Elogio de la 'dama de hierro'
En los ¨²ltimos dos a?os visit¨¦ a varios jefes de Gobierno porque cre¨ªa (ingenuamente) que estas visitas favorecer¨ªan el empe?o en el que andaba. Todos eran gobernantes respetables que hab¨ªan servido m¨¢s o menos bien a su pa¨ªs. Pero s¨®lo a uno de ellos profesaba esa admiraci¨®n sin reservas, esa reverencia poco menos que filial que no he sentido por ning¨²n otro pol¨ªtico vivo, y s¨ª, en cambio, por muchos intelectuales y artistas (como Popper, Faulkner o Borges): la se?ora Thatcher.Unos a?os atr¨¢s la hab¨ªa visto, en una cena en casa de Hugh Thomas, aprobar con soberbia desenvoltura el examen al que la sometieron una decena de invitados implacables del historiador, entre los que se encontraban algunas luminarias acad¨¦micas y literarias como Isaiah Berlin, Stephan Spender y el poeta Philip Larkin.
Esta vez la entrevista fue a solas, en Downing Street, y dur¨® apenas media hora. Aprovech¨¦ para decirle lo que hoy creo con m¨¢s fuerza que entonces. Que lo ocurrido en el Reino Unido en estos ¨²ltimos 11 a?os es probablemente la revoluci¨®n m¨¢s fecunda que haya tenido lugar en la Europa de este siglo y la de efectos m¨¢s contagiosos en el resto del mundo. Una revoluci¨®n sin balas y sin muertos, sin discursos flam¨ªgeros ni oper¨¢ticos m¨ªtines, hecha con votos y con leyes, en el m¨¢s estricto respeto de las instituciones democr¨¢ticas, e incapaz, por lo tanto, de despertar el entusiasmo y ni siquiera la comprensi¨®n de la intelligentzia, esa clase que fabrica las mitolog¨ªas y dispensa las aureolas revolucionarias.
Pero una revoluci¨®n m¨¢s humana y progresista que la que entierra hoy, sin honores, el se?or Gorbachov, con su terrible corso de asesinados, sus campos de concentraci¨®n, sus censores, sus colonias y esos planificadores que dejan una econom¨ªa que, para empezar a funcionar, debe ser ahora rehecha desde los cimientos. Margaret Thatcher entrega a su sucesor un pa¨ªs en el que el esfuerzo por transferir a la sociedad civil las funciones y responsabilidades que le hab¨ªa arrebatado el Estado ha sido extraordinario.
La importancia primera de la privatizaci¨®n de esos monopolios estatales deficitarios que el mercado ha vuelto, est¨¢ volviendo o casi seguramente volver¨¢ eficientes (los del gas, el acero, el petr¨®leo, los tel¨¦fonos, los aeropuertos, la British Airways, la electricidad, el agua, etc¨¦tera) no es econ¨®mica, aunque ella haya servido en buena parte para sacar al Reino Unido del marasmo econ¨®mico y la decadencia industrial que en 1978 parec¨ªan irremisibles. Es social. Porque gracias a esas privatizaciones hay hoy d¨ªa 11 millones de nuevos accionistas, la mayor¨ªa de los cuales son empleados, trabajadores o simples consumidores de esas empresas desnacionalizadas, gentes de modestos ingresos que por primera vez tienen acceso a la propiedad. Y como lo son ese mill¨®n de familias propietarias de viviendas que hizo posible la democratizaci¨®n del cr¨¦dito y la disposici¨®n que oblig¨® a los ayuntamientos a vender las residencias municipales a los inquilinos que quisieran adquirirlas. Expresiones como capitalismo popular y un pa¨ªs de propietarios hab¨ªan comenzado a ser una realidad en el Reino Unido.
Como aqu¨¦llas, todas las reformas emprendidas por el Gobierno de la se?ora Thatcher, a costa a veces de ¨¦picos enfrentamientos -la huelga minera de 1984 y 1985, por ejemplo- estuvieron siempre orientadas a estimular el crecimiento de la riqueza, la difusi¨®n de la propiedad y la libertad del ciudadano para elegir entre distintas opciones. Gracias a ellas, los empresarios brit¨¢nicos est¨¢n aprendiendo de nuevo a competir, a buscar el favor de los consumidores a trav¨¦s de la eficiencia en vez de las prebendas estatales del viejo sistema mercantilista, y hay hoy medio mill¨®n de nuevas empresas -de existencia real, es decir, sustentada en el mercado y no en el artificio del subsidio- y m¨¢s de dos millones de puestos de trabajo de los que hab¨ªa en 1978. Y gracias a ellas el sindicalismo es ahora m¨¢s libre y m¨¢s aut¨¦ntico, por el serio rev¨¦s que signific¨® para las oligarqu¨ªas sindicales la legislaci¨®n que acab¨® con las pr¨¢cticas antidemocr¨¢ticas del closed shop y dio a los afiliados la posibilidad de fiscalizar a sus dirigentes y votar directamente sobre las grandes decisiones (como las huelgas). ?sta y no otra es la raz¨®n por la que en las Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior dos ¨²ltimas elecciones generales los tories obtuvieron un tercio del voto obrero.
Pero el gran aporte de la se?ora Thatcher a su pa¨ªs y al mundo no puede medirse con estad¨ªsticas. Est¨¢ en el impalpable territorio de las ideas, de los valores, de los ejemplos, de las im¨¢genes, de los supuestos, en aquello que Popper considera la piedra miliar de la que dependen la solidez o la precariedad de las instituciones democr¨¢ticas: el marco moral. Es en este dominio que la modesta hija de un tendero y una costurera, gracias a su coraje, a su convicci¨®n libertaria y, a su talento pol¨ªtico, deja un mundo mejor del que encontr¨®.
Hace 12 a?os estaban todav¨ªa muy arraigadas las creencias de que la justicia social exig¨ªa un Estado grande, que una econom¨ªa intervenida pod¨ªa ser pr¨®spera, que el paternalismo y las d¨¢divas eran buenos remedios contra la pobreza y que la soberan¨ªa deb¨ªa ser defendida tambi¨¦n en lo econ¨®mico con pol¨ªticas nacionalistas. Lo cierto es que hoy queda muy poco en pie en Europa de esa filosof¨ªa populista. Y aun en el resto del mundo cada vez parece m¨¢s una verdad de Perogrullo decir que la libertad pol¨ªtica y la fibertad econ¨®mica son una sola y que sin esta ¨²ltima es muy dif¨ªcil, cuando no imposible, la creaci¨®n sostenida de la riqueza. Y, tambi¨¦n, que cuanto m¨¢s libre sea el funcionamiento del mercado y m¨¢s vasta su acci¨®n estar¨¢ mejor defendido el inter¨¦s general, armonizados m¨¢s sensiblemente los intereses individuales y sectoriales con los del conjunto de la colectividad.
?Hubiera sido posible, sin el ejemplo de lo ocurrido en el Reino Unido de 1978 a 1990, esta formidable renovaci¨®n de la cultura pol¨ªtica de nuestro tiempo? Yo lo dudo. Como estoy seguro, tambi¨¦n, de que la revitalizaci¨®n que la se?ora Thatcher dio a las tesis centrales del liberalismo cl¨¢sico fue un facior decisivo para los cambios en el Este. Cierto, el despleine del comunismo sovi¨¦tico y de los reg¨ªmenes sat¨¦lites de Europa central se debi¨®, sobre todo, a su propia ineptitud para crear riqueza, asegurar la justicia social o garantizar dosis m¨ªnir-as de libertad. Pero sin aqueI notable rejuvenecimiento que trajo al Occidente, en la d¨¦cada de los ochenta, el fin de las ilusiones populistas y socialistas, el retorno al mercado y la promoci¨®n de la iniciativa individiual y el esp¨ªritu de empresa -esa filosof¨ªa gracias a la cual salieron las naciones democr¨¢ticas de Europa del atraso y la barbarie en que viven a¨²n los pa¨ªses que no han aprendido la lecci¨®n- el fen¨®meno Gorbachov hubiera podido tardar mucho en aparecer. Porque una dictadura puede, mediante la opresi¨®n, disimular las penurias y el descontento de un pueblo. En el casi incre¨ªble proceso que ha cambiado la historia contempor¨¢nea, el liderazgo pol¨ªtico lo tuvo, por razones obvias, Estados Unidos. Pero el liderazgo moral y cultural no fue el de Ronald Reagan, sino el de Margaret Thatcher, del mismo modo que la gran figura de la II Guerra Mundial no fue Roosevelt, sino Churchill. Porque ning¨²n otro de los l¨ªderes occidentales vio tan l¨²cidamente lo que estaba en juego ni asumi¨® con tanta claridad y resoluci¨®n -temeridad, a veces- las reformas para acelerar y asegurar la irreversibilidad de los cambios.
Por eso no s¨®lo los ingleses, escoceses y galeses deben gratitud a la dama de hierro. Todos los que a lo largo y ancho del mundo se han beneficiado en estos a?os con la ca¨ªda de los reg¨ªmenes totalitarios y autoritarios (los argentinos, por ejemplo, a quienes la se?ora Thatcher libr¨® sin duda de medio siglo de gorilismo militar, que es lo que hubieran tenido si la dictadura de Galtieri se queda con las Malvinas) o con la liberalizaci¨®n de las econom¨ªas y la internacionalizaci¨®n de los mercados o con el renacimiento de la filosof¨ªa de la libertad, tenemos una deuda de reconocimiento con esta primera ministra que, luego de haber hecho por su pa¨ªs lo que pocos estadistas en su rica historia, acaba de caer, a consecuencias, no de una derrota electoral, no de un gran fracaso de pol¨ªtica local o diplom¨¢tica, sino de una gris¨¢cea conspiraci¨®n de resentidos y desleales de su propio partido.
"Para hacer en su pa¨ªs lo que usted se propone", me dijo, en aquella conversaci¨®n de media hora, "debe usted rodearse de un grupo de personas totalmente identificadas con esas ideas. Porque, cuando hay que resistir las presiones que trae consigo el enfrentarse a los intereses creados, las primeras defecciones ocurren siempre en las propias filas". Lo sucedido en estos d¨ªas ha actualizado en mi memoria, con resonancias ¨¢cidas, ese consejo que, como es sabido, no tuve ocasi¨®n de aplicar.
Lo peor, sin duda, no es la s¨®rdida intriga que caus¨® su renuncia. Lo peor es que prevalezca la falsedad de que ha ca¨ªdo por el poll-tax (el impuesto local) o por su actitud frente a Europa. El famoso impuesto, que tanta oposici¨®n ha provocado tiene una finalidad inobjetable: disciplinar a los municipios irrespon sables, obligarlos a gastar s¨¦ lo lo que los propios vecinos est¨¢n dispuestos a costear y, por lo tanto, inducir a los ciudadanos a participar activamente en la vida comunal, vigilando de cerca los programas municipales. ?No es ¨¦sta una medida que perfecciona la democracia? Como las otras reformas thatcherianas, ¨¦sta terminar¨¢ tambi¨¦n por imponerse por su justicia intr¨ªnseca.
Respecto a Europa, en cambio, me temo que, con su ca¨ªda, su postura sea derrotada. Sus cr¨ªticas a Bruselas han tomado el semblante del nacionalismo, de un empe?o antihist¨®rico por defender el particularismo ingl¨¦s. ?sta es otra inexactitud, entre las muchas que se le atribuyen, aunque algunos de quienes la han apoyado en esto lo hayan hecho por razones provincianas y sentimentales. Pero quien ha le¨ªdo con cuidado su discurso de Brujas y sus otros pronunciamientos, no puede equivocarse. El temor de la se?ora Thatcher no es a Europa. Es a una burocracia no elegida a la que los poderes supranacionales pueden dar la facultad de liquidar desde Bruselas todas las reformas sociales y econ¨®micas que el Reino Unido experiment¨® en estos 11 a?os y medio. (No hay que olvidar que toda burocracia es ontol¨®gicamente socialista).
?Qu¨¦ ocurrir¨¢ despu¨¦s de su partida? La historia no est¨¢ escrita y puede ocurrir cualquier cosa. La democracia m¨¢s antigua del mundo no se va a resquebrajar con su ausencia, desde luego. Esperemos que tampoco se empobrezca ni vuelva a declinar como en los cincuenta, los sesenta y los setenta. Hay una esperanza, ya que, como mea culpa, los parlamentarios tories que la acuchillaron por la espalda han elegido para reemplazarla a un joven que creci¨® a su sombra y que promete continuar la batalla. Un joven, John Major, hijo de un trapecista y una cantante de circo, que parece encarnar esa meritocracia con la que Margaret Thatcher hab¨ªa empezado a revolucionar el Partido Conservador al mismo tiempo que transformaba la sociedad inglesa (y no hay duda que la aristocracia del partido se lo ha hecho pagar).
En cuanto a ella, quiero poner en letras de imprenta la frase que acompa?¨® a las flores que le envi¨¦ apenas supe la noticia: "Se?ora, no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecerle lo que usted ha hecho por la causa de la libertad".
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