Ritch Miller, pintor
El pintor norteamericano Ritch Miller (Tejas, 1925), que resid¨ªa en Mallorca desde el a?o 1962, falleci¨® el pasado s¨¢bado en su casa de Santa Mar¨ªa del Cam¨ª.A Ritch Miller le habr¨ªa gustado que le enterrasen en su finca mallorquina, por un motivo confesado: su casa era su mundo -el mundo-, su amor. Pero tambi¨¦n por un motivo inconfesado -s¨®lo a veces alud¨ªa a ¨¦l con sarcasmo deliberadamente exagerado, para que no se le tomara en cuenta-: incluso despu¨¦s de la muerte quer¨ªa permanecer aislado. El aislamiento fue, en la segunda larga mitad de su vida, un objetivo primordial y obsesivo. Ten¨ªa en la barrera de su finca una inscripci¨®n: se avisaba al visitante de la inutilidad de sus esfuerzos por ser recibido si su nombre no aparec¨ªa al lado de la inscripci¨®n. Pasaba largas temporadas sin descolgar el tel¨¦fono. En cierta ocasi¨®n se excus¨® por no hablar correctamente el catal¨¢n ni el castellano. Se apresur¨® a afiadir como pudo que tampoco hablaba correctamente el ingl¨¦s: lo inhabitual de sus contactos con el resto del mundo le hab¨ªa averiado el dominio de su propia lengua, que habia manejado con tanta soltura cuando, en su primera juventud, dirig¨ªa y presentaba un espect¨¢culo televisivo en Nueva York.
A solas con su mundo, poblado de ausencias y silencios, Ritch Miller permanec¨ªa siempre atento a las voces ocultas de la naturaleza y a los ecos que en ella hab¨ªa dejado el pasado. El ririundo entero estaba contenido en un pedazo de tierra, a la que significativamente se hab¨ªa empe?ado en envolver en aires conventuales, y la aventura de vivir lat¨ªa en el laberinto sombr¨ªo que hab¨ªa construido en su coraz¨®n.
Y ese mundo, en el que s¨®lo muy de tarde en tarde estallaba la alegr¨ªa de vivir, de compartir intensamente unas horas de luz con sus amigos, es inseparable de su obra. Fue un artista que no concedi¨® ni un mil¨ªmetro cuadrado de su obra a la frivolidad ni a lo accesorio. En una primera etapa, la soledad y la angustia del hombre fueron transferidos sin paliativos a sus figuras -quiz¨¢ con el desgarrado perfume de Bacon-, desencajadas por el horror o irremediablemente hundidas en la at¨®nita desesperanza de la amnesia. Su paso por la abstracci¨®n no atenu¨® en lo m¨¢s m¨ªnimo la visi¨®n del mundo que nos hab¨ªa transmitido en sus rostros. Despu¨¦s levant¨® un universo desasosegado por la densa ausencia del hombre, cuyo rastro de desolaci¨®n protagonizaba sus naturalezas muertas y sus paisajes. Sobre todo en estos ¨²ltimos -el artista se preguntaba insistentemente hasta cu¨¢ndo serian posibles, porque ten¨ªa la dolorosa convicci¨®n de que el murido se precipitaba en un abismo apocal¨ªptico de autodestrucci¨®n- se percib¨ªa su mensaje urgente, un SOS desesperado de amor a una tierra de la que el hombre se autoexclu¨ªa. Hab¨ªa en ellos un aire religioso derivado -y ahora lo sabemos ya a ciencia cierta- del hecho de que cada obra formara parte de un largo adi¨®s. Su pasi¨®n irrefrenable por la vida le impidi¨® organizarse un espacio impermeable a la tragedia que hiere al hombre est¨¦ donde est¨¦. Ritch Miller viv¨ªa aislado porque nadie era capaz de alcanzar su grado de solidaridad con las v¨ªctimas de la locura de sus semejantes. En realidad, no viv¨ªa, pues, aislado, pero estaba tremendamente solo.
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