Ver para creer
Si para algo sirve la ficci¨®n es para ponernos en guardia contra sus encantamientos. Tambi¨¦n tiene a veces la necesaria o peligrosa utilidad de una pipa de opio que nos enajena dulcemente del mundo: me acuerdo siempre de Robert de Niro en la ¨²ltima pel¨ªcula de Sergio Leone, aspirando el humo del opio con la misma avidez con que a veces leemos, y tendido no por casualidad en la misma posici¨®n que preferimos para la lectura. un poco de costado, la cabeza en la almohada, los ojos ausentes en el humo como en las figuraciones de las palabras escritas. La gente de orden desconf¨ªa de la ficci¨®n porque le atribuye un prop¨®sito de mentira: durante mucho tiempo, en Inglaterra, que fue la primera patria hospitalaria de las novelas, su lectura estaba casi del todo circunscrita a las mujeres, a quienes se supon¨ªa una propensi¨®n natural a la ir realidad y a la obediencia. Mujeres encerradas y d¨®ciles escriben novelas que a¨²n siguen corroyendo la legitimidad de la decencia de esas gentes de orden que desprecian las novelas: Jean Austen, las hermanas Br¨®nte. Mujeres proclives a la pasi¨®n y a la desdicha leen novelas baratas escritas para ellas: Emma Bovary, y mucho antes que ella Teresa de ?vila, que se hizo aventurera por culpa de las novelas de caballer¨ªa, y la fea y ardiente criada Maritornes, que escucha, analfabeta y cr¨¦dula hasta el llanto, las historias de damas y caballeros andantes igual que un ama de casa de estos tiempos asiste en televisi¨®n a un follet¨ªn suramericano. Mujeres con los pies en el suelo prenden fuego a los libros y desconf¨ªan de ellos como de un enemigo casi siempre invisible que ha enloquecido al due?o de la casa o se interfiere en las tareas y costumbres de su felicidad conyugal. Nora Barnacle, la esposa de Joyce, que jam¨¢s ley¨® Ulises, segu¨ªa pensando en los a?os treinta que su estrafalario marido habr¨ªa logrado un porvenir espl¨¦ndido si en vez de a la literatura se hubiera dedicado a cantar arias de ¨®pera.Los libros mienten, desde luego, pero muestran casi con ingenuidad las leyes de su mentira y nos educan contra ella. S¨®lo en las novelas, ,, tal vez en la pintura, la ficci¨®n descubre de antemano sus normas y nos invita a creerla y al mismo tiempo a permanece r a salvo de su posible maleficio. Antonio L¨®pez Garc¨ªa dedica a?os de su vida, con la ensimismada su vi disciplina de un cartujo o de un alquimista, a pintar el tramo m¨¢s l¨ªrico de la Gran V¨ªa de Madrid o el menesteroso interior de un frigor¨ªfico, antiguo o de un lavabo: nada en el mundo puede ser m¨¢s real, nada es m¨¢s fantasmag¨®rico. Por esa Gran V¨ªa solitaria, con su luz de despedida o de amanecer de un domingo de marzo, no circulan coches ni camina nadie, nadie puede cruzar el delgado l¨ªmite del lienzo y. subir perezosamente hacia Chicote para tomar el verm¨² o seguir subiendo hasta la acera de la Telef¨®nica, camino de Callao y de la perspectiva todav¨ªa lejana de la plaza de Espa?a. Ese lavabo, que es atroz de tan exactamente veros¨ªmil, no puede ser usado por nadie: nadie tiene la mirada tan fija como lis esculturas severamente egipcias de Antonio L¨®pez Garc¨ªa, pero esas pupilas no pueden mirarnos, y, si nos miran, ser¨¢ con la mirada de los muertos, que nunca m¨¢s hablar¨¢n y siguen estando cerca de nosotros, no pidi¨¦ndonos cuentas, sino averiguando la medida de nuestra lealtad y nuestra gratitud.
Las gentes de orden desde?an los cuadros y los libros y esgrimen como un ant¨ªdoto y un cetro el mando a distancia del televisor: lo que aparece en ¨¦l no tiene nada que ver con la literatura, y, por tanto, es la verdad. Hace muchos a?os, durante las comidas, las mujeres mayores se quedaban en silencio cuando ve¨ªan a los locutores de los noticiarios, por miedo a que estuvieran espiando sus palabras. Si el locutor dec¨ªa "buenas noches", ellas se inclinaban y respond¨ªan educadamente. Si alguien mor¨ªa o era humillado en la televisi¨®n, ellas lloraban sin consuelo: hab¨ªa que explicarles que eso no era verdad, que el locutor, aunque ellas lo vieran, no estaba vi¨¦ndolas, que esa muchacha deshonrada y abandonada era una actriz y no una madre soltera que habr¨ªa de llevar para siempre el estigma de una amor culpable. Nunca acababan de creerlo: no pod¨ªan admitir que no fuera cierto lo que estaban viendo con sus ojos.
Casi todas esas personas, que llegaron muy tarde a la modernidad de la mentira, han muerto ya, o miran los televisores sin enterarse de nada, sin distinguir entre los telediarios y los folletines, entre el sue?o absorto y decr¨¦pito de la memoria y el otro sue?o inveros¨ªmil de la realidad. Somos nosotros quienes manejamos con desenvoltura el mando a distancia y la capacidad de discernir entre la realidad y la ficci¨®n: un locutor nos explica los pormenores heroicos de una guerra lejana y las im¨¢genes que desfilan ante nuestros ojos nos presentan una evidencia Incontestable: ej¨¦rcitos de malvados dispuestos para el ataque y el exterminio, bater¨ªas de misiles, nieblas de gases t¨®xicos que avanzan en direcci¨®n a nosotros como aquella niebla densa y letal que mataba a los primog¨¦nitos de Egipto en Los diez mandamientos, multitudes de hombres de piel oscura que gritan consignas en un idioma extra?o y levantan amenazadoramente los pu?os contra las c¨¢maras de la televisi¨®n. Es sabido que una imagen vale m¨¢s que mil palabras: lo que dicen las palabras no puede verse, es una materia ]7¨¢cilmente contaminada por los antojos de la imaginaci¨®n. Las im¨¢genes, en cambio, llevan impreso un certificado de veracidad. En una costa envenenada por la marea negra del petr¨®leo que el enemigo ha derramado en el mar, un p¨¢jaro aletea desesperadamente, negro de bet¨²n, como los emplumados por la Inquisici¨®n, abre el pico como a punto de ahogarse, se arrastra por la, arena, donde tal vez morir¨¢. En el desierto, unos soldados del ej¨¦rcito vencido se arrodillan ante los bondadosos triunfadores que los han capturado y besan sus manos. La realidad de esas im¨¢genes muy pronto adquiere un sentido aleg¨®rico: el mal absoluto no s¨®lo invade y esclaviza pa¨ªses enteros y mata hombres y amenaza el bienestar diario de nuestras vidas: tambi¨¦n ensucia el mar, corrompe el aire, siembra de sal la tierra f¨¦rtil, aniquila a los p¨¢jaros. Nuestros soldados, obtenida la victoria, muy pronto acceden a la clemencia. Nadie nos lo ha contado, lo han visto nuestros ojos, con la misma certeza con que vernos las caras de nuestros amigos, igual que nos vemos nosotros mismos en el espejo.
As¨ª vio don Quijote a Dulcinea encantada en el carro de Merl¨ªn, as¨ª ve¨ªa el p¨²blico de los cinemat¨®grafos norteamericanos en 1898 las batallas navales y los combates cuerpo a cuerpo de su ej¨¦rcito expedicionario contra los soldados espa?oles de Cuba. Que los barcos fueran de juguete, y los soldados comparsas, y el Caribe un estanque, no disminu¨ªa la verosimilitud de aquellos noticiarios urdidos por W. Raldolph Hearst para excitar el belicismo de sus compatriotas contra un pobre pa¨ªs de antemano derrotado. Ahora, en medio del estr¨¦pito de la victoria militar, un peri¨®dico italiano revela que las im¨¢genes de ese cormor¨¢n empapado en petr¨®leo no fueron tomadas hace unas semanas, sino hace ocho a?os, y que los soldados iraqu¨ªes a los que vimos rendirse con nuestros propios Ojos participaban en una calculada representaci¨®n. Lo que nos parec¨ªa la pura realidad ha resultado ser un efecto ¨®ptico: desde ahora, la mirada se detendr¨¢ en las cosas con recelo, y habr¨¢ quien comprenda que en la indagaci¨®n de la verdad muy, pocas armas hay tan afiladas como las que suministra la ficci¨®n.
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