Los inocentes
El d¨ªa de los Inocentes, el general Jorge Rafael Videla supo con satisfacci¨®n que podr¨ªa celebrar la tradicional cena de A?o Nuevo en compa?¨ªa de los suyos, y el novelista Salman Rushdie lament¨® melanc¨®licamente que las autoridades iran¨ªes no le ofrezcan clemencia no se f¨ªen de su regreso al seno del islam. No puede decirse que al general Videla le hayan sentado mal sus breves a?os de prisi¨®n: sonr¨ªe a los fot¨®grafos a la puerta de su casa, y se le nota m¨¢s envejecido, con los hombros ligeramente cargados y el pelo casi blanco, pero mantiene su gallard¨ªa de militar de paisano y viste con dandismo porte?o una chaqueta cruzada y un pantal¨®n claro y veraniego. Rushdie tiene el aire de un condenado a cadena perpetua la cara sucia de barba y p¨¢lida de insomnio. En un mundo en el que el general o ex general Videla es inocente, Salman Rushdie ha de ser sin remedio culpable. ?No se parece a esos muertos sin sepultura cuyas fotograf¨ªas muestran en la plaza de Mayo, en la devastada Buenos Aires, incansables mujeres que se cubren la cabeza con pa?uelos blancos anudados bajo la barbilla y caminan en c¨ªrculos con una expresi¨®n inmemorial de luto?No hay m¨¢s que unas cuantas met¨¢foras y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitolog¨ªas arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta ,actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrar¨¢ perd¨®n ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese g¨¢nster herido que huye en autom¨®vil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiar¨¢ la polic¨ªa o hacia una granja abandonada donde morir¨¢ creyendo que ha vuelto a su infancia. El perseguido es tambi¨¦n, estos d¨ªas, Salman Rushd¨ªe, ap¨®stata de s¨ª mismo e insuficiente converso al oscurantismo imperturbable de quienes no desisten de matarlo en el nombre de Dios. El criminal celebrado e invicto, el bondadoso legislador de holocaustos que acaricia cabezas de ni?os y asiste a misa con recogimiento ejemplar es cualquiera de los tiranos que vienen asolando la tierra desde hace milenios; pero es sobre todo el general Videla, que, a diferencia de Rushdie, no parece estragado por la contrici¨®n o la incer ¨ªdumbre. Lo que conmemora el hero¨ªsmo escarnecido pero no doblegado de esas mujeres que segu¨ªan dando vueltas por la plaza de Mayo mientras el general celebraba su indulto es la Matanza de los Inocentes: pasean en alto sus carteles con fotograf¨ªas ya anacr¨®nicas y nombres de asesinados y desaparecidos con igual desesperaci¨®n y dignidad con que una mujer lleva el cad¨¢ver de su hijo muerto por los guardias en una escena de Luces de Bohemia, y esas caras levantadas y esas bocas torcidas por el dolor las hemos visto en algunas estatuas cl¨¢sicas y en el apocalipsis de Guernica pintado por Picasso; tambi¨¦n en una fotograf¨ªa de Robert Capa en una calle bombardeada de Madrid en noviembre de 1936.
Del mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos o conmemoramos sin saberlo fragmentos de sus v¨ªdeos, y quiz¨¢ por eso nos sobresalta con frecuencia la sensaci¨®n de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez. Lo dijo D¨¹rrenmatt unos d¨ªas antes de morir: la conciencia de un solo hombre es una ola fugaz en el oc¨¦ano de la conciencia humana. El d¨ªa de los Inocentes la polic¨ªa encontr¨® a un muchacho que estaba dormido en el interior de un coche abandonado en el arc¨¦n de una carretera, en un lugar a 30 kil¨®metros de M¨¢laga. Su aspecto de ¨¢rabe y sus ropas desastradas lo hac¨ªan parecer sospechoso de algo; pero era tan extremadamente joven que tambi¨¦n parec¨ªa digno de piedad. Calzaba unas botas con las suelas deshechas y sus pies estaban lacerados de ampollas. Cuando despert¨®, la sorpresa y el miedo de los uniformes agrandar¨ªan sus ojos infantiles. No sab¨ªa d¨®nde estaba ni pudo explicar qui¨¦n era porque no hablaba espa?ol. Temblaba de fr¨ªo en su cobijo de chatarra y casi deliraba en medio de una extra?eza agravada por la mala noche y el hambre. En una habitaci¨®n caldeada le dieron de comer y luego buscaron a alguien que pudiera hablar con ¨¦l en ¨¢rabe. Con naturalidad, con recelo, cont¨® al int¨¦rprete los episodios de una biograf¨ªa y de un desaforado viaje que es una huida y una iniciaci¨®n y que tal vez ya no continuar¨¢, porque esa clase de aventuras s¨®lo logran su culminaci¨®n en los cuentos.
En una columna marginal del peri¨®dico, tan apartada de las p¨¢ginas llamativas donde ven¨ªan las fotos de Videla y de Rushdle como un pasaje deshabitado y silencioso de las calles del centro, yo le¨ª por azar el nombre de este muchacho y conoc¨ª su historia. Tiene 14 a?os y acaba de fugarse de un internado de Argel. Su nombre ahora es Mohamed, pero ¨¦l no sabe que tambi¨¦n se llama Tel¨¦maco, Holden Caufield, Pinocho, Oliver Twist, Thomas de Quincey, y que hay huellas de su vida en las mejores novelas y en los cuentos m¨¢s antiguos, as¨ª como en los m¨¢s furiosos folletines. Como un h¨¦roe adolescente, hab¨ªa escapado de su cautiverio con el prop¨®sito de cruzar mares y pa¨ªses extra?os para buscar a sus padres, que, seg¨²n hab¨ªa o¨ªdo, eran artistas y viv¨ªan en Par¨ªs. Pero no sabe pr¨¢cticamente nada m¨¢s sobre ellos y ni siquiera se acuerda de sus caras, porque no los ha visto desde hace muchos a?os. Confusamente vislumbra im¨¢genes de una vida anterior en la que al abrir cada ma?ana los ojos no ve¨ªa los altos techos sombr¨ªos y las literas alineadas del dormitorio comunal, sino una de esas habitaciones de la primera infancia cuyos balcones ilumina una est¨¢tica claridad solar que es la luz de ese tiempo en que el mundo era tan joven como nuestros padres. Limpia de memoria, la mirada infantil no percibe las conexiones sucesivas: presencias y ause ncias, lugares y sensaciones, irrumpen con brusquedad y se extinguen sin gradaci¨®n y sin motivo, y no hay nada que no sea simult¨¢neamente fugitivo y eterno. Ese muchacho, Mohamed, estaba con sus padres y s¨²bitamente, como si despertara de un sueno, se ve¨ªa rodeado por desconocidos que lo maltrataban. En alg¨²n registro se llevar¨¢ la cuenta de los a?os que ha pasado en el orfelinato: para ¨¦l ser¨¢n tan largos como la eternidad, una extensi¨®n tan sin l¨ªmites como los de esa geograf¨ªa en la que decidi¨® aventurarse hace una semana y en cuyos mapas imaginarios ¨¦l situaba la latitud de una sola ciudad, rodeada como una isla de mares y de espacios en blanco, reducida a las dos s¨ªlabas de su nombre, Par¨ªs.
Con la resoluci¨®n temeraria de los 14 a?os, como si inventara una de las historias de rebeld¨ªa y de huida que uno alimenta a esa edad, calcul¨® la fuga, esper¨® la noche, salt¨® tapias erizadas de cristales rotos y se perdi¨® por calles donde tal vez no hab¨ªa estado nunca. Deambul¨® por el puerto y sin que nadie lo viera logr¨® esconderse en la bodega de un mercante. Afortunado, sagaz, tan invisible como Ulises bajo la nube de Atenea, abandon¨® el barco en el puerto de M¨¢laga y ech¨® a andar hacia el norte por una carretera que m¨¢s tarde o m¨¢s temprano terminar¨ªa en Par¨ªs no porque lo hubiera aprendido en un mapa, sino tal vez porque supon¨ªa que todos los puertos, los mares, los buques y las carreteras llevaban a ese ¨²nico destino posible. Camin¨® todo el d¨ªa, hambriento, infatigable, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja, indiferente al paisaje y a los sobresaltos del tr¨¢fico. Segu¨ªa caminando cuando ya era de noche y cuando los duros grumos de asfalto le her¨ªan los pies, y s¨®lo se concedi¨® una tregua cuando vio en la oscuridad aquel coche abandonado. Dormido, so?ar¨ªa que a¨²n caminaba con los ojos cerrados y que ve¨ªa a lo lejos las luces de Par¨ªs. Al despertar ya hab¨ªa terminado su viaje: en vano he seguido buscando estos d¨ªas su rastro por las p¨¢ginas menos frecuentadas del peri¨®dico, lejos de los previsibles episodios siniestros de la Inocencia del general Videla y de la culpa de Salman Rushdle. Probablemente nunca sabr¨¦ nada m¨¢s de ¨¦l, pero no me cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y mon¨®tono de los inocentes.
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