen¨®meno, durante una nueva dictadura y al cabo de 40 a?os de fraudes, intolerancia y conspiraciones c¨ªvico-militares. El regreso del general Per¨®n al Gobierno, en 1973, fue una desordenada componenda entre militares y dirigentes pol¨ªticos, la Iglesia cat¨®lica y el resto de las corporaciones para impedir el caos y la anarqu¨ªa que, ciertamente, ya imperaban en el pa¨ªs.
Pero encauzar democr¨¢ticamente a la sociedad y al importante sector de la juventud agrupado en las organizaciones guerrilleras requer¨ªa entonces algo m¨¢s s¨®lido que dirigentes tradicionales ret¨®ricos y entrenados en la traici¨®n y el fraude. El primer hecho pol¨ªtico de Per¨®n, cuando regres¨® oficialmente a Argentina, el 20 de junio de 1973, fue dar piedra libre a un grupo paramilitar dirigido por un coronel peronista para que matara a centenares de j¨®venes que hab¨ªan depuesto las armas y lo aguardaban en el aeropuerto de Ezeiza con la esperanza de que el conductor acabara con casi medio siglo de frustraciones y encarminara el socialismo nacional. Nunca se abri¨® una investigaci¨®n Oficial sobre este hecho. Per¨®n muri¨® poco despu¨¦s, no sin haber refrendado u ordenado grav¨ªsimas ilegalidades, como el asalto al poder de la segunda provincia del pa¨ªs por un coronel de la polic¨ªa (para desplazar a un gobernador de la izquierda... peronista), o sometido a sus partidarios y a la sociedad a la aceptaci¨®n de su mujer como vicepresidental de su esot¨¦rico secretario privado como ministro y del yerno de ¨¦ste como presidente de la C¨¢mara de Diputados y, en alg¨²n momento, presidente provisional de la Rep¨²blica. Los militares que lo hab¨ªan proscrito durante 18 a?os le devolvieron con honores sus galones de general, la oligarqu¨ªa que hab¨ªa prohibido hasta el uso de su nombre (el tirano pr¨®fugo le llamaba la Prensa conservadora) lo recibi¨® en triunfo en la sociedad rural, la Iglesia que lo hab¨ªa excomulgado lo reintegr¨® al reba?o y su rival de toda la vida en conspiraciones y componendas, el radical Ricardo Balb¨ªn, lo despidi¨® ante la tumba con un lacrimoso discurso. En la calle, la sociedad no entend¨ªa lo que estaba pasando y
la guerrilla encontraba razones para profundizar su desvar¨ªo y sumirse en el terrorismo puro y simple.
Con la muerte de Per¨®n, la farsa se despe?¨® hacia la tragedia. Su mujer, ungida presidenta, aparec¨ªa en televisi¨®n gritando entre l¨¢grimas "que har¨ªa cumplir el mandato del conductor"; mientras la hiperinflaci¨®n devoraba la econom¨ªa, el esot¨¦rico secretario-ministro dirig¨ªa los atentados y asesinatos de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), y el sindicalismo peronista desataba una huelga tras otra, mientras sus dirigentes se libraban a la m¨¢s ostentosa corrupci¨®n. Fue en este contexto que Italo L¨²der firm¨® un d¨ªa el decreto autorizando a las fuerzas armadas a aniquilar a la guerrilla.
La actuaci¨®n de los militares argentinos despu¨¦s del golpe de Estado de marzo de 1976 es conocida. Pero se habla poco de lo que hizo entonces la clase dirigente. El radicalismo aport¨® embajadores, alcaldes y funcionarios a la dictadura, al igual que el socialismo democr¨¢tico y los conservadores. Ricardo Balb¨ªn visit¨® Espa?a, en 1978, para asegurar que en Argentina operaba- una guerrilla industrial, con lo que justific¨® la matanza de cientos de sindicalistas. Jorge Luis Borges viaj¨® a Chile a recibir un galard¨®n de Pinochet y volvi¨® diciendo que quer¨ªa para todos los pa¨ªses de Am¨¦rica Latina "Gobiernos de caballeros, como los de Pinochet y Videla". La Iglesia cat¨®lica y la gran prensa apoyaron sin retaceos. El Partido Comunista, siguiendo fielmente instrucciones de la URSS de Breznev, as . egur¨® que V¨ªdela era "un reaseguro contra el golpe p¨ªnochetista", y envi¨® emisarios a las reuniones de la Internacional Socialista para que ¨¦sta no condenara a la dictadura. El dirigente sindical peronista Jorge Triaca (actual ministro de Trabajo, el mismo que en el juicio a los militares, en 1985, declar¨® "no recordar" ning¨²n caso de represi¨®n a la clase obrera) fue la cabeza visible de un grupo de peronistas que negoci¨® con la dictadura. Este apoyo se repiti¨® incondicionalmente durante la aventura militar de las Malvinas.
Y luego lleg¨® Alfons¨ªn, aureolado de su car¨¢cter de miembro fundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de su discreci¨®n durante la guerra de las Malvinas y de su victoria ante la derecha balb¨ªnista en el partido radical. La secuencia de su actitud ante los militares, sus permanentes contradicciones ilustran lo que intenta ser la conclusi¨®n de esta nota: que la historia del indulto no es la de una conspiraci¨®n de civiles y militares en logia, sino la de una clase dirigente no democr¨¢tica, enfrentada en la pol¨ªtica, pero profundamente affin y solidaria en lo ideol¨®gico. Alfons¨ªn intent¨® primero que fuera la justicia militar la que juzgara a sus pares, como si la dictadura hubiera sido un hecho de guerra ajeno a los civiles. S¨®lo despu¨¦s de,que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas declar¨® inobjetable todo lo actuado, el presidente sent¨® a algunos de los implicados en el banquillo, y a partir de entonces ge aplic¨® a frenar por cualquier medio la inercia de un proceso impulsado por la sociedad y ejecutado por algunos jueces honestos y valerosos. Primero, en abril de 1986, fueron las instrucciones del poder ejecutivo al judicial, rechazadas con indignaci¨®n por los jueces. Luego, en diciembre de ese a?o, el proyecto de ley de puntofinal, una aberraci¨®n jur¨ªdica votada vergonzantemente en el Parlamento y abortada una vez m¨¢s por la diligencia de jueces y abogados. El 16 de abril de 1987, Alfons¨ªn capitul¨® ante un reducido grupo de fan¨¢ticos en la sublevaci¨®n militar de Semana Santa, a pesar del masivo y expl¨ªcito apoyo nacional e internacional. Los sublevados reclamaban el inmediato fin de las persecuciones a sus camaradas y la reivindicaci¨®n ante la sociedad por la victoria frente a la subversi¨®n. Los h¨¦roes de las Malvinas (el calificativo es del propio Alfons¨ªn) consiguieron que el Gobierno pusiera en marcha la aberraci¨®n suprema: la ley llamada de Obediencia Debida, votada por el Parlamento el 5 de junio de ese mismo a?o.
En el art¨ªculo segundo de la ley de Obediencia Debida, que establece que ¨¦sta "no ser¨¢ aplicable respecto de los delitos de sustituci¨®n de Estado civil y sustracci¨®n u ocultaci¨®n de menores, violaci¨®n y usurpaci¨®n de la propiedad", se excluy¨® nada menos que la tortura, con lo que el Gobierno radical no s¨®lo convirti¨® en inimputables a la mayor¨ªa de los acusados, sino que se puso al margen de su propia legalidad, ya que Argentina es firmi ante de todos los tratados ¨ªnternacionales que se?alan a la tortura como crimen contra la humanidad, no prescriptible ni excusable.
Se podr¨ªan escribir miles de f¨®lios sobre las claudicaciones, duplicidades y deshonestidad profunda que salpican a la clase pol¨ªtica argentina, con las honrosas excepciones que confirman la regia. Se trata de una moral y de un estilo ante los que la sociedad se ha mostrado hasta ahora alternativamente c¨®mplice, indignada y desconcertada. Este ¨²ltimo parece ser el caso ahora. El 15 de octubre pasado, el periodista Horacio Verbitsky desvel¨® en Buenos Aires el resultado de una encuesta encargada por el Gobierno: el 75% de los argentinos es contrario al indulto, pero la popularidad de Carlos Menem tambi¨¦n alcanza el 75%. La explicaci¨®n, bastante obvia, es que, a pesar del desapego por el indulto (que abarca incluso los delitos comunes por algunos de los beneficiados), el problema de la justicia y los derechos humanos no est¨¢ en el centro de las preocupaciones de la sociedad.
?sta es la sucinta historia del indulto argentino. Aun teniendo en cuenta que la de la humanidades amoral y est¨¢ repleta de paradojas, cabe preguntarse en este caso si una democracia estable y una sociedad de progreso pueden edificarse sobre el olvido, la esquizofrenla y la miseria moral y con esa clase de dirigentes.
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