Una familia
La chica ten¨ªa los ojos m¨¢s verdes que el sem¨¢foro y vend¨ªa pa?uelos de papel con una destreza intermitente. Su blusa camisera, levemente escotada, se cerraba donde la superficie morena del t¨®rax suger¨ªa ya la depresi¨®n divisoria de los senos. Ca¨ªa sobre el asfalto el sol de agosto, implacable como un profeta, pero ella trabajaba sin desfallecimientos.Cuando lograba vender unos pa?uelos con un beneficio urgente del 500% sobre el precio del supermercado, su sonrisa era escueta, limp¨ªsima, gratificante. Y sus ojos incre¨ªblemente verdes dirig¨ªan una mirada de atenci¨®n responsable y de afecto encadenado hacia un banco de la acera en el que se hab¨ªan desplomado las ruinas de un hombre.
Los brazos de? hombre eran de alabastro en el que pod¨ªa seguirse el curso de unas venas pespunteadas, acribilladas como el acerico de la abuela, y sus ojos produc¨ªan una niebla densa, impenetrable, a trav¨¦s de la cual la chica del sem¨¢foro lograba introducir en una mente casi plana un mensaje exacto de ternura, seguridad y constancia.
Cuando la chica consegu¨ªa vender varios paquetes de pa?uelos, cruzaba la calzada para sentarse junto al hombre, sin hablarle, pero mir¨¢ndole con serena devoci¨®n a los ojos a trav¨¦s de la niebla. Y vuelta al trabajo.
La falda de la chica era cobriza como un mosaico etrusco y envolv¨ªa unas piernas admirablemente torneadas y como dispuestas siempre a iniciar el camino. Un camino ahora hacia el hombre en ruinas, a quien acompa?aba sobre el banco como si estuviera velando intermitentemente un cad¨¢ver anticipado.
Al cabo de un tiempo, la chica logr¨® poner en marcha el mecanismo inservible del hombre, y ambos, uncidos a un viento, doblaron la esquina. En el vac¨ªo del banco, enmarcada en la ausencia, qued¨® misteriosamente dibujada la imagen de una verdadera familia.
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