El zigurat
Hace dos a?os, y con ocasi¨®n de un viaje a Irak, pude ver realizado por fin uno de mis m¨¢s antiguos sue?os: subir a un zigurat. En efecto, desde que en la escuela vi por vez primera la ilustraci¨®n en el libro de Historia Sagrada del m¨¢s famoso de los zigurat, el legendario y b¨ªblico Babel, muchas veces me he visto subiendo en sue?os la enigm¨¢tica torre espiral. Algo que, seg¨²n los psiquiatras, se repite con mucha frecuencia en los sue?os de todos los hombres desde que el hombre aprendi¨® a so?ar.El zigurat m¨¢s famoso (excepci¨®n hecha, claro est¨¢, del de Babel) es el que a¨²n se conserva en Samarra, la vieja ciudad real de los abasidas construida a orillas del Tigris por el califa Al Mutasim en el a?o 836 de la era cristiana, 100 kil¨®metros al norte de Bagdad. Samarra, cuya importancia fue tanta que incluso lleg¨® a arrebatarle a aqu¨¦lla durante m¨¢s de 50 a?os la capitalidad del pa¨ªs, conserva de aquel periodo algunos de los edificios m¨¢s hermosos y notables de cuantos pueden verse hoy en Irak: el santuario de Askari, tumba de los dos imames, resplandeciente siempre como un espejismo con su c¨²pula dorada de 68 metros de circunferencia y sus dos minaretes del mismo metal; el palacio de Al Mashouq (o de la amada), construido en ladrillo sobre una colina por el califa Al Mutadhid para su enamorada; la residencia de los califas, que lleg¨® a tener un frente de 700 metros de largo sobre el Tigris, del que hoy s¨®lo se conservan tres arcadas; el palacio Balkwara; la mezquita Abu Duluf, o, en fin, para no eternizarnos, la gran mezquita del califa Al Mutawakkil, considerada en su d¨ªa, por su estructura y tama?o -240 por 160 metros, con muros de 10 metros de altura y m¨¢s de dos y medio de espesor-, la mayor de las mezquitas del islam. A su lado, como un minarete, se alza solitaria contra el cielo azul cobalto del desierto la silueta bell¨ªsima del z¨ªgurat.
El d¨ªa que sub¨ª a ¨¦l, despu¨¦s de recorrer en un viejo autob¨²s destartalado los 100 kil¨®metros que separan Samarra de Bagdad, era viernes, d¨ªa santo y festivo para los musulmanes, y, en torno a la Gran Mezquita, convertida ya por el paso del tiempo en un mont¨®n de piedras y ruinas venerables, decenas de ni?os desocupados esperaban la llegada de los turistas para acompa?arnos en nuestra subida a lo alto del zigurat. Contra lo que cabr¨ªa esperar, no esperaban ninguna limosna, ni aspiraban a intentar vendernos nada, como ocurre en cualquier calle de Bagdad. Simplemente quer¨ªan demostrarnos su habilidad y su falta de v¨¦rtigo para subir corriendo, asomados al vac¨ªo, los 52 metros verticales que tiene el zigurat. As¨ª, por la espiral que trepa dando vueltas a la torre y estrech¨¢ndose hasta acabar convertida en un m¨ªn¨ªmo pasillo colgado sobre el abismo de la ciudad, fui subiendo y cumpliendo mis sue?os entre la algarab¨ªa de unos ni?os que, a juzgar por sus gestos, parec¨ªan re¨ªrse del miedo de los turistas a asomarnos al vac¨ªo que poco a poco iba creciendo a nuestros pies. No era extra?o. A 50 metros de altura, sin estar acostumbrados y sin barandilla a la que agarrarse ni cuerda de sujecion, por aquella estrecha espiral el v¨¦rtigo era dif¨ªcil de evitar. Sobre todo, con ellos corriendo y jugando a empujarse constantemente a nuestro alrededor. En lo alto, cuando llegamos arriba, varios de ellos ya esperaban apretados en el c¨ªrculo de apenas cuatro metros de di¨¢metro que corona el zigurat. No necesitar¨¦ explicar que apenas permanec¨ª en ¨¦l unos segundos, ni que desand¨¦ el camino sin atreverme pr¨¢cticamente a mirar: como en los sue?os de mi adolescencia, el v¨¦rtigo era tan fuerte que apenas se pod¨ªa soportar.
Pero lo peor fue bajar. M¨ªentras sub¨ªamos, la espiral nos llevaba dando vueltas y m¨¢s vueltas a la torre, y, arrimados a ella, era f¨¢cil evitar mirar al precipicio que crec¨ªa poco a poco a nuestros pies. Pero, al bajar, el abismo, desde el fondo del cual figuras diminutas nos miraban con complacencia y curiosidad, se abr¨ªa como un pozo polvoriento en el que flotaban como en la niebla las c¨²pulas doradas de Samarra y, a¨²n m¨¢s all¨¢, los meandros del Tigris y los campos de cultivo de su orilla y el horizonte sin fin. No en vano el zigurat, del que a¨²n se conservan varias muestras de los muchos que hubo antiguamente a lo largo y ancho de Irak, surgi¨® como minarete junto a los templos para, a trav¨¦s de ¨¦l, elevar los ojos hacia el cielo y hacia Dios, pero, tambi¨¦n, y al mismo tiempo, como torre de vigilancia en una tierra des¨¦rtica y completamente llana y agitada desde su origen por mil guerras, desde las campa?as sumerias y asir¨ªas hasta el ¨²ltimo conflicto contra Ir¨¢n.
Dos a?os ya despu¨¦s de aquella fecha y a miles de k¨ªl¨®metros de Irak, la imagen del zigurat sigue fija en mi memoria y vuelve de cuando en cuando a mis sue?os con una mezcla de v¨¦rtigo y de atracci¨®n. La espiral y la torre, por separado o fundidas, han llenado de simbolismos la imaginaci¨®n del hombre (del ajedrez a los sue?os y de la filosof¨ªa al tarot) y, en mi caso, forman parte de mi propia mitolog¨ªa particular. Ninguna imagen como la del zigurat para simbolizar la historia del hombre y la de su eterna lucha por superarse a s¨ª mismo y a los dem¨¢s. Ninguna como ella para ejemplificar la historia de los pueblos y la de sus relaciones entre s¨ª. Toda vida, individual o colectiva, es en el fondo un zigurat; una espiral que crece poco a poco hacia lo alto, aurrientando al mismo tiempo el v¨¦rtigo del abismo que vamos dejando atr¨¢s.
Por eso, ahora que las circunstancias internacionales han vuelto a poner en primer plano a Irak, yo regreso a esa figura e imagino el mundo entero conver tido en un enorme zigurat. Un zigurat alzado sobre la ambici¨®n de un loco y sobre la sed de petr¨®leo del mundo occidental por el que todos vamos subiendo, como yo aquella ma?ana entre los ni?os de Samarra, sorprendidos de la osad¨ªa de un pueblo que, por estar ya acostumbrado desde siempre a vivir en la espiral de la violencia y de la guerra, no tiene miedo a asomarse al vac¨ªo que se abre amenazante en tomo a ¨¦l. Algo que seguramente olvidaron los Gobiernos occidentales cuando enviaron sus tropas a subir al zigurat y que han ido aprendiendo poco a poco a medida que el tiempo ha pasado y la indiferencia y el des¨¢nimo han cundido entre los que, desde abajo, contemplarnos cada vez m¨¢s aburridos lo que ocurre en esa nueva torre de Babel. Pero lo dificil no es haber subido hasta lo alto de la torre sin caer. Lo diricil, como dec¨ªa hace poco Rafael S¨¢nchez Ferlosio en estas mismas p¨¢ginas irnaginando una hipot¨¦tica retirada de las tropas iraqu¨ªes de Kuwait (en un art¨ªculo curiosamente titulado Babel contra Babel), es, como en el zigurat de Samarra, poder volver a bajar.
Julio Llamazares es escritor.
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