?A aprender al asilo!
Hasta no hace mucho, para ilustrar la majader¨ªa sol¨ªan difundirse en las escuelas dos insignes perogrulladas literarias: la admiraci¨®n de aquel portugu¨¦s ante el prodigio, diab¨®lico sin duda, de que "todos los ni?os de Francia supieran hablar franc¨¦s" y la del personaje de Moli¨¨re que un d¨ªa descubre, at¨®nito, que toda su vida ha estado hablando en prosa sin saberlo. A m¨ª nunca me han parecido tan atolondrados o superfluos esos dos motivos de estupor, y el hecho de que, muchos a?os despu¨¦s, volvamos a encontrarlos en algunos fundamentos del estructuralismo ling¨¹¨ªstico invita a pensar que si son memorables no es tanto por el mero valor de la comicidad como porque enmascaran unas cuantas verdades obvias e inquietantes.Desde muy pronto, en efecto, adquirimos la lengua materna con una perfecci¨®n pasmosa, manejamos felizmente la morfolog¨ªa y la sintaxis, distinguimos sin error las sutiles diferencias entre los verbos ser y estar; sin embargo, no hemos estudiado gram¨¢tica para ello. Lo sabemos porque lo sabemos, un poco al modo de aquellos santos varones que recib¨ªan por arte ang¨¦lico el don de las lenguas o el dominio magistral de la apolog¨¦tica. Pero sucede, claro est¨¢, que a la sabidur¨ªa que se obtiene espont¨¢neamente, y que adem¨¢s no es privativa de uno , sino de toda una comunidad, no se le da importancia, y ni siquiera somos conscientes de ella. Y algo semejante pasa con los libros que hemos le¨ªdo sin leerlos. Los libros flotan en el aire, en el lenguaje, en el ambiente, en la memoria colectiva, y forman parte de nuestro car¨¢cter e ideolog¨ªa m¨¢s de lo que creemos. Es como el ox¨ªgeno: podremos ignorar lo que es, e incluso que existe, pero lo respiramos. Supongo que por eso dec¨ªa Faustino Cord¨®n que debe de haber muchos conductores de autobuses aristot¨¦licos, del mismo modo que entre la gente ?letrada que cuenta sus experiencias, uno puede jugar a descubrir las influencias literarias de Quevedo, Conrad o Stendhal. En fin, que si tuvi¨¦semos la lucidez ser¨¢fica de aquel buen portugu¨¦s, nos sorprender¨ªamos de las muchas cosas inadvertidas que sabemos, y en eso consist¨ªa el m¨¦todo did¨¢ctico de S¨®crates: en despertar en el interlocutor la consciencia del saber difuso.
Pues bien, algo similar ocurre con la narraci¨®n. Todos somos narradores y todos somos m¨¢s o menos sabios en este arte. ?Y c¨®mo no habr¨ªamos de serlo si casi todo el tiempo que dedicamos a comunicamos con el pr¨®jimo se nos va en contar lo que nos ha sucedido o lo que hemos so?ado, imaginado o escuchado? Espont¨¢neamente, instintivamente, el hombre es un narrador.
Todos somos Simbad, ese pac¨ªfico mercader que un d¨ªa se embarca, sufre un naufragio y corre aventuras magn¨ªficas. Luego, pasados los a?os, regresa para siempre a Bagdad, retoma su vida ociosa y se dedica a referir sus andanzas a un selecto auditorio de amigos. "Vivir para contarlo", se dice, y no otra cosa hace esa mujer que vuelve del mercado y le cuenta a la vecina. lo que le acaba de ocurrir en la fruter¨ªa. Ignoro por qu¨¦, pero nos complace narrar, recrear con palabras nuestras diarias peripecias. Recrear: es decir, que nunca contamos fielmente los hechos, sino que siempre inventamos o modificamos algo; o si se quiere: a la experiencia real le a?adimos la imaginaria, y quiz¨¢ sea eso lo que nos produce placer: el placer de agregar un cuerno al caballo y de que nos salga un unicornio. De ese modo vivimos dos veces el mismo episodio: cuando lo vivimos y cuando, al contarlo, nos adue?amos de ¨¦l y nos convertimos fugazmente en demiurgos. Somos narradores por instinto de libertad, porque nos repugna la servidumbre de la propia condici¨®n humana en un mundo donde no suele haber sitio para nuestros deseos y nuestros afanes de verdad, de salvaci¨®n y de plenitud.
No es que la vida sea un sueno: lo que ocurre, a mi entender, con ese viejo motivo literario, es que vivimos y luego narramos, o recordamos (que es otra forma de narraci¨®n), lo que hemos vivido. Y ese tr¨¢nsito imaginario (por el cual Simbad o Hamlet act¨²an y despu¨¦s se sientan a contemplar el espect¨¢culo de sus propias vidas, Vel¨¢zquez pinta su propia mirada o don Quijote lee sus propias aventuras en un libro titulado precisamente Don Quijote) es lo que mejor define el arte, del que todos venimos a ser maestros, sin siquiera saberlo.
Y sin embargo, como ya observa Walter Benjam¨ªn hacia 1930, esa, vieja y espont¨¢nea capacidad narrativa del hombre, que proviene del intercambio de experiencias y que nos parec¨ªa inextinguible, comienza a ser excepcional. "Cada vez es m¨¢s raro encontrar a alguien que sepa contar bien algo". dice. Y a?ade: "La causa de ese fen¨®meno es evidente: la experiencia est¨¢ en trance de desaparecer". Quiz¨¢ habr¨ªa que buscar por ese rumbo alguna de las causas de la decadencia del lenguaje, de la que tanto se habla hoy. No hay deterioro expresivo que no se origine en el empobrecimiento de la vida. Ahora, dos hechos, entre otros, han venido a remachar nuestro suicidio narrativo. Por un lado, el fen¨®meno social de que muchos de los viejos, que son los pocos que todav¨ªa saben historias y gustan de contarlas, est¨¦n en los asilos, abandonados al silencio, y por otro, la reforma escolar, donde la literatura, y en general las humanidades, de nuevo van a salir menoscabadas. Con ello, es de temer que nuestros j¨®venes, que .apenas han tenido aprendizaje narrativo oral, acaben por no saber contar sus sue?os y experiencias, y se les atrofie la memoria y queden cautivos de la inanidad del presente.
"?Ay del que no tenga recuerdos", dec¨ªa Dostoievski, y como un eco repite Octavio Paz: "?Ay del que no sepa gram¨¢tica!". Nosotros, los perplejos profesores de letras, o los padres de esos j¨®venes, debemos darnos prisa, porque un escuadr¨®n de pedagogos, armados de moderna ignorancia, ebrios de ese delirio por el que alguien ha decidido que ahora el recreo habr¨¢ de llamarse segmento de ocio, acecha en la espesura de la tecnocracia. A nuestros hijos y alumnos, a los que no hay forma ya de reconciliar con el lenguaje, deber¨ªamos aconsejarles que, al menos dos d¨ªas por semana, huyan de las escuelas e institutos y vayan directamente a aprender al asilo, a ver si all¨ª recuperan algo de esa vieja sabidur¨ªa intuitiva que nos est¨¢n arrebatando para siempre, o que quiz¨¢ nosotros mismos hemos vendido ya, y no por un plato de lentejas, sino por una m¨ªsera hamburguesa.
Luis Landero es escritor.
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