La cuadratura del c¨ªrculo
De Bruselas persisten dos recuerdos. Uno, que raramente hab¨ªa una comida formal en la que no faltaran dos o tres invitados. "El se?or Dufour ha llamado para decir que la Comisi¨®n de Titulaciones M¨¦dicas sigue reunida y que vendr¨¢ en cuanto pueda". No apareci¨®. Las comisiones tienen siempre prioridad. La cultura es algo menos pol¨ªtico que burocr¨¢tico. La sociedad es una emanaci¨®n de los archivos, no a la inversa.El otro recuerdo es del d¨ªa aquel en que encontr¨¦, a la salida de los ascensores del piso 13? del Berlaymont, donde est¨¢ la sede de la Comisi¨®n, a Walter Hallstein conversando con los huissiers. Sab¨ªa, muy bien que rara vez el importante presidente se dignaba mirar a sus funcionarlos inferiores. Pero lo que me sorprendi¨® m¨¢s fue encontrarlo esperando. "El presidente est¨¢ todav¨ªa ocupado, pero me ha prometido un cuarto de hora", dijo Hallstein casi disculp¨¢ndose. Ese d¨ªa decid¨ª que tras mi cese volver¨ªa a Bruselas lo menos posible, y de hacerlo, ¨²nicamente para horas perfectamente organizadas. Bruselas es el hoy. Para la historia no hay tiempo. En los ¨²ltimos 15 a?os, una ¨²nica vez invit¨® un presidente de la Comisi¨®n -Jacques Delors- a los comisarlos anteriores, y entonces no tuvo, como es natural, tiempo para ocuparse de ellos. O se es parte completa de aquello o se est¨¢ totalmente excluido de ello. De esa forma no puede generarse cultura.
Otras capitales pueden ser tambi¨¦n como Bruselas. Bonn, por ejemplo, muestra en eso var¨ªas similitudes. Londres era exactamente todo lo contrario. All¨ª era posible encontrarse inesperadamente -en la presentaci¨®n de un libro, la despedida de un secretario de Estado, o simplemente tras una conferencia interesante- en un grupo que inclu¨ªa a Macmillan, Heath y Wilson, es decir, a tres ex premiers. Thatcher ha cambiado eso. Jam¨¢s le gust¨® intimar con los diferentes. Para ella, la cuesti¨®n clave es: "?Es uno de los nuestros?". Y el que no sea one of us no ser¨¢ invitado al n¨²mero 10. Al contrario, sus ministros saben que sus posibilidades se reducen en la medida en que frecuenten el trato con aquellos que no son de los nuestros.
Pero la negociaci¨®n confirma aqu¨ª la subsistencia todav¨ªa de una cultura. En otros sitios no se andan con tantos remilgos. Hab¨ªa tenido no hac¨ªa mucho la oportunidad de hablar, invitado por Nilde Totti, la presidenta comunista del Parlamento italiano, ante los diputados. En la comida que se celebr¨® a continuaci¨®n participaron lideres democristianos, liberales y socialistas, que conversaban acaloradamente sobre Togliatti (el ¨²ltimo jefe del partido comunista y compa?ero ¨ªntimo de la presidenta), sobre la distribuci¨®n de sitios en el Parlamento, sobre la ley electoral. Los camareros del hotel de lujo trataban a la presidenta con atenci¨®n exquisita; eran todos, sin excepci¨®n, como se comprobar¨ªa m¨¢s tarde, comunistas.
Como constat¨¦ con horror, todo esto suena un poco a exhibici¨®n de experiencia con prominentes. Mas, en realidad, de lo que se trata aqu¨ª no es de nombres c¨¦lebres, y menos todav¨ªa de mi persona. Esas historias ilustran m¨¢s bien una simple tesis: la cultura pol¨ªtica existe all¨ª donde hay una clase pol¨ªtica. Falta la clase pol¨ªtica, faltar¨¢ entonces tambi¨¦n la cultura pol¨ªtica. Y donde hay carencia de ambas es in¨²til buscar continuidad; es m¨¢s, incluso di¨¢logo efectivo.
En Inglaterra, la palabra establishment se acun¨® para la elite m¨¢s selecta. Los miembros del establishment han ido a las mismas escuelas y a las mismas universidades, hablan el mismo lenguaje, son socios de los mismos clubes y tienen los mismos h¨¢bitos y costumbres. Hace ya mucho que todo esto ha perdido su validez ilimitada. Por ejemplo, tambi¨¦n en Inglaterra, el dialecto ha ocupado el lugar del Queen's English, y hay desde hace ya tiempo formas muy variadas de meterse en ese c¨ªrculo. Pero ¨¦se no es el asunto. La caracter¨ªstica m¨¢s importante del establishment es m¨¢s bien el hecho de que sus miembros tienen, a nivel social, m¨¢s de una cosa en com¨²n, pero que pueden seguir pol¨ªticamente caminos distintos. Attlee y Wilson eran titulados por Oxford, como Macmillan y Heath, pero representaban direcciones pol¨ªticas muy distintas. Tambi¨¦n Margaret Thatcher estudi¨® en Oxford, pero en este punto es m¨¢s bien la excepci¨®n que la regla.
El punto central es que las similitudes sociales no excluyen las diferencias pol¨ªticas. Se puede ir todav¨ªa mucho m¨¢s lejos. Precisamente porque los miembros del establishment tienen tanto en com¨²n socialmente, no tienen empacho alguno en seguir caminos pol¨ªticos distintos. Ya en Oxford, en los debates de la Oxford Union, han argumentado y votado de formas distintas. No les resulta entonces particularmente dif¨ªcil repetir eso en la C¨¢mara baja. Y nadie debe simplificar el problema diciendo que tales diferencias conciernen s¨®lo a lo perif¨¦rico. Socializaci¨®n y privatizaci¨®n, impuestos altos o bajos, posturas armamentistas y desarmamentistas han dividido profundamente al pa¨ªs. Los conflictos parecen m¨¢s bien encarnizados cuando los protagonistas no tienen que temer por su posici¨®n social, es decir, cuando son parte de una clase pol¨ªtica con numerosos rasgos comunes.
Aqu¨ª yace la gran debilidad de los verdes alemanes. Vienen de muy lejos, con ideas radicales totalmente nuevas. Al principio les divierte el papel de fantasma del ciudadano. Les parece gracioso que la gente se indigne por su presentaci¨®n, sus atav¨ªos, por la falta de prendedor en la corbata y sus camisas plisadas. Incluso creen que con eso cambian el mundo. M¨¢s adelante comprueban que eso es precisamente lo que no ocurre. Son ¨²nicamente un ornamento de la pol¨ªtica, eso, lunares verdes en un tejido invariablemente gris. Comienzan entonces a impresionar a los otros en su propio terreno. Tambi¨¦n ellos dominan las actas. Llegan en seguida los primeros comentarios elogiosos. "Hay que reconocerlo, ¨¦l / ella sabe de lo que habla". Y as¨ª van siendo asimilados, paso a paso, mucho m¨¢s decisivamente de lo que previera Robert Michels, el experto en oligarqu¨ªas pol¨ªticas. Como no hay establishment, los nuevos, los diferentes, tienen que demostrar sobre todo que tambi¨¦n ellos lo saben hacer. Eso es la afectaci¨®n burocr¨¢tica.
Los verdes son s¨®lo un s¨ªntoma. Cuando no existe una clase pol¨ªtica existen s¨®lo categor¨ªas: diputados, funcionarios del partido, lobbystas y cosas as¨ª. Esas categor¨ªas no sirven para cohesionar y no crean futuro, pues carecen de historia. Se forman por principio, por acontecimientos casuales. Despu¨¦s hacen indudablemente todo lo que pueden. Puede que esto sea bueno o ¨²til para el bien com¨²n. Pero no crea la confianza en la que, a fin de cuentas, se basa una sociedad.
Es evidente que estas observaciones vienen empujadas por un aire que en Alemania despierta, por diversos motivos, ciertos desasosiegos, a saber, el aire de la elite. Quiz¨¢ se me permita citar aqu¨ª un libro m¨ªo, en muchos aspectos ya no actual, Sociedad y democracia en Alemania, en el que ya hace m¨¢s de, un cuarto de siglo argumentaba que una elite -y con eso, una cultura pol¨ªtica- tiene m¨¢s posibilidades de dirimir conflictos que un amontonamiento de l¨ªderes amedrentados que quisieran esconderse cada vez que se les recuerda su posici¨®n.
?Qu¨¦ tiene que ver todo esto con Europa? Pues bien, nos dice que en puntos decisivos no existe una esencia com¨²n europea, y con eso, que no existe una cultura pol¨ªtica europea. Europa es, de momento, la diversidad de sus partes. ?stas son tan fundamentalmente distintas que es muy costoso forjar con ellas una unidad. El Parlamento europeo prueba esa tesis. Sus conflictos son inofensivos. Cierto que la extrema derecha puede convertirse en un l¨ªo que llegue incluso a las manos. Pero los enfrentamientos profundos no se dirimen en el Parlamento europeo. El sublime aburrimiento de la cooperaci¨®n entre democristianos y socialdem¨®cratas, institucionalizada por el Parlamento, refleja no s¨®lo la falta de una cultura pol¨ªtica, sino adem¨¢s la de una tem¨¢tica pol¨ªtica. Se est¨¢ tan preocupado con la propia posici¨®n, con el propio lugar bajo el sol, que se olvidan todos los dem¨¢s intereses. S¨®lo cuando el Parlamento comience a de batir el conflicto entre desarrollistas y partidarios de la redistribuci¨®n, por ejemplo, comen zar¨¢ a desarrollarse una cultura pol¨ªtica.
Pues una cosa debe de apuntarse en todo caso: la alternativa entre el establishment tradicional ingl¨¦s y el amedrentado dignatario alem¨¢n no agota en modo alguno todas las posibilidades. Hay muchas otras culturas pol¨ªticas. Europa tiene en esto una misi¨®n especial, sobre todo a la luz de la revoluci¨®n centro-europea de 1989, que ha abierto nuestro horizonte mucho m¨¢s all¨¢ del l¨ªmite de 1992. La tarea consiste en formar una clase pol¨ªtica que logre conjugar el sentido para las misiones comunes con las particularidades nacionales y a menudo regionales.
Esta es, presumiblemente, una tarea que le corresponde a la formaci¨®n, y en concreto a la formaci¨®n universitaria. Erasmus, es decir, el intercambio de estudiantes, forma parte de ese cap¨ªtulo. El Instituto Universitario Europeo de Florencia tiene aqu¨ª su tarea. Incluso podr¨ªa desempe?ar un papel destacado en ese proceso. Bajo la presidencia de Max Kohnstamm se convirti¨® en una de las piezas de la serie de antecesores que se remontan hasta Jean Monnet. Werner Maihojes le dio al instituto ese rango acad¨¦mico que lo hace atractivo para docentes y estudiantes. Quiz¨¢ Emile N?el pueda, con la rica experiencia que tiene como secretario general de la Comisi¨®n Europea, establecer una conexi¨®n entre la Universidad Europea y las Instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Pues una grande ¨¦cole no ser¨ªa el peor instrumento para formar la clase pol¨ªtica de Europa, inexistente hasta ahora. Pues una cosa sigue siendo digna de reflexi¨®n: sin clase pol¨ªtica no hay cultura pol¨ªtica, y sin cultura pol¨ªtica no hay instituciones seguras.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.