Un verano en la Luna
Muy poca gente sabe que una de las primeras consecuencias funestas de la llegada del hombre a la Luna tuvo lugar en mi pueblo, apenas un minuto despu¨¦s de que en los televisores en blanco y negro se viera descender por la escalerilla de la c¨¢psula, con lentitud on¨ªrica, a aquel astronauta vestido de buzo que pis¨® el polvo lunar como un ba?ista friolero y cobarde que hace pie con alivio en la parte menos profunda de una piscina. En ese instante, un conocido de mi familia, hombre tan dado al entusiasmo y a la ret¨®rica que hablaba con may¨²sculas, se levant¨® del sof¨¢ donde acababa de presenciar en directo aquella proeza y se asom¨® enfervorizado y solitario al balc¨®n de su casa, que daba a la plaza del General Ordu?a, m¨¢s vac¨ªa y m¨¢s grande que nunca a esa hora de la madrugada. En el balc¨®n, como un tribuno, asiendo la mano izquierda a la baranda y levantando la derecha en adem¨¢n de arenga, mi vecino declam¨® con su profunda voz de ¨®rgano, que retumb¨® en los soportales desiertos como debajo de una c¨²pula: "?Albricias! ?El hombre ha llegado a la Luna!". Pero quiso el azar que en esos momentos pasara bajo el balc¨®n un labrador que seguramente hab¨ªa madrugado para cavar pies de olivos con la fresca, porque llevaba una azada al hombro, y al o¨ªr aquella voz surgida de la oscuridad y el silencio se volvi¨® sobresaltado para verde d¨®nde proced¨ªa, y tropez¨® con un escal¨®n y cay¨® de cara contra los adoquines, mal diciendo, mientras volv¨ªa a levantarse y se limpiaba la sangre de la boca, a la Luna y a los astronautas y al desconocido cuyas voces hab¨ªan tenido la culpa de su infortunio.La gente del campo, sobre todo los mayores, desconfiaban profundamente de la verdad de aquel viaje, que a los adolescentes adictos a Julio Verne y a H. G. Wells nos hab¨ªa tenido en vilo desde principios del verano. En las provincias rurales del interior, no alcanzadas por los planes de desarrollo ni por el turismo, a¨²n no se hab¨ªa extendido entre las clases modestas la tonta convicci¨®n de que el verano fuera un tiempo especialmente propicio a la felicidad, a la vagancia y a los ba?os mar¨ªtimos. Hab¨ªa quien se ba?aba en calzoncillos en albercas infestadas de ovas, y los m¨¢s audaces emprend¨ªan el 18 de julio expediciones a los pantanos pr¨®ximos, volviendo por la noche con la espalda quemada y con las plantas de los pies heridas por los terrones y guijarros de la ribera. Se Murmuraba que uno pod¨ªa hacerse rico trabajando de camarero en Mallorca, y que en las playas se tend¨ªan al sol, casi desnudas, extranjeras desenfrenadas y rubias. M¨¢s de un futuro h¨¦roe retrospectivo de mayo del 68 concibi¨® entonces la ambici¨®n de aprender idiomas y labrarse una carrera de ma?tre libertino en los hoteles de la costa.
Los m¨¢s c¨¢ndidos quisimos aquel verano llegar a ser astronautas. Est¨¢bamos, literalmente, en la Luna, y desde que oscurec¨ªa busc¨¢bamos su solemne aparici¨®n en la noche azul marino de julio. Por primera y casi por ¨²nica vez en nuestras vidas, la realidad que nos transmit¨ªa instant¨¢neamente la televisi¨®n era m¨¢s excitante que las invenciones de los libros, y la m¨¢quina ar¨¢cnida que se hab¨ªa posado sobre el polvo fosforescente de la Luna nos parec¨ªa m¨¢s hermosa y novelesca que la insensata bala de ca?¨®n donde viajaron los astronautas de Verne y que la nave poli¨¦drica y las persianas con pintura antigravitatoria de Wells. Nos enojaba el incr¨¦dulo desd¨¦n de nuestros mayores, que no s¨®lo no encontraban motivos para creer que aquella noticia fuera menos embustera que cualquier otra de las que suministraban la televisi¨®n, la radio y los peri¨®dicos, sino que adem¨¢s tem¨ªan, en el caso de que el viaje fuera cierto, que ese traj¨ªn de naves espaciales averiara irreparablemente el orden de las estaciones y el equilibrio de los calores y las lluvias. Detestaban las expediciones lunares con igual ah¨ªnco que las carreras ciclistas: hombres como castillos, en la plenitud de su fuerza y de su edad, en vez de trabajar honradamente perd¨ªan el tiempo y extenuaban su vigor pedaleando a toda velocidad sobre bicicletas absurdas que no parec¨ªa que fueran a ninguna parte.
Pero el principal motivo de la incredulidad de los mayores sobre el viaje a la Luna era que que ten¨ªan una idea precopernicana del universo, no basada en los libros, con los que no ten¨ªan m¨¢s trato que una admiraci¨®n reverente y lejana, sino en la experiencia irrebatible de que el Sol y la Luna se mov¨ªan alrededor de la Tierra y de que no hab¨ªa razones para suponer que ¨¦sta no fuera plana. Los televisores, todav¨ªa infrecuentes no los hab¨ªan acostumbrado a los paisajes ex¨®ticos ni a las series de ciencia-ficci¨®n. La forma del mundo se ce?¨ªa para ellos al valle del Guadalquivir tan satisfactoriamente como al valle del Nilo para los campesinos egipcios del tiempo de los faraones. Nos contaban en la infancia que los confines del cielo estaban apoyados en colosales horcones, y que el viento proced¨ªa de grutas o simas situadas inaccesiblemente en las cordilleras m¨¢s lejanas del horizonte. Si hasta un idiota pod¨ªa ver que la Luna crec¨ªa y menguaba, y en ocasiones desaparec¨ªa del cielo nocturno, ?qui¨¦n en su juicio iba a creer que era posible caminar por ella como por la tierra firme y ¨¢spera que pis¨¢bamos nosotros?
Engre¨ªdo por mis lecturas, a las que un pariente m¨ªo atribu¨ªa no sin fundamento el riesgo de perder la raz¨®n y de acabar cazando moscas, abogado de la ciencia y de las luces del progreso en medio de aquel oscurantismo un¨¢nime, yo intentaba con perseverancia explicar lo que era tan evidente para m¨ª como para ellos imposible. Sobre la mesa del comedor, una sand¨ªa reluciente figuraba la Tierra, y una pera o un melocot¨®n el sat¨¦lite que iba haciendo muy despacio girar en torno a ella. La neve, un mechero, trazaba un limpio arco en el espacio hasta llegar con lentitud pedag¨®gica al astro inferior, en cuya piel duraba un olor fragante a agua helada del pozo. Miraba con satisfacci¨®n y desaf¨ªo las caras congregadas alrededor de la mesa, como Arqu¨ªmedes en su ba?era o sir Isaac Newton sosteniendo una vez m¨¢s la manzana, mientras se quitaba distra¨ªdamente de la peluca una brizna de hierba; de este modo hab¨ªan llegado los astronautas a la Luna. S¨®lo una voz se atrevi¨® a Interrumpir el silencio: "Y una vez que han llegado, ?c¨®mo han podido entrar?". Inmune al desaliento, a la ignorancia, al desd¨¦n, anot¨¦ en un diario la fecha de la culminaci¨®n de la aventura: 19 de julio de 1969. Los peri¨®dicos aseguraban que hab¨ªa sido un d¨ªa tan memorable como el del descubrimiento de Am¨¦rica. "?Qu¨¦ peque?o paso para un hombre!", declamaba mi vecino, que se hab¨ªa ap rendido de memoria la oportuna frase hist¨®rica pronunciada por el astronauta Amstrong justo unos segundos antes de pisar ingr¨¢vidamente el suelo de la Luna, "?pero qu¨¦ gran paso para la humanidad!".
Se han cumplido veinti¨²n a?os de aquel viaje y ya nadie se acuerda de la pasi¨®n por las exploraciones lunares, como si fuera cierta la prolija falsificaci¨®n que mis mayores sospechaban y todo hubiera quedado en un gran hangar con el suelo de arena y focos de televisi¨®n inservibles y forillos pintados para simular una lejan¨ªa de llanuras y cr¨¢teres. Tal vez por culpa de tanto trajinar en el cielo con sat¨¦lites y naves espaciales ahora llueve muchos menos que entonces, de manera que a los pantanos casi vac¨ªos ya nadie baja a ba?arse. En lugar de ahogarse en ellos, los veraneantes, que ya tienen coche y saben nadar, prefieren matarse en las hecatombes semanales del tr¨¢fico. En cuanto a las extranjeras inmorales y rubias, se rumorea que van desertando de las playas, y algunos suponen que nunca existieron de verdad. De vez en cuando los astronautas imaginarios de entonces miramos hacia la Luna en las noches de verano y nuestra indiferencia ya es casi semejante a la suya, como si mir¨¢ramos a una muchacha que nunca nos hizo caso y a la que hace mucho tiempo dejamos de querer. Pero nos gusta acordarnos de que en alg¨²n lugar de esos desiertos de polvo blanco y candente perduran al cabo de veinti¨²n a?os huellas indelebles de pisadas humanas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.