La mirada en las manos
Hab¨ªa otro mundo inaccesible a un paso de nosotros, en el interior del avi¨®n, al otro lado del pasillo, un gran abismo de oscuridad y una selva de voces como rumores de ¨¢rboles, hab¨ªa un pa¨ªs de misteriosas geograf¨ªas sin l¨ªmites habitado ¨²nicamente por dos personas, una mujer y un hombre, muy juntos en la estrechura de sus asientos, de perfil contra la ventanilla oval, indiferentes a ella, atentos s¨®lo a s¨ª mismos, toc¨¢ndose con delicadeza y ternura, como para estar seguros de que se pertenec¨ªan, roz¨¢ndolo todo con sus manos, el cintur¨®n de seguridad, la tapadera del peque?o cenicero met¨¢lico, la superficie de pl¨¢stico que la azafata hab¨ªa desplegado ante ellos para poner la bandeja del desayuno y los cubiertos. Muy cerca de m¨ª, al otro lado del pasillo, que de pronto fue m¨¢s bien una frontera y un foso, hab¨ªa un mundo tan desconocido como las llanuras glaciares de la Ant¨¢rtida, pero yo no habr¨ªa sabido descubrirlo si el amigo que viajaba a mi lado no me hubiera hecho una se?al indic¨¢ndome que mirara al hombre y :a la mujer, que mirara sus manos, grandes y romas las de ¨¦l, las de ella breves y carnosas,movi¨¦ndose sin un instante de sosiego, sin un solo gesto de vacilaci¨®n, vibrando, si se posaban en algo, como antenas de insectos, aleteando en el aire, reconociendo formas e indicios en la oscuridad de la ceguerra.
Record¨¦ que una hora antes los hab¨ªa visto en el vest¨ªbulo del aeropuerto. Caminaban entre la multitud cenagosa y tur¨ªstica tanteando el suelo con sus bastones blancos, que a veces chocaban con zapatos y piernas que para ellos ser¨ªan como ra¨ªces o llanas de una selva donde se hubieran perdido, y al verlos luego alejarse, de espaldas, tomados del brazo, fr¨¢giles y extra?os entre hombres que no eran de? todo sus semejantes, me pareci¨® que nadie podr¨ªa nunca entender ni compartir su sentimiento de destierro, el miedo a que un turbi¨®n de gente los separara y a no poder encontrarese de nuevo. Qu¨¦ har¨ªan entonces, c¨®mo iban a buscarse en aquel pantano de sombras y de voces met¨¢licas que los circundaba, con qu¨¦ desesperaci¨®n indagar¨ªan olores hostiles y rozar¨ªan las ropas de los desconocidos. Por eso, para no perderse el uno al otro, para defenderse de la embravecida oscuridad, caminaban apoy¨¢ndose entre s¨ª, como enfermos o heridos que se apuntalaran mutuamente, con las cabezas juntas, igual que enamorados codiciosos y j¨®venes. Con ese impudor algo culpable con que uno observa a los ciegos los vi pasar junto a m¨ª y uno de los dos bastones blancos que avanzaban ante ellos como atributos ortop¨¦dicos casi me toc¨®. Vi sus ojos sin pupilas y sus caras opacas y ligeramente levantadas, y luego sus espaldas juntas como caparazones se fueron confundiendo con las de los otros viajeros y pense que nunca m¨¢s me cruzar¨ªa con ellos y que al cabo de unas horas los habr¨ªa olvidado.
Pero estaban en el avi¨®n, tan cerca de m¨ª que escuchaba sus voces, aunque no entend¨ªa sus palabras, porque hablaban muy bajo, como s¨ª viajaran clandestinamente por un pa¨ªs enemigo y atribuyeran a cada cosa que dec¨ªan la cualidad del secreto. Reconoc¨ª enseguida sus caras, sus ropas invernales y oscuras, pero ahora lo que me importaba eran sus manos, las cuatro manos que se mov¨ªan entrecruz¨¢ndose como si no pertenecieran a ning¨²n cuerpo como peces o algas, como las manos amputadas que tocaban solas el piano en aquella pel¨ªcula de terror de los a?os cuarenta, corno cuatro criaturas conjuradas y sabias que caminan con sus extremidades numerosas y no tienen cabeza ni ojos pero ven con las yemas de los dedos y examinan filos y puntas con las u?as y se posan en el brazo de un sill¨®n con su vientre blando y sensitivo, animales de una especie inquietante que tiende a habitar en los sue?os y en las vegetaciones submarinas. En comparaci¨®n con las manos de aquel hombre y de aquella mujer las m¨ªas eran dos manos rudimentarias e inertes, dos manos miopes que casi no sab¨ªan moverse sin el auxilio de mis ojos y s¨®lo percib¨ªan vol¨²menes inexactos, manos in¨²tiles en, el regazo, aletargadas y ciegas por la costumbre de la domesticidad.
Las suyas palpitaban, desplegaban los dedos en el aire como abanicos simult¨¢neos y descend¨ªan suavemente para delimitar la forma de un objeto, el filo y la lontitud de un cuchillo, la textura y la resistencia de un pedazo de pan, la curvatura de una taza, y cuando tocaban las cosas era como si las moldearan en una arcilla hecha de sombra, tan tenue y d¨²ctil que bastaba el roce de la yema de un dedo para modificarla. Las dos caras permanec¨ªan inm¨®viles, los dos cuerpos yac¨ªan en los asientos como cinchados por los abrigos y los cinturones de seguridad, pero las manos se mov¨ªan con la agitaci¨®n sinuosa y perpetua de las aletas de los peces, y si de vez en cuando acced¨ªan a un segundo de reposo era para seguir latiendo con esa tensa expectaci¨®n con que un p¨¢jaro se abandona al ascenso de una corriente de aire c¨¢lido con las dos alas muy abiertas. Los dedos vibr¨¢tiles trazaban en el vac¨ªo y en la superficie de cada objeto un tapiz invisible de correspondencias, y cuando las manos del hombre se encontraban con las de la mujer parec¨ªa que se adivinaran antes de tocarse, se rehu¨ªan, jugaban, establec¨ªan una especie de danza nupcial, y bastaba que los dedos ¨ªndices se engancharan entre s¨ª fugazmente para que las dos manos enteras se estremeciesen con el deleite ¨ªntimo de una complicidad insondable.
Ya no eran diez dedos, sino diez pupilas siempre atentas a todo, pose¨ªdas por ese temblor que incluso durante el sue?o sigue vibrando en los p¨¢rpados, diez ojos mirando no a trav¨¦s de la luz, sino de las terminaciones nerviosas de la piel, pulsando los vol¨²menes y las oquedades, lo fr¨ªo y lo c¨¢lido, la rugosidad y la lisura, lo filoso y lo blando, exactamente igualque los dedos de un pianista o que los de un amante que ha cerrado los ojos para que s¨®lo sus manos y sus labios le permitan conocer el misterio del cuerpo que est¨¢ tendido junto a ¨¦l. Ya no eran un hombre y una mujer arrojados a un mundo tan inhabitable y extranjero como el que Ad¨¢n y Eva encontraron al abandonar el para¨ªso, sino los due?os de un pa¨ªs que s¨®lo a ellos les pertenec¨ªa y en el que cualquier otro hombre se encontrar¨ªa perdido: el reino de las voces, de los olores y sonidos y formas de la oscuridad, el de las manos adivinatorias que miran al tocar y tal vez averiguan cosas que nunca sabr¨¢n descubrir nuestros ojos abiertos, nuestra conciencia hipnotizada y enga?ada por las mentiras de la luz.
Babelia
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