LUIS LANDERO Incertidumbres de un mariscal de caf¨¦
Cuenta Herodoto que los persas discut¨ªan los asuntos m¨¢s importantes en estado de sobriedad, y que luego volv¨ªan a debatirlos en estado de embriaguez. Si en ambos casos llegaban al mismo acuerdo, lo daban por bueno; si no, empezaban de nuevo. Pues bien, esas mismas alternativas de delirio y rigor son m¨¢s o menos las que ha venido sufriendo un amigo m¨ªo desde que se inici¨® la crisis del Golfo, sin que hasta el momento haya logrado un arreglo medianamente razonable.Al parecer, primero fue el reflejo condicionado, la indignada salivaci¨®n c¨ªvica ante el g¨¢nster que de la noche a la ma?ana invade, destruye, amenaza, anexiona y secuestra, y que otro d¨ªa aparece llamando a los pueblos a alistarse bajo las banderas de Al¨¢. Luego, casi enseguida, empez¨® a recelar tambi¨¦n de los pa¨ªses que, asumiendo gentilmente el papel de libertadores, se enrolaban bajo los estandartes del petr¨®leo. Cumpli¨® con todas las reflexiones a que obligaba el caso: el resurgir del Tercer Mundo, el fantasma del colonialismo, el tr¨¢fico de armas, la brutal desigualdad entre emires y ¨¢rabes, la necesidad de mantener el orden internacional, los horrores de una crisis que se cobrar¨ªa en los pa¨ªses pobres sus mejores v¨ªctimas ... ; en fin, explor¨® aquella encrucijada de intereses cuyo menor an¨¢lisis desvelaba enseguida contradicciones insolubles. Estudi¨® minuciosamente las palabras de los estadistas, sopes¨® las ventajas y riesgos de un ataque por aire o por tierra, evalu¨® las consecuencias del bloqueo, acompa?¨® en sus giras a Arafat y a Hussein de Jordania, sonde¨® el socav¨®n econ¨®mico que se avecinaba, aplic¨® la oreja a los concili¨¢bulos de los estados mayores, ley¨® casi todos los art¨ªculos, editoriales y cr¨®nicas de casi todos los peri¨®dicos, y finalmente se consider¨® un hombre informado capaz de emitir un juicio independiente, s¨®lido y sensato. Ya se sabe: quien quiera lucir de intelectual ha de llevar listas algunas opiniones, del mismo modo que se suele portar alg¨²n dinero de bolsillo para peque?os gastos.
Cuando lleg¨® el momento se uni¨® al clamor de protesta que sigui¨® al envio de tropas espa?olas al Golfo. ?Qu¨¦ se nos hab¨ªa perdido a nosotros all¨ª?, se preguntaba. Pero muy pronto, a la raz¨®n sucedi¨® la raz¨®n y al delirio sucedi¨® el delirio, y contrarrest¨® aquella certeza con la hip¨®tesis de que si gozamos todo el a?o de las ventajas del sistema sin preguntarnos mayormente hasta d¨®nde hunde las ra¨ªces el bienestar para nutrirse y crecer, ?a qu¨¦ airear en este trance una moral que s¨®lo surge como excepci¨®n? ?C¨®mo! ?Somos las mayordomos de los grandes se?ores, y ahora, de pronto, vamos a salir precipitadamente de la mansi¨®n para unirnos a los gritos plebeyos del otro lado de la verja? Y en ese caso, ?qu¨¦ papel haremos all¨ª con nuestra librea, nuestro empaque, nuestros buenos modales? No, no, reflexionaba mi amigo, el Gobierno ha actuado coherentemente. Servilmente, se ha dicho; puede ser, pero si todo el a?o somos siervos en muchas cosas, ?por qu¨¦ ahora no habr¨ªamos tambi¨¦n de serlo? ?O es que vamos a creer de verdad que el Gobierno ha obrado a espaldas de los intereses del pueblo? Lo que ocurre, pens¨®, es que nos sonroja contribuir a una empresa moralmente dudosa, y para conjurar la verg¨¹enza hemos elegido a nuestros gobernantes como chivo expiatorio. Con esto nos ha pasado como en el cuento de los dos p¨ªcaros que tejieron un pa?o m¨¢gico que cada cual fing¨ªa ver menos un negro, al que todos, por presumir de honra, se apresuraron a llamar hijo de mala madre. Pero, por otro lado, ?por qu¨¦ ¨¦l, un honrado particular, habr¨ªa de sentirse culpable o c¨®mplice del sistema en el que le hab¨ªa tocado vivir? ?Por qu¨¦ habr¨ªa de intentar comprender la realidad tal como es dictada y administrada desde arriba, donde al parecer hay razones que el sentido com¨²n no alcanza a penetrar?
Luego, seg¨²n me cuenta ahora, hubo un momento en que empez¨® a sentirse inc¨®modo con su propio saber. Ante todo le hab¨ªa resultado inquietante que los ¨²nicos que se hab¨ªan permitido re¨ªr durante la crisis hubiesen sido los due?os de la invasi¨®n y del bloqueo: Sadam Husein y George Bush. Podr¨ªa pensarse que de ese modo intentaban infundir ¨¢nimos a sus tropas, o sencillamente que los imperios tienen siempre un no s¨¦ qu¨¦ de risue?os y, en definitiva, de pueriles. Pero era el caso que los otros estadistas se hab¨ªan abstenido del regocijo, al menos tan abiertamente, y entonces pod¨ªa pensarse que la causa de esa seriedad, o de esa pesadumbre, no era otra que la de carecer de capacidad de decisi¨®n. Es m¨¢s: en el intento de simular poder y de demostrar que ellos tambi¨¦n deciden, algunos jefes de Gobierno han adoptado un aire demasiado solemne e importancioso para parecer veros¨ªmil. Y es que al poder, y a los dioses, se les reconoce a veces mejor por la risa que por la gravedad.
A partir de ah¨ª, mi amigo cay¨® poco a poco en la cuenta del lamentable papel que ¨¦l mismo estaba desempe?ando como espectador. A falta de un saber aut¨¦ntico (es decir, de un saber que suponga un poder, y que permita, por tanto, influir en la realidad, aunque s¨®lo sea para hacer temblar un ¨¢tomo de ella) se hab¨ªa limitado a utilizar la informaci¨®n para clasificar moralmente los hechos. Hab¨ªa colocado a los acontecimientos un r¨®tulo, hab¨ªa distribuido los papeles del bueno, del malo, del c¨®mplice, del tibio, del discreto y del voluntarioso. Y como ilustrando quiz¨¢ esa confusi¨®n atolondrada que existe entre gobernantes y sociedad, entre Estados y pueblos, entre hombre y masa, e incluso entre v¨ªctimas y verdugos, he aqu¨ª que ¨¦l hab¨ªa venido jugando a mariscal de caf¨¦, a diplom¨¢tico, a arbitrista, a zorro del desierto, a fil¨®sofo de la historia y, en fin, a remedar a los estrategas y a dispensar juicios que no le proporcionaban otro quebradero de cabeza que el de elegir las palabras y frases apropiadas. En su suficiencia moral se hab¨ªa convertido en empresario de una obra en la que ¨¦l no ten¨ªa ni siquiera una m¨ªsera localidad de gallinero; y en su af¨¢n de sabidur¨ªa hab¨ªa ido a buscar la verdad de los hechos al mundo de los Estados, de la alta pol¨ªtica, de las estrategias b¨¦licas y del orden internacional. Pero aqu¨¦lla, seg¨²n me dice ahora, era una realidad inaprehensible, en la que las razones de unos y otros se contrarrestaban con argumentos siempre airosos. Si exist¨ªa una verdad, por humilde que fuese, no deb¨ªa de andar por aquellas regiones; si aspiraba a hacerse alguna pregunta esencial a la que ¨¦l pudiera responder honestamente habr¨ªa que ir a buscarla por alg¨²n otro rumbo. Y entonces descubri¨® y admiti¨® la altivez e impotencia de su saber, y decidi¨® analizar los hechos desde la consciencia de su propia incapacidad. Tal era acaso la ¨²nica v¨ªa significativa de conocimiento que le conced¨ªa la historia. Tal vez su ¨²nico o verdadero saber no consistiera tanto en recoger e indagar las migajas de informaci¨®n que nos llegan de lo alto como en medir, sondear y explorar la hondura y extensi¨®n de este enorme dolor que nos infligen los Estados. En vano era adentrarse por el laberinto econ¨®mico y militar en cuyo centro acecha el monstruo de la crisis y quiz¨¢ de la guerra. En cambio, con sentido com¨²n, probablemente s¨ª pudiera hacerse algunas preguntas sencillas que estuvieran a la altura del lugar que ¨¦l mismo ocupaba en el mundo: preguntarse, por ejemplo, c¨®mo se van a calentar los iraqu¨ªes cuando llegue el invierno, o cu¨¢les van a ser las desventuras de un marinero de La Rioja o un infante del Bronx: en fin, de todos esos miserables a los que nadie deber¨ªa interrogar sobre su nacionalidad ni bajo qu¨¦ bandera sufren. Su ¨²nica y desdichada sapiencia era ante todo ¨¦sa: no descifrar las razones y sutilezas de los due?os de la historia -que las tendr¨¢n, y poderosas-, sino saber qui¨¦nes ser¨¢n una vez m¨¢s las v¨ªctimas y, llegado el momento, contarlas con el dedo. Ya que no pod¨ªa alterar ni un ¨¢tomo de la realidad, al menos iba a ser due?o de su propia indefensi¨®n, y a no convertir el conocimiento en el cotilleo de aquellos dos conejos que discut¨ªan sobre si sus perseguidores ser¨ªan galgos o podencos.
Hay una escena en Luces de bohemia en la que una madre, con su hijo muerto en brazos, grita de dolor: ¨²nico grito tr¨¢gico en toda esa obra llena de sombras chinescas, t¨ªteres, chulos y fantoches. Los curiosos opinan sobre el suceso: "La autoridad tambi¨¦n se hace el cargo", "Son desgracias inevitables para el restablecimiento del orden", "La madre no cumpli¨® los toques de ordenanza", "El principio de autoridad es inexorable". Max Estrella exclama: "?Jam¨¢s o¨ª voz con esa c¨®lera tr¨¢gica!", a lo que el c¨ªnico de Don Latino responde: "Hay mucho de teatro". Max suplica: "S¨¢came de este c¨ªrculo infernal".
Es cierto que a veces no sabemos ver con suficiente intensidad el dolor ajeno y que la tragedia de las gentes se desvanece tras el prestigio de la historia y de las razones de los Estados. Max pod¨ªa tambi¨¦n haber dicho con Juan de Mairena: "?Necesitamos pla?ideras contra las guerras que se avecinan, madres desmelenadas con sus ni?os en brazos, gritando: 'No m¨¢s guerras'? Acaso tampoco servir¨ªan de mucho, porque no faltar¨ªa una voz imperativa, que no ser¨ªa la de S¨®crates, para mandar callar a esas mujeres: 'Silencio, porque van a hablar los ca?ones".
Me dice finalmente mi amigo (que se llama Carlos: no es ninguna ficci¨®n) que espera que nadie reclame con demasiado vigor la certeza de que ese sufrimiento abra la puerta de una esperanza de futuro.
es escritor.
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