Elogio de la envidia
La intenci¨®n de este t¨ªtulo y de las cavilaciones a las que otorga amparo no es muy distinta de la que anim¨® a Erasmo a escribir, en 1509, su El¨®gio de la locura. Se encontraba por entonces aquel humanista, afecto a las lecciones y sus contrapuntos, acogido por la hospitalidad, en Londres, de Tom¨¢s Moro, futuro m¨¢rtir y su mejor amigo. (El t¨ªtulo latino de la loa, Moriae en comium, es en el genitivo un juego adrede con el apellido del ingl¨¦s en su manera latinizada.) Le cab¨ªa a Erasmo su ¨¦poca entera en la cabeza y quiso aligerar tan grave peso con las diversiones de urta moralidad. Habiendo observado que la locura era un fen¨®meno tan general que no pod¨ªa sin su mediaci¨®n "tolerar el pueblo a su pr¨ªncipe, ni el amo a su criado, ni la criada a su ama, ni el amigo a su amigo, ni la esposa al marido", se propuso "untar [la demencia] con un poco de miel". No entra?ar¨¢ para el lector dificultad insuperable llegar a la de gustaci¨®n, en las dulzuras que dispone Erasmo, de ese amargor correctivo que toda moralidad impone.La envidia se ci?e a la ejemplaridad como si fuese hiedra: aviesamente. Proclamar que hay envidia supone, por tanto, un reconocimiento de que la ejemplaridad existe. Una sociedad envidiosa se corresponder¨ªa, como la parte al todo, con la que por encima es ejemplar. ?Tiene esta miel buen gusto? Desde luego que no le falta un punto acibarado, si los an¨¢lisis de la salud social a?aden otros s¨ªntomas. Por ejemplo, el de que la envidia sea excesivamente sofocante o se cebe en lo que ni siquiera constituye ejemplo. Cuando los envidiados son de poca monta o se les ataca por lo que menos vale en ellos, por ciertos aditamentos, quiz¨¢ s¨®lo presuntos o a todas luces pasajeros, el diagn¨®stico del mal no ser¨¢ preventivo, sino de gravedad consumada, casi ag¨®nica. Bien est¨¢ que el envidioso quiera ser otro, ese otro. Menos bien que pretenda erigirse en muchos otros, porque el mont¨®n, seg¨²n sabemos desde antes de S¨®crates, r¨ªo suele presentar calidad. Y peor ser¨¢ que de esos muchos apetezca lo menos bueno que ense?en a prop¨®sito o por descuido, o lo que no puedan encubrir simplemente porque nunca ha sido suyo. En tal caso, la envidia se convierte en una majader¨ªa, perjudicial por serlo y porque atraviesa, despacio y a trompicones, las alcantarillas mef¨ªticas de la oficiosidad calumniosa. Puede ¨¦sta comprarse y venderse como calumnia a secas.
La querencia por zambullirse en esta hechura del otro, a la cual determinada ciencia denomina alteridad, es enriquecedora; por ella fluye la corriente amorosa. Descubrir que uno mismo es adem¨¢s o meramente otro, equivale a comenzar a conocerse. Pero la pr¨¢ctica de esta escalada, que se haga pisando los pelda?os de la env¨ªd¨ªa calumniosa, no logra alter¨ªdad con beneficio, sino una alteraci¨®n o embarullamiento de la identidad, personal en unos casos, pocos, y social en amplia mayor¨ªa.
?Es cierto que se ha arrumbado entre nosotros cualquier aspecto de hipocres¨ªa? El equilibrio social, nos alertan avisados tratadistas, se mantiene como un arte quebradizo: decir lo que se piensa y lo que sucede como si se pensase que no debiera suceder. La correcci¨®n es dura tiran¨ªa cuando su insistencia afila tanto la denuncia que la hace roma y la prolonga incluso hasta una condena apresurada. Es injusto el juicio que degrada a rutina el adem¨¢n importante del veredicto sumar¨ªsimo. La altisonancia de tama?as sentencias consigue adem¨¢s que no se oiga la voz sonora de las que s¨ª debieran alcanzar pronunciamiento. "El placer grosero de una sonora carcajada" empece el comedimiento de la sonrisa, que en cuanto correctivo social resulta mucho m¨¢s prometedora. Toda sociedad pendiente de esas reiteraciones clamorosas termina por necesitar (como alimenta el inquisidor al buitre que le devora las entra?as) de culpas, que le convienen m¨¢s que nada porque son falsas. Su gesto ocupa as¨ª m¨¢s escenario.
La severidad no se predica de la misma guisa que el fanatismo. Miente ¨¦ste, aunque diga verdades; no tiene raz¨®n, ni cuando no carece de razones; y es m¨¢s da?ino si gritan, quienes lo perpetran, afanes de redenci¨®n. Vivir de la anticipaci¨®n sucesiva de las verdades que lo son acaso no es superar la hipocres¨ªa, sino seguir en los paseaderos de sus presupuestos: repartimos berzas y dejamos intacta la gran trufa. Sagacidad y paciencia son de aplicaci¨®n imprescindible para que progresen las transformaciones sociales. Determinada precipitaci¨®n cultiva el caldo de la algarada perpetua, y ¨¦sta ?qu¨¦ sopa ali?a?
En la lecci¨®n que imparti¨® don Miguel de Unamuno al jubilarse en su c¨¢tedra salmantina hubo dos textos. Uno, extenso e impreso con la debida antelaci¨®n protocolaria. Otro, m¨¢s breve, las pocas cuartillas que el rector por antonomasia sac¨® de improviso de sus bolsillos cu¨¢queros. La lectura de estas ¨²ltimas provoca, a¨²n hoy o precisamente hoy, espanto al pie de la letra. Se dirigen a los estudiantes: "Os est¨¢n ense?ando a calumniar, a injuriar, a insultar ... ; os est¨¢n incitando a despreciar..., a renegar. Esa marea de insensateces [de injurias, de calumnias, de burlas imp¨ªas, de sucios estallidos de resentimiento] no es sino el s¨ªntoma de una mortal gana de disoluci¨®n... nacional, civil y social. ?Salvadnos de ella, hijos m¨ªos! Os lo pide... quien ve en horas de visiones revelatorias rejores de sangre y algo peor: livideces de bilis". Corr¨ªa el desgraciado a?o espa?ol de 1934.Al correr del noventa, vale la pena meditar en aquella bilis l¨ªvida, que fue asesina. La contienda civil enfrenta a un grupo social con otro. Sorda, fr¨ªa es la guerra que amontona a todos contra todos. El color de la envidia dicen que es amarillo. Quiz¨¢ no sea tan relamido, como a algunos parece, subrayar precavidamente que una de las tonalidades de la bandera nacional no es amarilla, sino gualda. ?Guerra civil, o ardiente guerra fr¨ªa? Como santo Tom¨¢s, no quiero que se me imponga nunca la ?l¨ªcita elecci¨®n entre dos males.
Mas volvamos a los encomios risue?os. La envidia, que puede quitar la vida, es tambi¨¦n capaz de mantenerla. Un lema franc¨¦s y nobiliario lo pone de bulto: "En vie malgr¨¦ l'envie", en vida a pesar de la envidia. En Contra esto y aquello (1912) pudo y supo Unamuno, antes de tener que desahogarse en una profec¨ªa tr¨¢gica, dar rodeos esclarecedores a la figura de marras: "... un vicio que carcome a los pueblos habladores e imaginativos. Me refiero a la envidia, a la terrible envidia, compa?era inseparable de la vanidad". Si esta ¨²ltima actitud es muy ostentosa, se difuminan, se emborronan los l¨ªmites entre lo p¨²blico y lo privado; m¨¢s a¨²n, abandonan los que as¨ª ostentan el ¨¢mbito privado e invaden el otro. La cr¨ªtica ser¨¢ leg¨ªtima, explicable la envidia. Carecer¨¢n ambas, en cambio, de legitimidades cualesquiera cuando no haya tal ostentaci¨®n, sino a lo sumo natural transparencia de lo que se tiene y lo que se es. ?Hay que disfrazar la verdad, suplicar que se perdonen virtudes? Se tratar¨ªa entonces de tener que organizar una defensa, justificablemente hip¨®crita, contra la vanidad de los de m¨¢s. La distinci¨®n entre lo p¨²blico y lo privado no conviene a la sociedad que se realice por traspasos. Todo parecer¨¢, en suerte socialmente tan peligrosa, alquilado y nada ser¨¢ propio. La dolencia resultar¨ªa de curaci¨®n dif¨ªcil: provisionalidad sostenida ante el disolvimiento. Es muy significativo que en nuestra lengua, y as¨ª lo reconoce el Diccionario de la Real Academia Espa?ola, exista el verbo concomerse, que denotaacci¨®n de rascarse con br¨ªo por comezones de muy diversa naturaleza, y que tambi¨¦n digamos, con frecuencia m¨¢s tupida, reconcomerse o reconcomio, actitud y sentimiento emparentados de cerca con la envidia. El prefijo habr¨ªa sido reclamado por la virulencia de nuestros en tresijos nacionales. Los cernidos fondos de ¨¦stos afloran en diversos pasajes de Abel S¨¢nchez, novela que Unamuno dio a las prensas en 1917. El Ca¨ªn de la narraci¨®n, que es Joaqu¨ªn Monegro (a m¨¢s de moral lo es, pues, fon¨¦ticamente), se sorprende un d¨ªa pidi¨¦ndole a Dios inocule en Abel envidia por ¨¦l, por el mism¨ªsimo Joaqu¨ªn: "?Ah, si me envidiase..., si me envidiase!". Y a esta idea, que como fulgor l¨ªvido cruz¨® por las tinieblas de su esp¨ªritu de amargura, sinti¨® un gozo que le hizo temblar hasta los tu¨¦tanos del alma, escalonados. ?Ser envidiado ... ! ?Ser envidiado ... ! El alma estriba en la ineficacia del resentimiento, ya que todo paradigrna se'consuma en s¨ª mismo. ?Es factible la imitaci¨®n? Es seguro el remedo, que en tanto mercanc¨ªa social no vale mucho. S¨ª que es valiosa la emulaci¨®n, y merece elogio una de sus fuentes que mana a borbotones, precisamente la envidia. Quien aviva un ¨¢nimo emulativo ante el ejemplo superior, tira hacia arriba de s¨ª mismo. Confesando la envidia, propalando sus movimientos, tal vez se alcance esa nobleza social, mejor cuanto m¨¢s extensiva, que es la emulaci¨®n. Por ser crecidos unos, pueden otros cobrar mayor estatura. No hay bien que por mal no venga. As¨ª lo entiende el confesor de Joaqu¨ªn Monegro: "Le odio, padre, le odio con toda n¨² alma..., le matar¨ªa". "Pero eso, hijo m¨ªo, no es odio; eso es m¨¢s bien envidia..., debe cambiarla en noble emulaci¨®n, en deseo de hacer, en su profesi¨®n y sirviendo a Dios, lo mejor que pueda". Alteridad, en consecuencia, y no alteraci¨®n; mejor ninguna hipocres¨ªa, ni siquiera la defensiva; de la calumnia, temor por los que la instruyen y silencio impaciente cuando toca padecerla; transparencia, sin estr¨¦pito; ostentaci¨®n, ninguna. De aquel Erasmo muy particularmente elogioso de la stultitia como enfermedad generalizada a este encon-¨²o de lo que no deseo nos ocurra, de lo que no debiera ser, un "algo pasa en la calle".
Jes¨²s Aguirre es duque de Alba.
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