La destrucci¨®n de Jaime Gil de Biedma
Nos equivoc¨¢bamos con ¨¦l, con todos y sobre todo. Equivocarse acerca de algo equivale a cometer un error rectificable; equivocarse respecto de alguien es empezar a conocerlo. De Jaime Gil de Biedma sabemos ahora m¨¢s que nunca, a destiempo suyo, con nuestro tiempo a cuestas. Abund¨¢bamos de j¨®venes en posturas, en frases. La juventud alienta, soporta los disfraces. Pasados sus incendios, no merece la pena disimular y se vienen abajo las caretas por nuestro propio peso. No se trata de que, cumplidos -a?o m¨¢s, a?o menos- los 50, aspiremos a ser sinceros. Es la sinceridad la que se nos impone como un vicio sin remedio.Pareci¨® entonces que Barral era un trasunto mediterr¨¢neo, en oro oscuro, de un joven marino, el de Coleridge, que cantaba. Irrit¨® al editor, cuyo recuerdo tambi¨¦n es enlutado, que dislocase alguien su apostura al sugerir que era ¨¦sta a la vez la del poeta Mallarm¨¦ y la del santo te¨®logo de Aquino. ?En el d¨ªa de hoy, que es un d¨ªa de invierno, bendito sea mil veces tama?o disparate! A Jaime Gil, en cambio, le gust¨® mucho que por sus trazas le comparasen con lord Byron. El satisfecho comparado, adolescente a¨²n, no hab¨ªa apenas publicado poemas. El escoc¨¦s fue prol¨ªfico en su obra y escueto el catal¨¢n por nacimiento. Adornaba a ¨¦ste, por cierto, un halo de erudici¨®n que si sajona, que si incluso celta, del todo arcana para nosotros. ?Importaba que Gil fuese menguado en la estatura, no padeciese cojera perceptible y hubiese entrado pronto en las anchuras corporales? El juego de los parecidos resulta m¨¢s eficaz, si est¨¢ muy enredado.
Las d¨¦cadas autoritarias a?ad¨ªan a la superabundancia de noticias oficiales la deformaci¨®n, por comentario oral, de lo ocurrido. (El caso actual es otro, aunque tambi¨¦n torcido: se publica estent¨®reamente una oficiosidad, que frisa con harta frecuencia la calumnia.) Proced¨ªa Gil de Biedma de una familia muy bien relacionada y con excelente nivel de vida. Militante de la oposici¨®n a aquel r¨¦gimen, lleg¨® a ser solicitado en su casa por la polic¨ªa. El rumor alcanz¨® en esta ocasi¨®n cotas de farsa trasnochada. Un mayordomo con librea se habr¨ªa introducido en la biblioteca del escritor para, impert¨¦rrito, anunciarle: "Se?or, la Brigada Pol¨ªtico-social le espera". Esto es, que de los parecidos hab¨ªamos pasado, por lujo y por descaro, a los equ¨ªvocos esc¨¦nicos.
Algunos de ellos, as¨ª el que he referido, serv¨ªan de asiento almohadillado a quienes desde el colegio hab¨ªamos sufrido el mandato de mantenernos en posici¨®n de firmes. Otros ten¨ªan m¨¢s enjundia. Manej¨¢ndolos, nos propusimos sembrar una confusi¨®n ilustrada en el campo enemigo. Urd¨ªamos un primer enga?o, que descubr¨ªa de la verdad algunas puntas, e intent¨¢bamos en seguida el segundo por si logr¨¢bamos una veracidad mayor. En ciernes la publicaci¨®n de su primer libro importante, acudi¨® Gil de Biedma, de la mano sagaz y generosa de Vicente Aleixandre, a un santanderino de adopci¨®n, Pablo Beltr¨¢n de Heredia, experto en travesuras pol¨ªticas y en ediciones exquisitas.
En aquellos finales de los cincuenta, Beltr¨¢n cuidaba, con pretextos nada inmunes de inocencia, la colecci¨®n Cantalapiedra. A su amparo vieron la luz impresa Metropolitano (1957), de Barral, recomendado tambi¨¦n por Aleixandre, la edici¨®n completa de Los muertos (1954), de Jos¨¦ Luis Hidalgo, una antolog¨ªa de Jos¨¦ Hierro (1954) , Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero, y los cuentos de Jos¨¦ Amillo (1957), que pasaron injustamente inadvertidos y que tambi¨¦n favoreci¨® el poeta de la calle Velintonia. (No me resisto a contar por qu¨¦ se llam¨® as¨ª esta callecita. Tras el estreno de una estaci¨®n del metro en aquel paraje, la reina Victoria quiso tomar asiento bajo un ¨¢rbol. Se preguntaban los acompa?antes de qu¨¦ ¨¢rbol se tratar¨ªa. Do?a Victoria respondi¨® presta: "Es una wellingtonia". La simplificaci¨®n para el r¨®tulo urbano del nombre ingl¨¦s fue cosecha de Aleixandre.)
Censura
El original de Gil fue ritualmente humillado ante la adormilada rutina de la censura. Obtenido aquel nihil obstat o imprimatur no tan laico, ya que aquella censura fue siempre mitad monje, mitad soldado, intervino altaneramente la urgencia reveladora y debeladora del autor, que exigi¨® nada menos que un cambio de t¨ªtulo.
El nuevo y definitivo, Compa?eros de viaje (1959), concitaba los tumultos siempre prenatales de una resistencia pol¨ªtica bien clasificada. Polemizaron por correo Santander y Barcelona y consiguieron los polemistas una ruptura afortunada, puesto que ambos reconoc¨ªan haberse divertido de lo lindo con sus respectivos argumentos, los de la ley suficientemente violada y los de otro reto ilegal, victorioso ya de la violaci¨®n anterior y exigente, por pendencia, de la siguiente. As¨ª se recorr¨ªa un tramo m¨¢s, muy limitado y significativo, en la rencilla con una autoridad fuera de l¨ªmites. Se dedic¨® el editor a otras conspiraciones y el t¨ªtulo del libro supuso para Gil un ascenso clamoroso en la carrera de su independencia.
La poes¨ªa es un don insufrible. ?Su extremo es el silencio? Mas del silencio se resurge y guardarlo enriquece, quiz¨¢ por penitencias, la palabra siguiente. Jos¨¦ Hierro es un poeta de silencios. (Precisamente ahora se dispone a romper muy soberanamente el ¨²ltimo, tan largo.) El caso de Rimbaud reviste otro cariz. Su estancia en el infierno le empuj¨® no a callarse, sino a una dimisi¨®n sin explicaciones. Gil de Biedma fue mucho m¨¢s lejos. S¨ª practic¨® los corredores del mutismo, a?adiendo a su obra conocida un gota a gota de poemas estremecedores. Finalmente, lleg¨® a la dimisi¨®n, pero explic¨¢ndola.
Las explicaciones de una actitud dif¨ªcil, dolorosa, incrementan la dificultad y la a¨²pan a la precipitante categor¨ªa del drama. Verdad es que Gil evit¨® al confesarse cualquier gesto dram¨¢tico. Lo hizo espor¨¢dicamente primero y con profusi¨®n p¨²blica en los a?os pen¨²ltimos. Escogi¨® para ello ademanes triviales, puesto que trivial era en apariencia su raz¨®n para no seguir escribiendo: la desgana.
Sirvi¨® su seriedad como quien reclama el t¨¦ de las cinco de la tarde y quiso apurar el brebaje no en libros, sino en entrevistas ef¨ªmeras de prensa. Volvi¨®, pues, en la madurez al ardid juvenil de los disfraces. Tuvo uno a mano, que era mucho m¨¢s que eso, pero que pod¨ªa equivocar a los lectores: el mismo spleen saj¨®n desde el cual nos entregaba los enigmas preclaros de Eliot y de Auden.
P¨¢ramo
Su cr¨ªtica literaria fue inventiva y rigurosa; avezadas sus traducciones. ?Le supon¨ªa su esclarecimiento de Guill¨¦n o Cernuda, este ¨²ltimo casi inaugural para nosotros, un reposo de sus propias tempestades po¨¦ticas? Desde luego, si disfrut¨® el cr¨ªtico los oasis, en modo alguno ahorraron ¨¦stos al poeta la seguridad del p¨¢ramo. Saint-John Perse logr¨® el canto del anciano, pues eran c¨®smicas las fuentes de su altivo humanismo. La piel hecha jirones d¨ªa a d¨ªa y un coraz¨®n peligrosamente contrastado con la cabeza alimentaron los afluentes de la humanidad po¨¦tica de Gil de Biedma. Sus estertores tomaron s¨®lo una peque?a delantera a los imparables, sin marcha atr¨¢s posible, del paso de los a?os.
Docente ex c¨¢thedra, puesto que no era catedr¨¢tico, del pie de muchas letras. Comentarista acre y feliz de sucedidos a personas y personajes variopintos. Maestro consumado por todo ello en ceremonias mundanas de honda cala celebradas en los vest¨ªbulos de la amistad, cuyas puertas se cerraban tras la brillantez, con modales corteses o violentos, sobre el aposento o el cuartucho de una intimidad exultante o acaso s¨®rdida. Su condena fue solitaria.
Escribi¨® con versos distintos un mismo mal poema y, denodadamente, se arriesg¨® a vivirlo. Le duraba, nos dijo, el dolor de coraz¨®n m¨¢s que el prop¨®sito de la enmienda. Escudri?¨®, meticulosamente, todos los rincones de la m¨¦trica y le dio puesto en no pocas esquinas de la vida su incalculable capacidad de ser dichoso. S¨ª; le sobraba vida y el parecido, el equ¨ªvoco, el gran artista dimitido se puso, por vez postrera, muy seriamente enfermo. Muri¨® de noche.
El d¨ªa que hoy amanece es como el del Hofmannsthal sin sombra, "un d¨ªa humano, una turbamulta salvaje, ansiosa y sin sentido y con aspiraciones perpetuas que jam¨¢s cobran goce". Ni a su vida ni a su obra le sienta bien un t¨ªtulo, La destrucci¨®n o el amor, del libro de su ilustre protector y decano. Porque si destruy¨® su propio verbo, si dejaron de conjugarlo sus personas, sin duda fue por desamor aut¨¦ntico. Se nos ha muerto Gil de Biedma cargado de s¨ª mismo.
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