McEnroe
A fuerza de broncas hemos aprendido a querer a McEnroe. En el fondo, ese jugador cascarrabias y ani?ado es la viva imagen del justiciero. Quieren present¨¢rnoslo como un mal perdedor dispuesto a llegar con el exabrupto ah¨ª donde no pudo llegar con la raqueta, pero esa vehemencia altisonante es demasiado genuina para sonar a trampa de moviola. Cree en la equidad y, convencido de su verdad, intenta persuadir a los ¨¢rbitros con la ¨²nica fe de su pupila. Si la fe mueve monta?as, ?qu¨¦ no har¨¢ con una mera l¨ªnea sobre el c¨¦sped? A McEnroe se te expulsa cuando el hombre multicolor que lleva dentro rasga el blanco pur¨ªsimo del deportista forzosamente d¨®cil. Grita, vibra, llora y protesta precisamente porque alguien concibi¨® su espect¨¢culo para que los espectadores gritaran, vibraran y protestaran. Ni tiene doblez ni deja el alma guardada en la taquilla.Al otro lado de la pista suele estar Ivan Lendl, un jugador que sufre hacia dentro y que acostumbra a callar las miop¨ªas arbitrales. Frente al travieso colegial, Lendl encarna a un misterioso caballero eslavo. Cumple la norma y eso basta. No importa que tenga el cuerpo llen¨® de bilis, ni los sapos y culebras que nunca han podido salir de su garganta. Es bueno, dicen, porque no demuestra sus emociones, y eso le hace adorablemente educado. La convenci¨®n aristocr¨¢tica de este deporte aprecia m¨¢s la falsedad de los sentimientos que el juego de mu?eca. Son valores m¨¢s actuales que nunca: la frialdad por encima de la extraversi¨®n, el silencio mucho mejor que la palabra, el c¨¢lculo individual en vez de la discusi¨®n compartida, la distancia del gentleman antes que la confianza entre los hombres. Por eso se expulsa a McEnroe y se glorifica al robot. En el reino de la apariencia, la protesta es abominable, casi demasiado humana para los h¨¦roes de despacho. El colmo del buen gusto siempre ha sido el navajazo por la espalda, el silencioso hervor de los venenos, la sumisi¨®n formal de los traidores.
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