El Eros pol¨ªtico
Desde que existen peri¨®dicos, estas publicaciones se encuentran en una relaci¨®n muy estrecha con la literatura de creaci¨®n po¨¦tica y con la de pensamiento. Es bien sabido: en las amarillentas p¨¢ginas de los diarios se esconde a veces -y los eruditos acuden a las hemerotecas para su investigaci¨®n- la primera versi¨®n, con frecuencia definitiva ya, de obras luego incorporadas como cl¨¢sicas a la historia literaria. Son las colaboraciones, ocasionales o continuadas, de escritores a quienes el rendimiento de tales trabajos les permit¨ªa completar acaso un presupuesto dom¨¦stico mal cubierto por el eventual sueldo ordinario: a Clar¨ªn y a Unamuno, catedr¨¢ticos, les gustaba airear este detalle. Pero, aparte de ese aliciente pr¨¢ctico, es obvia la ventaja que supone, tanto para el escritor mismo como tambi¨¦n para el p¨²blico, la posibilidad de que el lector halle en las p¨¢ginas de su peri¨®dico, entre avisos comerciales y noticias cotidianas, alg¨²n que otro texto no ligado a la actualidad del momento, o al menos capaz de trascenderla.Algo de esto ¨²ltimo hay en un art¨ªculo de Javier del Amo reci¨¦n aparecido en EL PA?S. La curiosidad del autor hacia el tema de que trata -que es el del poder- fue estimulada por un hecho recogido de la p¨²blica informaci¨®n cotidiana: un fait divers de importancia m¨ªnima, y m¨¢s bien pintoresco, pero que a ¨¦l le ha dado ocasi¨®n de reflexionar seriamente, en t¨¦rminos generales y amplios, acerca de dicho tema, para tratarlo en lo que ha resultado ser un conciso y precioso ensayito. Quiz¨¢ no debiera yo hacerme eco de ¨¦l, pues alguna de sus observaciones buscaba apoyo por v¨ªa de ejemplo en una de mis obras, y bien pudiera parecer pretenciosa complacencia lo que ahora pueda decir yo a prop¨®sito suyo; pero m¨¢s cierto es que, si ¨¦l encontr¨® oportuna la referencia, fue precisamente por cuanto su inter¨¦s intelectual coincide con el m¨ªo propio ante el fen¨®meno del que trata. Titulaba su estudio El poder y sus emanaciones, y tomaba como punto de partida un "movimiento de espera y de esperanza en el pr¨ªncipe Felipe de Inglaterra" surgido en el seno de una aldea primitiva en Ocean¨ªa, cuya comunidad ha erigido, al parecer, el retrato de este personaje en objeto de respeto y devoci¨®n, deseando "que vuelva un d¨ªa a ellos, iluminador y mes¨ªas". La an¨¦cdota, sacada del habitual repaso noticioso de la fugitiva actualidad, le lleva a discurrir sobre la psicolog¨ªa del pol¨ªtico -el escritor es en esta ocasi¨®n un psic¨®logo profesional- y sobre las relaciones entre el hombre p¨²blico encaramado en su pedestal y la multitud de lo que tiempo atr¨¢s se llam¨® el estado llano. La er¨®tica del poder -siempre tan mentada, aunque nunca analizada en medida suficiente- queda entrevista con agudeza en su art¨ªculo; pero ese punto de partida suyo, aquella expectativa de un salvador, "iluminador y mes¨ªas", del poblado primitivo en los mares del Sur, me ha tra¨ªdo a la mente, no tanto lo que en un relato de mi libro Los usurpadores daba pie a sus consideraciones como el fen¨®meno del sebastianismo, sobre cuyo fondo escrib¨ª, por cierto, otra de las narraciones que lo integran, y que, a mi entender, revela de la manera m¨¢s fabulosa, alucinada y pat¨¦tica los anhelos colectivos por el advenimiento de un poder ausente.
Varios, y muy notorios, son los casos de sebastianismo que en diversos lugares del mundo registra la historia, algunos de los cuales sirvieron de inspiraci¨®n a la literatura, pero ninguno, tan caracter¨ªstico ni de tan tenaz persistencia como el que le presta su nombre. El joven rey don Sebasti¨¢n de Portugal desapareci¨® con todo su ej¨¦rcito, derrotado en la batalla de Alcazarquivir, y desde ese a?o de 1574 se estuvo esperando su ansiado regreso m¨¢s all¨¢ de toda razonable posibilidad; tanto que durante una permanencia m¨ªa en Brasil all¨¢ por 1945 o¨ª referir que todav¨ªa quedaban en las desoladas tierras del interior quienes -m¨ªticamente y en un pa¨ªs intemporal- siguieran contando con su vuelta. Sea como quiera, la nostalgia sebastianista debi¨® de perdurar y prolongarse mucho, no s¨®lo en el Portugal cuya corona, vacante, se hab¨ªa reunido con la de Espa?a, sino aun bastante despu¨¦s de recobrada su independencia.
Por supuesto, con sentimientos tales hacia la persona de quien encarna el poder, sea presente o ausente, suelen enlazarse motivos pol¨ªticos muy concretos y muy pr¨¢cticas intenciones; pero dichos sentimientos merecen por s¨ª mismos considerado an¨¢lisis, en cuanto que trascienden con mucho los prop¨®sitos conscientes de la gente que pueda acaso instrumentalizarlos. Por lo pronto, obsevados aparte de cualesquiera circunstancias hist¨®ricas, esclarecen bien algo que resulta esencial en la actitud del s¨²bdito frente al poder, a todo poder; ese algo que, con gran propiedad por cierto, suele designarse como la er¨®tica del poder, y que de ning¨²n modo consiente ser reducido a aquellos factores de tipo pragm¨¢tico, ni entendido mediante explicaciones m¨¢s o menos sociol¨®gicas, pues su dimensi¨®n metafisica se muestra evident¨ªsima.
La atracci¨®n y obstinada b¨²squeda de un poder que se ten¨ªa por imponente y que quiz¨¢ va a revelarse vacuo a la postre en la irrisoria entidad de un monarca degenerado, como pudo serlo Carlos II de Espa?a; o la espera insensata de un rey irremisiblemente y para siempre desaparecido, como el don Sebasti¨¢n de Portugal; o la invocaci¨®n de un pr¨ªncipe remoto en esa inocua fotograf¨ªa del brit¨¢nico Felipe que un poblado de Ocean¨ªa venera, tiene como objeto de la ilusi¨®n er¨®tica a un ser distante, aislado, inaccesible por principio, instalado en la esfera exenta de la realeza, y revestido en fin del aura sagrada que tradicionalmente la rodea y que hace comprensible esa enajenada fascinaci¨®n, esa devota, abnegada y ferviente adoraci¨®n en que todo erotismo consiste. Pero cuando el poder, seg¨²n es lo m¨¢s corriente en la moderna vida civil, se erige en cambio seg¨²n los mecanismos institucionales de la democracia, que con frecuencia dan lugar al ascenso de su titular desde la llanura del anonimato hasta las m¨¢s altas posiciones de gobierno, entonces se descubre y puede verse al desnudo, crudamente, c¨®mo funciona la er¨®tica del poder. Lo carism¨¢tico (esta gracia de esencia divina que es el carisma y cuyo nombre griego se ha convertido hoy en palabro de vulgar manoseo) viene a coronar ahora la cabeza de un nuevo y circunstancial potentado, a
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cuyo alrededor, reci¨¦n ascendido a la cumbre, se congregar¨¢ enseguida con indefectible automatismo una corte aduladora que lo a¨ªsla, que en alguna medida lo secuestra y que puede llegar a asfixiarlo, dando lugar con ello a otro aspecto del mismo fen¨®meno: la soledad del poder. Pero tan luego como el titular de ¨¦sta caiga del pedestal, sea por expiraci¨®n de su mandato o por otra causa cualquiera, y aunque todav¨ªa le quepa tal vez conservar durante un lapso, debilitados ya, algunos melanc¨®licos relumbres del pasado esplendor, su persona habr¨¢ cesado de ejercer la fasci
naci¨®n er¨®tica que en sus horas alci¨®nicas ejerciera.
Todo esto pertenece -claro est¨¢- a la experiencia com¨²n; pertenece al com¨²n desenga?o del mundo; y ciertamente, es f¨¢cil discernir en esa consabida experiencia los m¨®viles demasiado humanos, las estrategias y t¨¢cticas del inter¨¦s ego¨ªsta. Cabe, si se quiere, mirar con iron¨ªa, fustigar con indignaci¨®n moral o vilipendiar con desprecio la conducta de quienes rinden tributo al poderoso para retir¨¢rselo tan pronto como ha dejado de serlo (tengo o¨ªdo decir que en M¨¦xico designan a los infaltables acuciosos agrupados tras del jefe del Estado como "los lambiscones del presidente", sea ¨¦ste quien fuere); pues sin duda a gentes tales suele animarlas un mero c¨¢lculo de ventajas personales, el deseo de aprovechar la proximidad al poder para medrar a su sombra. Pero -que nadie se enga?e- estos m¨®viles, aun siendo demasiado evidentes, no pueden oscurecer el hecho, f¨¢cilmente observable tambi¨¦n, de la absoluta fascinaci¨®n que en general suscita en las gentes el poder, con adhesiones fervorosas cuya ¨²nica gratificaci¨®n consistir¨¢ en el placer mismo de adorar al magnate. Pienso yo que esa adoraci¨®n ha de tener cierta calidad religiosa de rendida entrega, una especie de m¨ªstica participaci¨®n en lo sublime incontrastable.
Ahora bien, tan peculiar fen¨®meno de ninguna manera puede reducirse al ¨¢mbito de la pol¨ªtica. El poder, como he insistido a veces en subrayar, no est¨¢ circunscrito en la esfera del gobierno, sino que se extiende por todo el cuerpo social. Son muy numerosas y varias, a todas las escalas, las posiciones de poder, desde todas ellas emana prestigio; y el prestigio -como indica la palabra misma- deslumbra y enga?a. As¨ª vemos c¨®mo esa enamorada fascinaci¨®n que el poder produce se cataliza a¨²n con mayor frecuencia que alrededor de los pol¨ªticos alrededor de otros personajes de la vida p¨²blica. Todos los d¨ªas se desencadena, y a cada momento podemos presenciarlo, el fluir er¨®tico del poder en la aclamaci¨®n de un deportista, de un cantante, de un presentador, con fren¨¦ticas manifestaciones de la m¨¢s gratuita y hasta sacrificada entrega. ?Todo va bien, siempre que el aclamado no sea alg¨²n demagogo iluminado, conductor de multitudes y salvador del pueblo!
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