Ya no queda 'pata negra'
Tr¨¢fico regular en Torrej¨®n, mientras en Barajas se despega entre falsas amenazas de bomba
Torrej¨®n de Ardoz, acostumbrado a la presencia norteamericana, se divide entre la tranquilidad y el deseo de que la guerra del Golfo no repercuta en Espa?a. Muchachos del pueblo que cumplen el servicio militar en la base como voluntarios para poder dormir en casa se quejan de que la protecci¨®n de los norteamericanos recaiga sobre ellos. Entretanto, en el aeropuerto de Barajas, en medio de un fuerte vigilancia policial, los vuelos de pasajeros sufren los retrasos de costumbre, aunque el viajero -por miedo a los atentados- no tiene quien le despida.
"?Tienes Winston americano?". A la hora del aperitivo, el Pinky's est¨¢ lleno. De espa?oles. La due?a dice que los norteamericanos de Torrej¨®n ya no vienen por aqu¨ª, pero Miguel, que es de Castell¨®n y trabaja en la base, "con los nuestros", asegura que anoche estuvo hablando en este mismo lugar con Monroe, un soldado negro que vivi¨® lo de Vietnam y tiembla pensando que est¨¢n llamando a los reservistas. "S¨ª esto se pone mal, dentro de nada le va a tocar a ¨¦l"."Dame un cigarrillo de los buenos, pata negra ", pide el camarero a un hombre que llega de la base, un espa?ol vestido con un mono azul y la cabeza cubierta con una gorra de camuflaje de la que parece sentirse orgulloso. El hombre saca un pitillo, uno solo, cuidadosamente: ya no hay pata negra circulando libremente como antes, aunque, por las noches, la discoteca Stone se sigue llenando de norteamericanos, "sobre todo de color", que bailan con muchachas espa?olas llegadas de los alrededores.
Deporte y pacifismo
"Aqu¨ª no pasa nada", comentan bancarios, peque?os empresarios y profesionales liberales que abarrotan el bar Nani, el de m¨¢s pedigr¨ª del viejo Torrej¨®n, situado en la calle de Enmedio. "El que no es de aqu¨ª es el ¨²nico que cuando suena un avi¨®n alza la vista. Nosotros estamos acostumbrados", dice Jos¨¦ Manuel, nacido, crecido y vivido en esta misma calle, en cuyos muros se alternan los carteles que anuncian competiciones deportivas con pintadas pacifistas. Un meg¨¢fono de Izquierda Unida convoca a manifestaci¨®n, pero no se palpa un ambiente especialmente militante."No hay paranoia", afirma uno de los hombres que comparten aperitivo en el bar Nani. A continuaci¨®n se extiende nombrando los locales adonde todav¨ªa acuden los soldados norteamericanos, "pero no los cites, no sea que les pongan una bomba", a?ade. "Joder, para no tener paranoia c¨®mo te lo montas", acota otro, que es uno de los que disfrutan de un pase para ir a jugar al golf a la base. El miedo com¨²n, todav¨ªa muy relativo, es a que la guerra del Golfo se extienda. "Si entran Israel y Turqu¨ªa, vamos de culo".
El temor se acrecienta conforme se abandona el centro de la ciudad y se acerca uno a la base. Pero en la plaza principal no hay psicosis de miedo. Angela y Sonia, que est¨¢n en BUP, dicen que ¨¦ste es un fin de semana como otro cualquiera y que van a ir de compras y a bailar, como siempre. Jos¨¦ Luis hace la mili en la base como voluntario - "la mayor¨ªa de los chicos de Torrej¨®n nos lo pedimos para poder pernoctar en casa"-, y s¨®lo se queja de que "los espa?oles estamos protegiendo a los norteamericanos. Han llegado mil y pico del Mando de Combate, y ellos ni se mueven, est¨¢n tan tranquilos all¨ª adentro". Piensa que en lo del Golfo no se ten¨ªan que haber metido los occidentales, "sino dejar que lo arreglaran los ¨¢rabes entre ellos".
Tres veteranos que cruzan la plaza bajo la niebla, impert¨¦rritos como si hiciera sol, se parten de la risa cuando se les habla de esta guerra: "Mira, guapa", dice Secundino L¨®pez Delicado, de 74 a?os: "Yo estuve con los republicanos en la guerra de Espa?a y una bala me entr¨® por esta oreja y me sali¨® por aqu¨ª", cuenta, se?al¨¢ndose la mejilla derecha. Sus dos amigos, Juan y Crist¨®bal, que lucharon en el bando contrario, corroboran: "La guerra no est¨¢ bien nunca, pero si hay que ir, hay que ir. A ver, igual que fuimos nosotros, faltar¨ªa m¨¢s". Y pase lo que pase ahora, les da lo mismo: "Yo, de lo ¨²nico que ya no quiero morir es de parto", a?ade Juan, que es el m¨¢s verde de los tres viejos. Viven al d¨ªa, como afirman vivir los hombres que comparten tragos en el bar Nani. Uno de ellos quiere que se desmantele la base, "pero todo, lo americano y lo espa?ol", y otro le ataja: "Pero, hombre, si han dado mucha vida a Torrej¨®n".
Medallas de identificaci¨®n
En la urbanizaci¨®n Esaucar, de peque?os chal¨¦s donde habitaban los norteamericanos antes de que el atentado contra el restaurante El Descanso y el bombardeo de Libia les hiciera dispersarse para no dar el cante, los clientes del Pinky's son m¨¢s bien fatalistas y creen que esta guerra no ha hecho m¨¢s que empezar. Miguel no puede evitar un escalofr¨ªo al comentar que a los cuatro mil paracaidistas espa?oles que est¨¢n esperando en Alcal¨¢ por si se arma en Turqu¨ªa y por si hay que intervenir en el marco de la OTAN les han repartido medallas de identificaci¨®n. "Son de metal, y cuando uno se muere la parten por la mitad y le ponen un trozo debajo de la lengua, lo mandan a casa, Y, hala, que lo identifiquen", dice, entre cierta pena y cerveza. "Es horrible tener que hablar de la muerte con esta naturalidad: bolsas de pl¨¢stico, ata¨²des y todo eso". Rafa, puertorrique?o, soldado, vive a¨²n en la urbanizaci¨®n: su hermano le invita a tomar una copa cada vez que recala en Torrej¨®n, entre dos bombardeos en el Golfo.Saliendo hacia Madrid, si uno se detiene en un recodo del puente, puede ver despegar los Galaxy, su amenazadora y sin embargo airosa silueta atravesando el cielo. Los otros aviones, de pac¨ªficos pasajeros, parten de y arriban a Barajas con normalidad, a pesar de las tanquetas de la Guardia Civil que recorren las pistas en previsi¨®n de incidentes. "Cada d¨ªa tenemos por los menos media docena de avisos de bomba, simples gamberradas que, no obstante, debemos comprobar", cuenta un funcionario de la comisar¨ªa del aeropuerto. "La verdad es que viaja menos gente", dice un camarero del restaurante de internacional, aunque, seg¨²n un polic¨ªa, "lo que ocurre es que a los que se van no vienen a despedirlos".
En efecto, las grandes salas ofrecen un aspecto desolado. En el bar, Laurence y Cacau, reci¨¦n llegados de Brasil, esperan un avi¨®n que les conduzca a Francia. "Es sorprendente ver a tanta polic¨ªa, tanto perro", dice ella. "En Brasil se ven menos; claro que los pocos que hay son mucho m¨¢s peligrosos". Ulla Jung, alemana de un pueblecito al norte de Colonia, aguarda el avi¨®n que la conducir¨¢ a Ecuador: "Afortunadamente, un lugar m¨¢s tranquilo, qui¨¦n lo hubiera dicho".
En la capilla del aeropuerto, dos novios que no rezan: descansan, las cabezas juntas. El cristo psicod¨¦lico y las vidrieras de colores adquieren un matiz de irrealidad. La guerra convierte lo cotidiano en imaginario.
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