Acomodos con el cielo
La conversi¨®n de Salman Rushdie a la religi¨®n musulmana y su voluntad de no permitir una edici¨®n r¨²stica ni nuevas traducciones de Los versos sat¨¢nicos no han aplacado a sus perseguidores. El imam Al¨ª Jamenei respondi¨®, desde Radio Teher¨¢n, que el decreto conden¨¢ndolo a muerte es irrevocable, "aunque se arrepienta y se convierta en el m¨¢s p¨ªo de los hombres". El diario iran¨ª Jomhuri Eslami editorializ¨® se?alando que, ahora que es fiel, Salman "debe aceptar de buena gana la ejecuci¨®n de la sentencia divina", y en el Reino Unido, lqbal Sacranie, del Comit¨¦ de Asuntos Isl¨¢micos, coordinador de la campa?a contra el novelista, ha desestimado su conversi¨®n como oportunista e insincera.Cediendo a sus dictados y aceptando sus reglas de juego no se aplaca a los fan¨¢ticos. Por el contrario, se les alienta a mostrarse cada vez m¨¢s audaces en sus exigencias, ya que han comprobado que la violencia, puesta al servicio de la intolerancia, paga. Salman Rushdie explica ahora que los insultos a Mahoma que profiere su personaje Gibreel no son tales, sino los sue?os de un pobre hombre al que la p¨¦rdida de la fe musulmana enloqueci¨®, pensando sin duda que esta interpretaci¨®n edificante desarmar¨¢ a los ayatol¨¢s que lanzaron tras ¨¦l a la jaur¨ªa. Me temo que no, y, aun si as¨ª fuera, aconsejo al amigo Salman que se cuide, pues siempre habr¨¢ un creyente suelto, lleno de ardoroso celo, convencido de que clav¨¢ndole el pu?al har¨¢ justicia y ganar¨¢ el cielo.
El fan¨¢tico no entiende razones, porque el fanatismo no es un asunto de raz¨®n, sino de sinraz¨®n. Nada encarna y expresa tan bien como el fanatismo aquella b¨ºtise que fascinaba a Flaubert (que, a prop¨®sito, trat¨® de salvar a Madame Bovary de una condena judicial asegurando que hab¨ªa escrito la novela para mostrar "los peligros de que una joven reciba una educaci¨®n por encima de la de su clase social", argumento que no se trag¨® el juez y que tampoco me trago yo), y en la que ¨¦l, pesimista acendrado, no ve¨ªa la excepci¨®n, sino la regla del comportamiento humano.
En los pa¨ªses occidentales se ha progresado bastante desde que la Iglesia cat¨®lica mandaba a los herejes a la hoguera y prohib¨ªa que se publicaran novelas en las colonias espanolas de Am¨¦rica -ya que la ficci¨®n pod¨ªa distraer a los indios de Dios-, y desde que los protestantes cerraban los teatros, pues el g¨¦nero dram¨¢tico les parec¨ªa id¨®latra. Ahora, los integristas cat¨®licos o protestantes son figuras exc¨¦ntricas dentro de sus propias iglesias, a las que su extremismo incomoda, y sin muchas posibilidades de hacer da?o al pr¨®jimo. Porque en Occidente, la vida ha ido seculariz¨¢ndose, y hay consenso entre creyentes y no creyentes en separar lo espiritual y lo temporal, es decir, en que los dominios de la Iglesia y del Estado sean distintos, aunque haya entre ellos influencias rec¨ªprocas. Sin este dualismo no hubiera sido posible la democracia, uno de cuyos principios sustantivos es la tolerancia -el pluralismo- en todos los campos, incluido el religioso.
Cost¨® mucha sangre, muchas guerras, adem¨¢s de incontables libros, pol¨¦micas, discursos -y una considerable proporci¨®n de abusos e injusticias tambi¨¦n- que el cristianismo evolucionara hasta aceptar este dualismo, que, aunque establecido en los evangelios -"dar al c¨¦sar lo que es del c¨¦sar y a Dios lo que es de Dios"-, nunca hab¨ªa llevado a la pr¨¢ctica. Empez¨® a ocurrir en el siglo XVIII, y, desde entonces, esta nueva realidad ha ido consolid¨¢ndose hasta parecer irreversible, con notorios beneficios para el progreso cient¨ªfico y material y para el desarrollo de una cultura democr¨¢tica. Y tambi¨¦n con algunos perjuicios, ya que emanciparse de la servidumbre religiosa hace a los hombres m¨¢s libres, pero no m¨¢s felices.
La religi¨®n musulmana no ha podido hacer a¨²n ese distingo entre Iglesia y Estado, y por eso sus integristas son tan peligrosos. Ellos, cuando toman el poder, como ha ocurrido en Ir¨¢n, ponen al servicio de la shar¨ªa, o ley del islam, toda la fuerza coercitiva del Estado. El resultado es la teocracia, una pesadilla oscurantista donde se corta la mano al ladr¨®n, se lapida al ad¨²ltero o, como en Arabla Saud¨ª hace algunos a?os, se decapita a una princesa por casarse con un plebeyo. Y donde se puede provocar una conmoci¨®n mundial como la de Los versos sat¨¢nicos.
Estupidez es una dura palabra, pero es la que cabe en este caso. Muy probablemente ninguno de los imames que condenaron a muerte a Salman Rushdie ha le¨ªdo su libro, y menos a¨²n esos fieles que, a ciegas, est¨¢n dispuestos a ejecutar la b¨¢rbara sentencia. Porque se trata de una novela casi ilegible, un mamotreto prol¨ªjo y tedioso en el que hay que hurgar asfixiantemente para llegar a las blasfemias del esc¨¢ndalo. Que un libro as¨ª haya ofendido y encolerizado a millones de personas y, las haya movilizado en una suerte de cacer¨ªa humana ser¨ªa para desesperar del mundo musulm¨¢n, y, casi, casi, del g¨¦nero humano en general si el fanatismo no nos hubiera acostumbrado a esperar de ¨¦l eso y peores cosas. Ya s¨¦ que no todo el mundo musulm¨¢n est¨¢ a la caza de Rushdie. Que los moderados existen tambi¨¦n en ese mundo, y la prueba est¨¢ en ese doctor Hesham el Essawy, de la Sociedad Isl¨¢mica para la Promoci¨®n de la Tolerancia Religiosa; el gran jeque Gad el Haq Ali Gad el Haq, l¨ªder espiritual de los musulmanes sun¨ªes; el doctor Muhammed Mahgoub, ministro egipcio de Asuntos Isl¨¢micos, y las otras personalldades religiosas que se han apresurado a aceptar la conversi¨®n de Salman Rushdie y a perdonarlo. Acaso ellos, los moderados, sean la inmensa mayor¨ªa
Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior
entre los creyentes. Pero no se les ha sentido hasta ahora en este penoso proceso. Se dejaron representar por los extremistas vociferantes. No les salieron al paso a mostrar que el islam puede ser tambi¨¦n una religi¨®n de nuestro tiempo, humana y tolerante, consciente de que ciertas pr¨¢cticas, actitudes, dogmas y valores tradicionales son simplemente incompatibles con algunos principlos elementales de lo que la humanidad ha llegado a entender por civilizaci¨®n, como los derechos humanos, y capaz, por tanto, de evolucionar y adaptarse. Es verdad que en algunas sociedades isl¨¢micas este proceso hacia el dualismo ya ha comenzado, pero es lent¨ªsimo y con retrocesos, y por eso es all¨ª la democracia tan ex¨®tica, una flor que cuando brota amenaza con marchitarse a cada instante.
Pero en la triste historia de Los versos sat¨¢nicos hay algo aleccionador para Occidente. Ella mostr¨® de pronto que las palabras escritas pod¨ªan repercutir de manera dram¨¢tica en la existencia, convertirse en asunto de vida o muerte. Que aquellas palabras que salen de su pluma -de su ordenador, ahora- trastornen a una comunidad y lleven a ponerle precio a la cabeza de un hombre es como un sue?o de ficci¨®n cient¨ªfica para el escritor occidental, a quien esa tolerancia de que disfruta para todo lo que escriba vuelve a veces un irresponsable a la hora de sentarse a escribir. ?Por qu¨¦ se tomar¨ªa muy en serio cuando lucubra sus fantas¨ªas si nadie se va a mortificar ni a sentir mayormente afectado por lo que mande a la imprenta? Una de las inesperadas consecuencias que ha tenido para la literatura su m¨¢s formidable conquista, la libertad, es haberla vuelto frecuentemente inocua, y al escritor, a menudo, un fr¨ªvolo.
Recuerdo haber pensado en esto, con cierta angustia, cuando visitaba los pa¨ªses socialistas en los a?os sesenta y setenta. All¨ª, con esos rigurosos sistemas de censura que pasaban por la criba ideol¨®gica cada palabra publicada, se confer¨ªa a la literatura una importancia extraordinaria, se le reconoc¨ªa una peligrosidad y un poder para operar sobre la vida que all¨¢ en los pa¨ªses libres, donde se pod¨ªa escribir sin temor a ser censurado ni perseguido, nadie so?aba con atribuirle, ni siquiera los propios escritores.
Las palabras importan e influyen en la vida, a veces de manera inesperada, como ha comprobado, y de qu¨¦ tr¨¢gica manera, Salman Rushdie. Por eso, quienes escribimos, sea en los pa¨ªses donde es arriesgado o donde se hace impunemente, tenemos la obligaci¨®n de emplearlas de una manera responsable. Escribiendo aquello que de veras creemos y defendiendo lo que hemos escrito como si tuviera la trascendencia que le conceden los fan¨¢ticos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.