Glosadores
A veces lo grave no es el morir, sino el moriloquio, ese incensante murmullo que los vivos entonamos sobre los cad¨¢veres ilustres. Siempre hay una pluma a punto, entre el dolor sincero y la oportunidad curricular, para intentar conjurar la muerte ajena con evocaciones a la vida compartida. Nos mata el cuerpo, pero nos rematan las palabras. Una semblanza p¨®stuma no puede evitar que entre sus signos de admiraci¨®n rezume el moho de las l¨¢pidas y una cierta sensaci¨®n de ¨²ltima cena. O de pen¨²ltima, que tambi¨¦n vale. Porque la muerte del ilustre, no importa si banquero, poeta o deportista, provoca casi siempre un curioso ranking de aproximaciones, como si se tratara de un incruento pugilato intelectual para saber qui¨¦n era m¨¢s amigo, qui¨¦n moj¨® por ¨²ltima vez la magdalena en el caf¨¦ con leche del finado, qui¨¦n le hizo la entrevista p¨®stuma o qui¨¦n recibi¨® su postrera confidencia. En esa literatura de homenaje se percibe aquel latiguillo que en los a?os setenta repet¨ªan tantos intelectuales suramericanos convencidos de haber almorzado alguna vez con Cort¨¢zar y de haberles pedido consejo Salvador Allende.La muerte del ilustre siempre saca a flote sus agendas. De pronto sospechamos por sus glosadores que tantas comidas compartidas y tantos encuentros en los cuatro puntos cardinales demuestran una hiperactividad que tal vez pudo ser fatal. Esos personajes no son conscientes de que cuando escriben sobre cuartillas hay mucha gente que ya les lee en m¨¢rmol y que cuando dedican libros su tinta es agua de lim¨®n que s¨®lo se har¨¢ visible el d¨ªa de los epitafios. En esos alabastros verbales se transparentan amistades imprevistas, muecas de desacuerdo o atisbos de rencor que no vieron la luz por el mero hecho de estar vivos. Quiz¨¢ la verdad de nuestro paso por el mundo s¨®lo se consiga con una muerte en dos tiempos: la aparente y la real, aquella que desencadena las palabras y la que esas mismas palabras nos provocan.
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