Isabel la Cat¨®lica y la expulsi¨®n de los jud¨ªos
El 31 de marzo de 1492, los Reyes Cat¨®licos firmaron el edicto de expulsi¨®n de los jud¨ªos de Espa?a. "Se pusieron en camino", dice el cura de Los Palacios, "abandonando su tierra natal, ricos y pobres, viejos y j¨®venes, a pie, a caballo, en lomo de mula o carreta. Muchas desgracias acaeci¨¦ronlos durante la marcha; algunos ca¨ªan extenuados, otros se reincorporaban, algunos mor¨ªan, otros nac¨ªan y otros se enfermaban. No hubo cristiano que no los compadeciese". El quinto centenario de la expulsi¨®n puede ser tambi¨¦n el a?o de la beatificaci¨®n de la reina que los expuls¨®.Son dos acontecimientos a primera vista extra?os, pero alguna relaci¨®n ¨ªntima tendr¨¢n cuando el procurador de la causa reconoce que la dificultad que se interpone en la inminente promoci¨®n de la reina castellana es -am¨¦n del matrimonio con su primo carnal Fernando de Arag¨®n, y el contencioso jur¨ªdico-pol¨ªtico con su hermanastra, Juana la Beltraneja- la expulsi¨®n de los jud¨ªos.
In¨²til mantener a estas alturas que la elevaci¨®n a los altares de Isabel la Cat¨®lica sea mero asunto eclesi¨¢stico, algo as¨ª como una exclusiva promoci¨®n interna. En este proceso hay valoraciones morales sobre decisiones pol¨ªticas que no pueden ni deben dejar indiferente al resto de la sociedad y sobre las que hay que pronunciarse con el mismo derecho que para s¨ª reclama la Iglesia cuando juzga valores y conductas del resto de la sociedad. Al fin y al cabo, un santo es un modelo de conducta para los creyentes actuales, y no es indiferente a la sociedad que la conducta a imitar sea la de san Francisco de As¨ªs o la del fan¨¢tico inquisidor san Vicente Ferrer.
Por lo que se sabe, los promotores de la causa de beatificaci¨®n son conscientes de que la expulsi¨®n de los aproximadamente 150.000 jud¨ªos no es un m¨¦rito, sino un problema, pero un problema que se resuelve diciendo que "Isabel vivi¨® el drama de los jud¨ªos como Abraham con su hijo Isaac", o desempolvando peregrinos testimonios de los mismos jud¨ªos expulsados, "que agradecen la decisi¨®n porque la ve¨ªan como una liberaci¨®n".
Esta trivializaci¨®n de la expulsi¨®n con el recurso al pesar subjetivo de quien tom¨® tan grave decisi¨®n pol¨ªtica -el argumento del jud¨ªo agradecido por el castigo carece de todo rigor- lo que pone de manifiesto es el abismo moral que separa esa sensibilidad eclesi¨¢stica de la opini¨®n p¨²blica civil. Al margen de los sentimientos reales, la expulsi¨®n de 1492 es un hecho hist¨®rico que hay que valorar teniendo ante los ojos todas sus consecuencias. Imposible separar la expulsi¨®n de hace cinco siglos del genocidio del pueblo jud¨ªo por la barbarie nazi, no ciertamente en el sentido de que aquella expulsi¨®n fuera causa ¨²nica y necesaria del holocausto, pero s¨ª en el sentido de que ah¨ª se pone en marcha un mecanismo destructor que con sucesivas aportaciones abocar¨¢ al genocidio jud¨ªo. Imposible igualmente no relacionar esa expulsi¨®n (marzo de 1492) con la aventura americana (octubre del mismo a?o): ?qu¨¦ Espa?a va a Am¨¦rica?
Lo que pod¨ªa haber sido una oportunidad para la memoria en el sentido (jud¨ªo) de dejarse interpelar por el pasado injusto est¨¢ a punto de convertirse indirectamente en una fiesta o celebraci¨®n de las injusticias pasadas. No se trata de juzgar moralmente a quien tom¨® aquella decisi¨®n (?qu¨¦ hubi¨¦ramos hecho nosotros en su lugar?), sino de preguntarnos sobre los m¨®viles de quienes hoy ensalzan aquellos acontecimientos o a sus protagonistas.
Las preguntas que vienen de tan lejano pasado son de orden pol¨ªtico y de orden moral.
Aquellos miles de jud¨ªos que tuvieron que dejar sus casas y haciendas, bajo pena de muerte y confiscaci¨®n de bienes, sin que ning¨²n cristiano pudiera ocultarles, se preguntaban y nos preguntan por qu¨¦ se pas¨® de la tolerancia a la intolerancia y de la convivencia de las tres culturas a la persecuci¨®n de los jud¨ªos. No hac¨ªa tanto, como recuerda Jim¨¦nez Lozano, que Rab¨ª Simuel explicaba a santo Tom¨¢s en la sinagoga de Cu¨¦llar y que la iglesia de San Mart¨ªn de Ar¨¦valo serv¨ªa para cultos cristianos e isl¨¢micos. Los historiadores aducen muchas explicaciones, pero ninguna sirve de justificaci¨®n a un hecho de inhumanidad que una vez producido sirvi¨® de peana para la escalada hacia la barbarie. No vale exculpar a la reina Isabel recurriendo a la mentalidad de entonces: los jud¨ªos lo vivieron como una injusticia, y la conciencia de esa misma injusticia hoy no permite una sacralizaci¨®n del acontecimiento.
Hay otro aspecto que golpea la conciencia moderna: con la expulsi¨®n de los jud¨ªos se pone en evidencia uno de los dramas mayores de la cultura occidental, esto es, la dificultad de aceptar al otro, al diferente. La man¨ªa occidental de traducir la universalidad por uniformidad o totalidad desencadena la caza de quien se resiste a ser engullido por los gestores de la universalidad. Somos incapaces de imaginar la casa o la cosa com¨²n como respeto al otro; al contrario, se entiende la generosidad o la solidaridad como integraci¨®n del diferente en lo que ya hemos declarado como casa com¨²n o concepto universal.
Los cristianos decretaron que el suyo era el verdadero Dios y ofrecieron por la fuerza su Iglesia para la salvaci¨®n de los jud¨ªos y luego de los infieles. Esa man¨ªa, sin embargo, no es patrimonio exclusivo de la religi¨®n, ya que, secularizada, ha pasado a dominar la mentalidad laica: los fil¨®sofos occidentales decretan la existencia del concepto de universalidad y sus contenidos, tales como justicia, verdad, bondad. Quien dicta lo que es justo tambi¨¦n se siente capaz de determinar lo que es injusto o falso. Se lucha contra la injusticia expandiendo el imperio de la justicia. Ahora bien, lo que caracteriza al otro, al diferente, es que pone en solfa la seguridad de quien tanto sabe de la justicia o de la verdad. Y si ese otro o diferente es, como el pueblo de Israel, alguien que ha hecho la experiencia de que el mantenimiento de la diferencia comporta sufrimiento infligido por quien ya sabe lo que es el mal y el bien, ?no ser¨¢ esta beatificaci¨®n una manera de entronizar la intolerancia, no s¨®lo la religiosa, sino la que conlleva nuestra prepotente racionalidad occidental?
El componente conservador del patronato fundado para la promoci¨®n de la beatificaci¨®n, con el beligerante cardenal colombiano L¨®pez Trujillo a la cabeza, anuncia ya la voluntad ideologizadora de todo este proceso, iniciado en 1958. Que a falta de milagro f¨ªsico se invoque el milagro moral consistente en se?alar a "Isabel como primera evangelizadora de Am¨¦rica" es significativo de la voluntad subyacente. No sirve de mucho consuelo el que sean cardenales latinoamericanos quienes se presten a canjear la evangelizaci¨®n de Am¨¦rica por tama?o milagro moral. Al margen de las valoraciones teol¨®gicas que se puedan hacer de ese hecho -y la teolog¨ªa de la liberaci¨®n las hace muy cr¨ªticas- hay que subrayar su significaci¨®n pol¨ªtica. La Espa?a que va a Am¨¦rica es la que expulsa al jud¨ªo que no quiere convertirse. Primero Europa y luego Am¨¦rica hacen una impresionante experiencia espiritual -expulsi¨®n de los jud¨ªos aqu¨ª y conversiones en masa all¨¢- en la que el cristianismo aparece mortalmente enfrentado a la libertad. De esa enemiga no nos hemos repuesto a¨²n.
No se trata de dar p¨¢bulo a la leyenda negra. El art¨ªculo de Ernesto S¨¢bato Ni leyenda negra ni leyenda blanca, aparecido en este mismo diario, es un ejemplo de lo matizado que tiene que ser el juicio cuando se habla de los espa?oles en Am¨¦rica.
Hubo sangre espa?ola en todos los frentes: con los verdugos y con las v¨ªctimas, entre los dominadores y con los libertadores, al lado de la Inquisici¨®n y animando la Espa?a de las tres culturas. Pero cuando la Iglesia llama a cap¨ªtulo para enjuiciar conductas hist¨®ricas desde la altura del ejercicio eminente de la virtud, cabe esperar de la solemnidad del momento que a la Iglesia se le ocurra algo m¨¢s creativo que repetir t¨®picos carentes de cr¨¦dito.
Si una beatificaci¨®n debe servir para algo m¨¢s que al mero engorde del santoral, es decir, si el reconocimiento de una conducta ejemplar del pasado debe contribuir a la pr¨¢ctica hoy de virtudes c¨ªvicas, lo que procede en justicia es incentivar la reconciliaci¨®n, la superaci¨®n del fanatismo o la obligaci¨®n de reconocer los derechos pendientes de las v¨ªctimas. Si en lugar de eso se trivializa la expulsi¨®n de los jud¨ªos, exculpando a quien tom¨® la decisi¨®n pol¨ªtica, y se eleva a la categor¨ªa de milagro moral un hecho tan ambiguo como la cristianizaci¨®n de los primeros indios, entonces nos hacemos hoga?o c¨®mplices de las injusticias de anta?o.
No est¨¢ s¨®lo en juego que hagamos justicia al pasado, sino tambi¨¦n que nosotros recobremos la dignidad de hombres o, dicho en t¨¦rminos cristianos, de pr¨®jimos, de seres solidarios con las ansias de liberaci¨®n de un pueblo. En la manera de valorar el pasado revelamos nuestros intereses presentes. Existe una relaci¨®n secreta entre los conservadores de hoy y los triunfadores de ayer; como existe un hilo com¨²n entre quienes hoy siguen porfiando por la libertad y las v¨ªctimas de ayer. No es el momento de celebraciones o fiestas, sino de conmemoraciones o recuerdo. Es el mejor homenaje a las v¨ªctimas de entonces y a las comunidades jud¨ªas presentes.
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