La ca¨ªda del imperio
Cuando, al final de la primera mitad de su voluminosa historia, Gibbon se pregunta sobre las numerosas causas que concurrieron en la ca¨ªda del imperio romano de Occidente, no puede por menos de atribuir a la conversi¨®n de Constantino el papel de acelerador del proceso; la promesa de una vida futura colmada de felicidad, propagada por un a religi¨®n que predicaba la doctrina de la paciencia y de la pusilanimidad, exponente de su indiferencia hacia los asuntos terrenales, s¨®lo pod¨ªa minar los fandamentos de una sociedad atenta en primer lugar a la disciplina c¨ªvica, al mantenimiento del orden legal y a la seguridad de sus fronteras. "Los ¨²ltimos restos del esp¨ªritu militar se enterraron en los claustros", dice Gibbon, "y las soldadas se desperdiciaban en in¨²tiles multitudes de ambos sexos que s¨®lo sab¨ªan predicar las virtudes de la abstinencia y la castidad". "El mundo romano", a?ade, "se vio oprimido por nuevas formas de tiran¨ªa y las perseguidas sectas se convirtieron en enemigos secretos del pa¨ªs".Aceptando la forzosamente esquem¨¢tica etiolog¨ªa de ambos procesos, ning¨²n parang¨®n cabe establecer entre la ca¨ªda del imperio romano de Occidente y la disoluci¨®n del imperio sovi¨¦tico de Oriente, poco menos que emplazada a fecha fija, puesto que, seg¨²n numerosos expertos, ofrece pocas posibilidades de ser frenada y ninguna de ser invertida. La historia en este caso ense?a poco y todo apunta hacia una serie de acontecimientos in¨¦ditos en el teatro europeo. La ciencia -sea pol¨ªtica, sociol¨®gica o simplemente hist¨®rica- se ve obligada a recular y dejar paso a un instinto ciudadano que asoma como el verdadero soberano de una evoluci¨®n cuyas mutaciones; tienen lugar en plazos de veinticuatro horas. Si un viernes el muro de Berl¨ªn parec¨ªa definitivamente abatido, el lunes siguiente era parcialmente reconstrutido y volv¨ªa a representar la separaci¨®n de las dos Alemanias, cuya osm¨®tica uni¨®n es impensable para buen n¨²mero de ciudadanos de ambas rep¨²blicas.
Ambos procesos podr¨¢n emparentarse mediante la antimetr¨ªa, la sirrietr¨ªa negativa. Si la Roma de Occidente cay¨® por que buena parte del pueblo desey¨® las leyes civiles para atender a los mandatos religiosos, a lo largo de una lenta e insocial conversi¨®n, en contraste, el ciudadano socialista de la Europa del Este parece decidido a abjurar del credo en que ha sido educado por un largo -y tambi¨¦n insocial- proceso de desconversi¨®n. La promesa de una bienaventuranza futura predicada por el celoso cristiano del siglo V se corresponde as¨ª con la falta de fe en el para¨ªso socialista, demasiado pospuesto generaci¨®n tras generaci¨®n por los programas econ¨®micos y los planes quinquenales. La pluralidad del orden social romano, donde cada uno ten¨ªa un papel que podr¨ªa trascender con el esfuerzo individual, empujaba a los m¨¢s ineptos hacia un ideal igualitario con la misma fuerza con que la diversidad de opciones del mundo occidental atrae al ciudadano, al que le es dictado su status a tenor de su comportamiento colectivo. El converso romano estaba dispuesto al sacrificio y la renuncia, la abstinencia y la castidad, para alcanzar una felicidad ignorada; el renegado del Este, harto de disciplina y sacrificio, est¨¢ igualmente dispuesto a inmolar toda creencia con tal de obtener confort y riqueza. En cuanto a la libertad, aqu¨¦l la valoraba en bien poco, pues no se?alaba el camino para llegar al cielo; a ¨¦ste le marca la ¨²nica direcci¨®n digna de ser seguida tras casi medio siglo de obediencia a las directrices del Estado policial.
Con todo, en poco m¨¢s se quedar¨ªa la antimetr¨ªa si el caso se redujera a la comparaci¨®n de dos ocasos. Frente a la cicl¨®pea y simplista afirmaci¨®n de que la historia ha concluido, con el triunfo final del esp¨ªritu liberal sobre el demonio totalitario, cabe desde ahora pensar en la primera l¨ªnea de la siguiente p¨¢gina de la historia y donde se esboce un pensamiento pol¨ªtico no contenido en las anteriores. O, m¨¢s que un pensamiento, un futuro -si no son la misma cosa- no limitado exclusivamente por las cl¨¢usulas del liberal contrato del hombre occidental con su sociedad. El esp¨ªritu de Roma, sepultado por el cristiano, volvi¨® a acudir a las mentes europeas de la generaci¨®n de Gibbon y Montesquieu, y las numerosas constituciones redactadas de entonces para ac¨¢ nada han querido saber de la abstinencia y la castidad, la renuncia y la capacidad de sacrificio, las virtudes de san Pablo. En suma, Roma cre¨® un clasicismo de Estado que en modo alguno pod¨ªa ser obliterado por la conducta viciosa del ciudadano denunciada por el galileo. Cabe pensar, siguiendo con la anterior antimetr¨ªa, que la Europa del Este -y eso no lo podemos saber desde aqu¨ª- ha creado un clasicismo ciudadano que tampoco puede ser desde?ado por la conducta viciosa del Estado totalitario. Si existe ese clasicismo -que mantiene en sus puestos a 17 millones de alemanes orientales, atra¨ªdos durante unas horas por el champa?a occidental-, no Podr¨¢ ser barrido por una oferta de salvaci¨®n y bienestar individual.
Por eso nada me parece tan hip¨®crita como esa actitud evang¨¦lica, que parece despertar en muchas capitales de Europa, hacia el hijo pr¨®digo que vuelve a la casa paterna tras una insensata correr¨ªa que ha durado medio siglo. Mientras esa actitud prevalezca a causa del descalabro oriental y mientras el europeo de Occidente se reafirme en la creencia de que su casa es el santuario de las virtudes dom¨¦sticas, Europa estar¨¢ perdida y puede que sea verdad que la historia se ha acabado. La opulencia de Occidente sirve, entre otras cosas, para ocultar su carencia de ideas nuevas para construir una sociedad m¨¢s equilibrada. Casi todo su ideario estaba condensado en el socialismo, y por lo mismo que el monopolio de ¨¦ste por parte del Estado, exacerbado por los imperativos de la guerra fr¨ªa, ha conducido al fin que estamos presenciando, la glorificaci¨®n del Estado de las libertades y de la econom¨ªa de mercado puede constituir la peor consecuencia del proceso. Si (lo que para alguna mentali dad es un axioma) se quiere ha cer coincidir el final de la guerra fr¨ªa con el ocaso del socialismo, no tardar¨¢ Europa en verse de nuevo sacudida por sus convulsiones internas. Al respecto, los ciudadanos del Este tienen algo que decir y mucho que ense?ar a los del Oeste, y no se pueden limitar a pedir cr¨¦ditos y libertades (como ese polaco del escapulario) para poder igualar el nivel del status ciudadano entre los dos vasos que comienzan a comunicarse. En unas semanas podr¨¢n tirar por laborda el monopolio pol¨ªtico del partido ¨²nico, la econom¨ªa dirigida hasta la determinaci¨®n del precio de la lechuga, el control del ciudadano por la polic¨ªa y hasta el r¨¦gimen de sacrifico en pro de una sociedad mejor; pero no podr¨¢n olvidar que han sido y siguen siendo los depositarios y guar dianes del talante inconformista que no se puede acallar con la mejora del sueldo, del esp¨ªritu que mantiene la historia en marcha; que son ellos, en oposi ci¨®n a su Estado, los adelanta dos de una Europa que ha de seguir progresando para construir una sociedad homog¨¦nea.
El primer y mayor beneficio del final de la guerra fr¨ªa -decidido en Mosc¨², no hay que olvidarlo- es el establecimiento de un r¨¦gimen de libertades en todos los pa¨ªses del Este; pero el segundo bien podr¨ªa ser par¨ª passu la renuncia del Oeste a cualesquiera veleidades thatcherianas y el prop¨®sito de reconstrucc?¨®n conjunta del Estado de bienestar social, desviando, como lo ha se?alado Galbraith hace pocos d¨ªas, hacia ese objeto buena parte de los colosales presupuestos dedicados hasta ahora al mantenimiento y constante modernizaci¨®n de dos arsenales tan costosos como in¨²tiles y anacr¨®nicos.
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