Retrato de un hombre inexistente
?Por d¨®nde, cu¨¢ndo, c¨®mo nos sobrevino el pacificador? ?De qu¨¦ parte de nuestro laberinto hist¨®rico Neg¨® esta figura abnegada y humilde que sigilosamente asom¨® por el foro hacia 1975, o quiz¨¢ mucho antes, y se instal¨® en las umbr¨ªas del escenario, y que luego, siempre borrosa y como resignada, fue avanzando a hurtadillas y se mezcl¨® con los actores hasta desplazarlos a los extremos y pasar a ocupar ¨¦l el primer plano, el centro de la escena, de los aplausos, de la luz? Y entonces, ?exist¨ªa de antes? ?Estaba ya all¨ª, entre bambalinas, desde hac¨ªa muchos a?os, o acaso anduvo un largo camino para llegar a tiempo a la funci¨®n? Si estaba all¨ª, ?por qu¨¦ no advertimos su presencia? Si proced¨ªa de lejos, ?de d¨®nde ven¨ªa y por qu¨¦ sendas, y en qu¨¦ medio de locomoci¨®n y guiado por qu¨¦ lazarillo?No ten¨ªa reservado en principio ning¨²n papel en la obra, sino que por todo bagaje tra¨ªa un vocabulario b¨¢sico regido por un breve arte combinatorio donde hab¨ªa palabras como ¨¦stas: principio, conjetura, convivencia, idiosincrasia, fundamento, proporci¨®n, sensatez, relatividad, tolerancia, moderaci¨®n. ?S¨ª, eso es, moderaci¨®n! Porque esa figura (en el caso improbable de que exista, que quiz¨¢ sea s¨®lo el chivo expiatorio de mi secrete fanatismo) no es otra, en efecto, que la del moderador. No el moderador que aporta una nueva luz al debate y que, lejos de conciliar posturas al precio de anularlas, lo aviva y lo conduce, y que, por tanto, se incorpora a ¨¦l como un polemista m¨¢s. No es tampoco el mediador ocasional que, estudioso de un tema, agrega su saber a la disputa. Ni es el apaciguador de ri?as c¨¢llejeras ni de ofuscaciones sectarias. No: ¨¦ste del que hablo es s¨®lo el moderador, el que todo lo modera, el que es ideol¨®gica y moralmente ubicuo y est¨¢ en disposici¨®n de moderar una dictadura o una democracia, y que no precisa saber de nada porque para eso cuenta con su vocabulario b¨¢sico y con su propia imagen ejemplar. Es aquel bombero que, inflamado de celo profesional, apenas ventea algo de humo corre con la manguera a sofocar las llamas, anegando en diluvio a las presuntas v¨ªctimas. Para ¨¦l no hay di¨¢logos, sine. reyertas fratricidas. Ni hay desavenencias: en todo ve extremismos. Reduce la densidad moral a. una gresca de buenos y malos, de romanos y cartagineses. "No abramos viejas heridas", dice, "no volvamos a nuestras seculares pendencias. ?Mesura, mesura.'", se oye a todas horas su salmodia. Porque se supone que, siendo un hombre sin pasiones, est¨¢ en situaci¨®n de arbitrar los antagonismos de los exacerbados, y s¨®lo por eso, s¨®lo por la carencia, adquiere empaque, plenitud y dominio.
Todo lo simplifica y lo amplifica. Es amigo de todos y enemigo de nadie. Concede la raz¨®n a quien la quiera, como si la raz¨®n fuese suya y ¨¦l pudiese ofrecerla de balde. Y d¨¢ndosela a todos, a todos se la quita, y la abarata y la reblandece, y as¨ª obstruye cualquier intento de acercamiento a la verdad. Es generoso porque nada de lo que obsequia es suyo. Cultiva as¨ª un tipo de tolerancia ilimitada (quiz¨¢ para que en ella tambi¨¦n ¨¦l pueda ser tolerable), donde la virtud y la desverg¨¹enza queden a la par. Todo lo justifica y lo aminora. Se acomoda ventajosamente a cualquier duda, pero le parece un esc¨¢ndalo que un mismo objeto soporte el peso de dos ideas adversas.
Su arma favorita suele ser la comparaci¨®n, pero tal como la entend¨ªa aquel ciego del que habla Tolstoi, al que intentaban explicarle c¨®mo era la luz blanca. "Es como la leche", le dec¨ªan. "Entonces, ?se vierte?', preguntaba ¨¦l. "Es como la nieve". "Entonces, ?es fr¨ªa?". "Es como el papel". "Luego ?cruje?. El moderador, tan dispendioso en el uso mistificador de la imagen, si advierte que hay una parte com¨²n en la porf¨ªa, da por hecho que el resto coincide, y que la luz blanca cruje, se vierte y se derrite. Y de esa forma, confundiendo las partes y el todo, iguala lo singular y lo diverso, y todo lo concilia y lo convierte en aguachirle. Dir¨ªase que su funci¨®n no es otra que cegar las tesis y uniformar los argumentos, evitando as¨ª que los cismas encuentren un punto de afirnidad y salte la chispa del repentino hallazgo. Y si es ¨¦l quien impone una imagen simplista de la realidad, y por ello dogm¨¢tica, ?no podr¨ªa pensarse que es ¨¦l el extremista bajo el disfraz de la templanza?
No se le puede rebatir porque, como maneja razones intermed¨ªas, se micurrir¨ªa en excesos que ¨¦l estar¨ªa llamado de nuevo a moderar. Increparlo es in¨²til, porque lo confirmar¨ªamos en su apostolado. Tampoco se le puede ignorar, pues, una vez en posesi¨®n geom¨¦trica del centro, el discurso de los adversarios pasa forzosamente por la aduana del suyo. Apartarlo a la fuerza es tanto como concederle un triunfo fulgurante, el del sacrificio, ya que, enzarzados con ¨¦l, habr¨¢ conseguido que los oponentes hagan causa.. com¨²n, que es, en definitiva, lo que pretend¨ªa. No, no hay forma de librarse del pacificador: si ha hincado bien los dientes en la discordia, la presa es suya sin remedio.
Practica ese modo cansino que tienen algunos cristianos de ofrecerse al pr¨®jimo, de ponerse a su disposici¨®n, y que es m¨¢s una carga que un alivio. D¨¢ndose, nos baldan con el peso de la d¨¢diva. Se nos vienen encima y, sobre la carga que ya cada cual soporta, nos echan encima la de su abnegaci¨®n. Nada pueden hacer por nosotros (lo sabemos todos de antemano), pero aun as¨ª se obstinan en ayudarnos. Y no vale nada contra ellos, porque en ¨²ltimo extremo, si declinamos en¨¦rgicamente sus servicios, se adherir¨¢n a nosotros convertidos en v¨ªctimas y nos seguir¨¢n humildemente, agotando nuestras escasas fuerzas.
Ignoro de d¨®nde proviene esta figura incierta: si del buey o del zorro en las asambleas de animales, o de aquella aristocracia del esp¨ªritu de la que habla Nietzsche, seg¨²n la cual hay cierto tipo de verdades s¨®lo reservadas a los esp¨ªritus mediocres o ingleses: Darwin, Stuart Mill. Frente a ellos, frente al plebeyismo de las ideas modernas o inglesas del Siglo de las Luces, estar¨ªa el aristocratismo franc¨¦s del siglo XVII. Puede ser entonces que en Espa?a siga vigente una cierta hidalgu¨ªa del esp¨ªritu, ociosa y deportiva, y que el moderador pertenezca a ella y sea por eso por lo que no desciende a aportar ideas ni a mancharse con el barro de los conflictos, sino que se ofrece como pauta a los dem¨¢s.
S¨ª, ah¨ª est¨¢: ejemplar, ocioso, eximio, veterano. Pacientemente sabe elegir el momento de su intervenci¨®n, que es aquel en que los querefiantes, agotados por la controversia, desfallecen por un momento. Entonces aparece, en toda su imponente talla civilizada, el moderador, y acallando las voces, sobre el palimpsesto del silencio, s¨®lo se oye ya la suya: plomiza, est¨¦ril, triste, pero sensata e implacable.
Esperemos a que dos se enzarcen en cualquier discusi¨®n, no importa sobre qu¨¦. No tardar¨¢ en surgir la figura borrosa y consternada que furtivamente se ir¨¢ acercando al centro del di¨¢logo. Todo en ¨¦l es razonable y amistoso. Nadie lo ha reclamado, pero ah¨ª est¨¢, con su vocabulario b¨¢sico por todo bagaje. No entretiene, ni ense?a, ni sugiere, ni afirma, ni niega: s¨®lo modera, s¨®lo se brinda en calidad de manso para devolver los toros al corral.
?Existe esta figura o se trata, en suma, de uno de los tantos excesos de nuestra idiosincrasia, una invenci¨®n de los fan¨¢ticos? Pero, en el caso remoto de que existiera, ?de d¨®nde le vendr¨ªa ese v¨¦rtigo a las ideas y a las divergencias de la realidad? ?Y no ocurrir¨¢ que alguna vez ser¨¢n ellos, los moderadores, los que tengan que crear los conflictos para poder luego apaciguarlos, como aquel bombero legendario que provocaba incendios para tener algo que apagar? Pero quiz¨¢ tambi¨¦n esto sea improbable. Porque qui¨¦n sabe si no llegar¨¢ el d¨ªa en que, muertas las ideolog¨ªas, haya m¨¢s moderadores que polemistas, y si incluso no seguir¨¢n entonces moderando cuando ya no existan las disputas y s¨®lo queden ellos: m¨¢s razonables, inexistentes y ejemplares que nunca.
es escritor.
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