Libros de nadie
Amontonados como prendas indignas, como zapatos hu¨¦rfanos de due?o y viudos de par que estuvieron de moda hace varios a?os y ahora parecen artefactos inexplicables, los libros que nadie ha querido leer vuelven en temporada de rebajas a las estanter¨ªas de los grandes almacenes, y uno, que no entr¨® all¨ª para comprar nada, sino para aliviarse fugazmente del calor en el mediod¨ªa de agosto, los ve de lejos y tiene la tentaci¨®n inmediata de eludirlos, como si le trajeran mala suerte, igual que esos desdichados que fracasaron en todos los empe?os de su vida y van dejando por dondequiera que pasan el virus contagioso del infortunio. Vuelven siempre a aparecer por estas fechas, apilados de cualquier manera bajo una invariable luz blanca que acent¨²a su car¨¢cter de mercanc¨ªas fracasadas, y ni siquiera les conceden el derecho a permanecer cerca de los otros libros, los que figuran en las listas de best sellers, sino que los confinan junto a los discos de orquestas de m¨²sica ligera y agrupaciones folcl¨®ricas que llevan a?os dando tumbos sin ninguna esperanza por los anaqueles de todas las rebajas, esos discos de fundas gastadas que nadie ha o¨ªdo nunca y que nadie se explica por qu¨¦ raz¨®n fueron grabados, qui¨¦n, en un rapto de optimismo pat¨¦tico, decidi¨® que alguien los comprar¨ªa alguna vez.En ese vecindario lamentable los libros pierden la dignidad tan r¨¢pidamente como un funcionario modelo que al calor de las malas compa?¨ªas se da a la bebida y a la holganza, y los pocos curiosos que se detienen a mirarlos los tratan sin atenci¨®n ni respeto, los revuelven como en el desorden de una chamariler¨ªa y luego les dan la espalda sin llevarse ninguno, aunque hay entre ellos obras maestras y ¨¦xitos relumbrantes de hace dos o tres anos, y algunos hasta fingen la encuadernaci¨®n en piel y las letras doradas de esos libros eternos que amueblan con tanta severidad y solvencia una pared de comedor. Pero parece que est¨¢n malditos, que repelen incluso a los m¨¢s afanosos y desinteresados buscadores, y aunque hay grandes etiquetas que anuncian su precio irrisorio, compar¨¢ndolo invitadoramente con el que ostentaron en tiempos mejores, nadie se anima a llevarse ni uno solo de ellos, y de pronto un d¨ªa desaparecen y no los vemos m¨¢s. Ser¨¢ entonces que los que han condenado al ¨²ltimo c¨ªrculo de la inexistencia y la verg¨¹enza, a ser picados y prensados hasta convertirse en pulpa sucia de papel, en material originario para otros libros futuros que tal vez surgir¨¢n un d¨ªa en los escaparates y lentamente ir¨¢n derivando, con la gradual indignidad de las familias en quiebra, hacia un destino de almacenes del extrarradio con tejados de uralita y de furgonetas de segunda mano donde los embalar¨¢n y los manejar¨¢n como si ya no fueran libros, sino sacos de patatas o de trapos viejos, papel gastado y olvidado.
Se parecen a esos carteles de propaganda pol¨ªtica que alguien se olvid¨® de quitar de las calles despu¨¦s de una campa?a electoral y en los que sonr¨ªe con animosa convicci¨®n un candidato derrotado. La frente alta, la mirada serena y firme que vislumbra el futuro, el adem¨¢n en¨¦rgico y atento de quien sabr¨¢ escuchar y decidir, los colores vibrantes de la fotograf¨ªa desvanecidos no por la intemperie, sino por el desconsuelo y tal vez el rid¨ªculo. Con frecuencia, en las portadas de esos libros amontonados en los anaqueles de rebajas se ve tambi¨¦n la cara de su autor, que por la manera americana y excesiva de sonre¨ªr se ve que confiaba en su ¨¦xito de ventas tan apasionadamente como el candidato vencido en la lealtad de sus electores. Sepultada ahora en el purgatorio de los saldos, la cara tiende a adquirir esa juventud falsa, desesperada y r¨ªgida de quienes tienen miedo a aceptar en sus facciones las huellas del tiempo y prefieren la momificaci¨®n prematura de la cosm¨¦tica y la cirug¨ªa a la franca proximidad de la madurez. Caras de celof¨¢n, libros envueltos en pl¨¢stico con una helada antipat¨ªa de manos rosadas bajo unos guantes de goma transparente y as¨¦ptica: tampoco esos libros saben durar ni envejecer, y han pasado de la rutilante novedad a la decrepitud y al olvido tan velozmente como una estrella fugaz cruza a medianoche el firmamento de verano.
Lo que m¨¢s asombra al mirarlos es la monstruosa proliferaci¨®n de un sol o ejemplar. Consideramos que los libros de nuestra biblioteca, los que a¨²n poseemos y los que nos basta con recordar, son hechos ¨²nicos, objetos singulares que encontramos un d¨ªa y cuya identidad se ha ido afilando con nuestra devoci¨®n. La poes¨ªa completa de Borges, La educaci¨®n sentimental, Absal¨®n, Absal¨®n, no son para m¨ª libros abstractos ni ejemplares id¨¦nticos a los otros miles de una tirada industrial: recuerdo el d¨ªa en que compr¨¦ cada uno de ellos, aunque no el n¨²mero de las veces que los he le¨ªdo, y sus p¨¢ginas, que mis manos han desgastado, y en las que hay anotaciones de lecturas antiguas, son episodios de mi propia vida. Si recorro con la mirada las estanter¨ªas los reconozco de lejos, como a un amigo por su forma de andar. Si alguna vez acaban en una librer¨ªa de lance, quien los adquiera notar¨¢ en ellos el latido de una intimidad ausente y es posible que sienta la misma simpat¨ªa hacia un desconocido que siento yo cu¨¢ndo abro un libro que he comprado en la cuesta de Moyano y veo en ¨¦l la firma o los d¨¦biles subrayados a l¨¢piz del hombre a quien perteneci¨®. Pero estos libros rebajados de los grandes almacenes carecen tan definitivamente de individualidad que no son m¨¢s que n¨²meros multiplicados en cantidades absurdas, repeticiones tan obstinadas y est¨¦riles como las de una palabra o una nota en un disco rayado.
Cuesta pensar que cada uno de esos t¨ªtulos ocup¨® durante meses o a?os la voluntad y la imaginaci¨®n de alguien y fue una parte medular de su vida. Cuesta pensarlo porque da un poco de miedo: ese mont¨®n de ejemplares de portadas id¨¦nticas cuyos envoltorios de celof¨¢n nadie se ha molestado en rasgar tuvo su origen en un manuscrito urdido lentamente por alguien, palabra a palabra, con entusiasmo, con dolor, con fatiga e insomnio, tal vez con paciente ambici¨®n o con apresurada vanidad. Da exactamente lo mismo: E?a de Queiroz y Cesare Pavese merecen en estos vertederos de libros igual trato que el autor de un manual de bricolaje dom¨¦stico o de un tratado sobre el ¨¦xito en los negocios que se ha convertido con los a?os en un modelo de fracaso. "El destino com¨²n es el olvido", dice el poeta menor en un epigrama de Borges: "Yo he llegado antes". Para curarse la vanidad, esa dolencia imprudente que no siempre sabe padecer en secreto, un escritor no intoxicado irremediablemente por ella debe visitar de vez en cuando las rebajas de libros que nadie quiere ni recuerda, venciendo el miedo a encontrar alguno de los suyos: dicen los expertos que el papel en que ahora se imprimen los libros es tan malo que en menos de cien a?os no quedar¨¢ de ellos ni un residuo de polvo. Si el olvido es el destino com¨²n, llegar cuanto antes a ¨¦l sin duda ser¨¢ un alivio, casi un amargo privilegio.
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