De intolerancia y pol¨ªtica
En su reciente alegato favorable a la aceptaci¨®n escolar del chador, Fernando Savater toma como referente central la defensa volteriana de la tolerancia. No es posible, dice, tolerar que no se tolere. Desde esta perspectiva no existir¨ªan demasiados problemas para asumir la presencia del famoso velo en la escuela, y ciertamente tal cosa no parece nada exagerada en un pa¨ªs como el nuestro, donde los ni?os siguen experimentando la fusi¨®n de ense?anza cient¨ªfica y formaci¨®n religiosa, incluso en colegios denominados laicos, mientras bien elaborados manuales del BUP explican que el juego de ¨¦xitos y fracasos de las tribus b¨¢rbaras dependi¨® de la adopci¨®n del catolicismo. Pero que el problema se contemple como algo lejano en una sociedad donde los signos religiosos han imperado por espacio de siglos no impide que haya de lamentarse el retroceso que el chador implica para el laicismo en la escuela all¨ª donde esa meta ha sido alcanzada. Para empezar, porque, como el propio fil¨®sofo reconoce, no son las adolescentes, sino sus familias las que imponen el velo seg¨²n una concepci¨®n religiosa integrista. Pero sobre todo porque quiebran dos pilares de la concepci¨®n de la ense?anza laica. El primero, la propia presencia del s¨ªmbolo religioso, que puede abrir en el futuro la puerta a la presencia de otras insignias de otros integrismos. El segundo, la prohibici¨®n del proselitismo, y con ¨¦l, de la relaci¨®n asim¨¦trica que por s¨ª mismo impone el signo religioso. El que inicia una argumentaci¨®n "en nombre de Al¨¢ justo y misericordioso" impide de antemano el. di¨¢logo entre iguales. Un cat¨®lico puede imponerse en la vida urbana sus rituales y ceremonias; dif¨ªcilmente aceptar¨¢ que alguien califique p¨²blicamente los mismos de teofagia simb¨®lica o de idolatr¨ªa. En la propaganda religiosa televisiva habr¨¢ espacio para diversos credos, pero no para el ate¨ªsmo. Del mismo modo, el chador no es solamente una se?al de integrismo que concierne a sus portadoras, sino que implica el llamamiento a usar el velo como mandato divino para todas las creyentes musulmanas que asisten a la escuela francesa. No es una simple tolerancia; es la tolerancia del fanatismo, en un espacio previamente liberado de su presencia, y ello en verdad s¨®lo puede defenderse a partir del complejo de culpa que necesariamente debe afectar a nuestras sociedades en la relaci¨®n de dominio sobre el mundo extraeuropeo. Es decir, habr¨ªa que tolerar el chador no por derecho civil alguno, sino porque resultar¨ªa hip¨®crita mantener los principios en ese tema, habiendo abdicado de ellos en lo que concierne a las relaciones fundamentales entre los hombres. Y al pasar a este plano el problema central no es ya el chador, sino la oleada racista suscitada a partir de este debate sobre los s¨ªmbolos.Por lo dem¨¢s, Voltaire era bien claro al respecto: "Para que un Gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres es necesario que estos errores no sean cr¨ªmenes; no son cr¨ªmenes m¨¢s que cuando perturban a la sociedad; perturban esta sociedad desde el momento en que inspiran el fanatismo; es preciso, pues, que los hombres comiencen por no ser fan¨¢ticos para merecer la tolerancia". Y a continuaci¨®n, entre otros ejemplos, cita precisamente la conveniencia de obligar a los jesuitas a llevar vestido normal, en vez de una sotana. Se trata de verse forzado a ser libre, en lugar de, permanecer como esclavo. As¨ª, excepcionalmente, la intransigencia puede ser una necesidad, precisamente para evitar que el fr¨¢gil equilibrio de una sociedad tolerante quiebre ante las presiones de los fanatismos, sin que sea v¨¢lido introducir la coartada usual de los relativismos culturales. Un musulm¨¢n que golpea a su mujer puede hacerlo en estricto cumplimiento de los preceptos cor¨¢nicos, pero si reside en uno de nuestros Estados occidentales es (o debe ser) tan culpable en t¨¦rminos jur¨ªdicos como un cat¨®lico o un ateo que ejerciera tal acci¨®n.
El mismo criterio de intransigencia, que sugiere sustituir la aproximaci¨®n filos¨®fica por un an¨¢lisis de la pluralidad de factores (sociales, pol¨ªticos, culturales) que configuran la realidad, podr¨ªa aplicarse al revuelo, bien diferente en su naturaleza, que nos agita en Espa?a en este movido final de 1989, mientras el chador preocupa en Francia y en toda Europa comienzan a despuntar problemas hasta ayer ignorados con el desmoronamiento del comunismo. Me refiero al debate sobre las elecciones anuladas, por lo menos m¨¢s presente ante la opini¨®n p¨²blica que el de la reforma de los planes de estudio universitarios (que tambi¨¦n ser¨ªa buen camino para adentrarse en los entresijos del sistema que vivimos). Las dos tentaciones son, en primer plano, la preocupaci¨®n inmediata de cu¨¢l ser¨¢ el destino de los esca?os, con su efecto de dependencia sobre la pol¨ªtica gubernamental de grupos de inter¨¦s hechos partidos, como los insularistas canarios, y a continuaci¨®n librar al sistema democr¨¢tico de toda sombra de sospecha. La tolerancia juiciosa llevar¨ªa en este caso a conformarse con la entrada en juego de las instituciones del Estado de derecho mediante las discutidas anulaciones y la so?ada formaci¨®n de una comisi¨®n investigadora (sobre las irregularidades, dijeron oposici¨®n y fieles; sobre el censo, puntualiz¨® a Aznar el presidente). Hablar de corrupci¨®n electoral ser¨ªa hoy tanto como fuera ayer censurar el viaje de Guerra en el Myst¨¨re: convertirse en semidem¨®crata. De suerte que centrar el foco sobre la corrupci¨®n es tanto como autodescalificarse para este nuevo fanatismo del poder (y no son presunciones: recordemos los estallidos de ira de su portavoz en el programa televisivo donde se discuti¨® el tema). Ejercer la intolerancia gratuita del demagogo.
Sin embargo es esto lo que importa. Las corrupciones no nacen con las instituciones, sino que van engarzando sobre el tronco en crecimiento de las mismas, a la manera de la hiedra. No se trata de buscar culpables, pero es in¨²til rehuir la responsabilidad gubernamental en la elaboraci¨®n del censo y en su comunicaci¨®n desigual a los partidos. Y tampoco, al hacer balance, cabe olvidar la fuerza con que el PSOE defendi¨® la partenog¨¦nesis de sus votos, poniendo por delante la conservaci¨®n de un esca?o frente a la depuraci¨®n del sistema. Ni las presiones de ¨®rganos como la Fiscal¨ªa General del Estado o la conducta del presidente del Congreso al buscar la rebaja del qu¨®rum, deshaciendo su necesaria imagen de imparcialidad. Por un lado pueden existir excesos verbales; por otro, cada acto positivo incrementa la sensaci¨®n de culpabilidad. Y as¨ª las cosas, lo que cuenta no es el destino de los esca?os, sino que una reforma rigurosa de la ley y de los modos electorales evite la repetici¨®n de lo sucedido. De mantenerse todo en el juego de descalificaciones y de recursos a tribunales cada vez m¨¢s altos, la responsabilidad pol¨ªtica seguir¨¢ correspondiendo al Gobierno, que es el encargado de asegurar la pureza del sufragio, incluso contra los propios intereses de partido. Tampoco en este punto cabe espacio para una transigencia, de la que por lo dem¨¢s el Ejecutivo y sus portavoces dan pocas muestras. Las dos descalificaciones con que de entrada Felipe Gonz¨¢lez obsequi¨® a sus principales adversarios, Aznar y Anguita, al borde de romper con los usos parlamentarios en el caso de la r¨¦plica al segundo, son muestras de qu¨¦ tipo de relaciones pol¨ªticas se intenta establecer desde el monopolio parcial (del poder que ejerce el PSOE. Har¨¢ falta una fuerte presi¨®n desde dentro y fuera del Parlamento para que, desde supuestos estrictamente democr¨¢ticos, ese poder practique la tolerancia. Y el derecho a la informaci¨®n no manipulada por TVE forma parte de ese respeto. Aqu¨ª, como en el caso del chador o la reacci¨®n racista, no cabe la pasividad. Ni en t¨¦rminos pol¨ªticos ni religiosos cabe asumir el imperio de la intolerancia.
Antonio Elorzaes catedr¨¢tico de Historia del Pensamiento Pol¨ªtico de la universidad Complutense.
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