La guerra televisada
Sentado c¨®modamente en el sal¨®n de mi casa, con una cerveza al lado y la mesa bien provista de comida y tabaco, estoy siguiendo estos d¨ªas, como millones de espectadores en todo el mundo, la retransmisi¨®n televisiva de la guerra del Golfo como si fuera un partido de f¨²tbol o una pel¨ªcula m¨¢s.Este detalle, aparentemente natural e intrascendente, es para m¨ª, sin embargo, fundamental y, m¨¢s a¨²n que los aviones invisibles o que los misiles inteligentes dirigidos a distancia por un ordenador, el que de verdad diferencia esta guerra de cualquier otra anterior. Porque, por primera vez en la historia del mundo -que, no nos enga?emos, y, a los libros de texto me remito, es la historia de todas sus guerras-, la humanidad entera ha podido seguirla en directo desde sus casas a trav¨¦s de la televisi¨®n.
En efecto. Desde que, a las 2.40 (hora iraqu¨ª) del pasado 17 de enero, el corresponsal de la cadena norteamericana CNN anunciara a trav¨¦s del tel¨¦fono, desde su habitaci¨®n en el hotel Al Rachid de Bagdad, que la guerra acababa de empezar, los habitantes de todo el planeta hemos podido seguir en directo el desarrollo de los acontecimientos sin tener para ello que movernos siquiera del sof¨¢. Incluso el presidente Bush, m¨¢ximo actor de la pel¨ªcula y con informaci¨®n directa -se supone-, por tanto, de lo que a esa hora ocurr¨ªa en el cielo de Bagdad, reconoci¨® esa noche que tambi¨¦n ¨¦l sigui¨® el comienzo del ataque, junto con sus colaboradores, desde su despacho de la Casa Blanca a trav¨¦s de un televisor. No es extra?o, por tanto, que la televisi¨®n se haya convertido desde el primer momento de esta guerra, para la mayor¨ªa de la gente, en la principal y casi ¨²nica fuente de informaci¨®n.
Si las dos guerras mundiales -yl a civil espa?ola- han pasado ya a la historia como las guerras de la radio (?o qu¨¦ son ya, si no, aquellas viejas guerras al cabo de los a?os que la imagen de gente aterrada escuchando la radio en la noche, entre las interferencias de las ondas hercianas y el tableteo de la aviaci¨®n?), est¨¢ claro que ¨¦sta que ahora acaba de iniciarse -y que nadie sabe a¨²n cu¨¢ndo ni c¨®mo acabar¨¢- pasar¨¢ a la memor¨ªa del mundo como la primera guerra televisada en directo desde el mism¨ªsimo instante de su explosi¨®n. Una explosi¨®n que, dicho sea de paso, estuvo m¨¢s en la voz del periodista que la anunci¨® al mundo entero desde su hotel en Bagdad clue en la del propio hombre que la provoc¨®. El hecho en s¨ª no ser¨ªa malo y no demostrar¨ªa m¨¢s que el desarrollo t¨¦cnico a que ha llegado la humanidad si no fuera porque, al pasar de los d¨ªas, y superado el miedo e incluso la emoci¨®n, la retransmisi¨®n de la guerra puede acabar convirti¨¦ndose (como de hecho, creo, est¨¢ ya sucediendo) en un programa televisivo m¨¢s. Un programa que, dicho sea de paso, nos permite a los noct¨¢mbulos ver prolongado hasta altas horas de la madrugada el horario habitual de emisi¨®n.
El espect¨¢culo de la guerra, as¨ª considerado, tiene en s¨ª mismo todos los ingredientes para captar la atenci¨®n del espectador: emoci¨®n, violencia, suspense e incertidumbre sobre su final; incluso el sexo, tan necesario, y que en el caso de esta guerra se encargaron de poner en su momento, si bien que en pequenas dosis, las distintas Martas S¨¢nchez enviadas a los barcos para alegrarles las fiestas (y la vista) a los soldados la pasada Navidad. Con las c¨¢maras emplazadas en los distir¨ªtos ¨¢ngulos del teatro (como efectivamente llaman los militares al escenarlo de los combates) y los corresponsales narrando en directo cada detalle del enfrentamiento (bombardeos, arengas, sirerias en la noche, barridos antia¨¦reos y hasta explosiones de misiles al lado de su hotel), uno puede seguir tranquilamente desde su casa, la cerveza en una mano y el cigarro en la otra -y en la mesa, por si nos entra el hambre, alguna cosa para picar-, el desarrollo de la contienda como si fuera un partido de f¨²tbol o una pel¨ªcula de aventuras, sin que ni siquiera falten las inevitables pausas peri¨®dicas para la publicidad.
Conscientes de esa dimensi¨®n cinematogr¨¢fica de la guerra (que el propio cine se ha encargado a lo largo de su historia en buscar y subrayar), los militares, que no son tontos, le han puesto a ¨¦sta los efectos especiales necesarios- sabiendo que ser¨ªa retransmitida en directo por la televisi¨®n- para que la identifiquernos definitivamente con un western o con un filme de ciencia-Ficci¨®n. Sobre el soporte en blanco y negro de un burdo manique¨ªsmo (como en las pel¨ªculas del Oeste, el bueno -Bush, claro- es blanco, apuesto, bien vestido y educado, tiene m¨¢s punter¨ªa, dispara mucho m¨¢s r¨¢pido, y el caballo -los aviones- le corre m¨¢s que al contrario; mientras que el malo -Sadam- es de diadoso color, viste mal, es siniestro y sanguinario, trata mal a las mujeres, escupe por el colmillo y lleva siempre la mano al ladc, de la pistola) han urdido una pel¨ªcula de indios en la que ni siquiera han descuidado los detalles del lenguaje del gui¨®n: los helic¨®pteros anticarro se llaman Apache, los misiles, Toma hawk; los cazabombarderos, Jaguar; los portaaviones, Missouri y Wisconsin; el general de los blancos, El Oso, y hasta la operaci¨®n misma en conjunto, Tormenta del Desierto, como si fuera una vieja pel¨ª cula de Mann o de John Ford. Para los m¨¢s peque?os, acostumbrados m¨¢s a la ¨¦pica de la guerra de las galaxias que a la de las praderas y desiertos polvorientos del Far West, los guionistas han tenido tambi¨¦n su previsi¨®n: por si no fuera bastante con los aviones invisibles, los Tornado, los Hornet, los F-111, los B-52 o los Scud, de cuando en cuando aparece en la pantalla un general norteamericano para, puntero en mano, rnostrarnos la trayectoria de un misil, gu¨ªado por rayo l¨¢ser y dibujado en la pantalla del avi¨®n como si fuera una m¨¢quina de rriarcianos.
As¨ª las cosas, a nadie le extrafiar¨¢ que, poco a poco, los telespectadores de todo el mundo hayamos ido entrando en la pel¨ªcula hasta el punto de olvidar que all¨¢, en el Golfo, los soldados se est¨¢n matando unos a otros de verdad. La extra?a perfecci¨®n de las im¨¢genes y la falta de sangre con la que nos las sirven hace que muchos hayamos empezado ya a pensar no s¨®lo que no hay Iguerra, sino que todo lo que ocurre es de mentira, y que al final de la pel¨ªcula los actores volver¨¢n a levantarse cuando en nuestras pantallas aparezca, como siempre, la palabrafin.
es escritor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.