?rase una vez
Se encontraban en un pub de Hampstead despu¨¦s del trabajo y, entre cerveza y cerveza, pasaban el rato contando cuentos. Los divert¨ªa tanto hacerlo que se preparaban en casa o en la oficina -eran empleados y profesionales j¨®venes- para sorprender a sus amigos y oyentes con aquella an¨¦cdota o historia reci¨¦n descubierta -o¨ªda le¨ªda o inventada- que esa noche iban a contar o urdiendo una nueva manera de contarla. Un buen d¨ªa descubrieron que todos los clientes del pub los escuchaban fascinados, que muchos iban all¨ª por ellos, que sin darse cuenta se hab¨ªan convertido en un espect¨¢culo de un g¨¦nero muy especial.Cuando yo fui a o¨ªrlos por primera vez -hace cinco a?os, en un peque?o teatro comunal de las vecindades de Hammersmith- me encontraba escribiendo una novela sobre una tribu muy primitiva, los machiguengas, desparramada por la inmensa Amazon¨ªa, a la que sus ambulantes contadores de cuentos, reverenciados como seres m¨ªticos, manten¨ªan en cierta forma unida, pues hac¨ªan simult¨¢neamente las veces de correos, historiadores, informantes y fabulistas del pasado, el presente y la vida y milagros de la comunidad. Me intrig¨® sobremanera que la moderna Inglaterra tuviera tambi¨¦n sus habladores, y que aquella antiquisima funci¨®n -la de las consejas junto al fuego- se practicara a¨²n p¨²blicamente.
Lo hac¨ªan muy bien. Era una docena, cuatro mujeres y ocho varones. Por su repertorio desfilaban historias venidas de todos los rincones de la tierra, que contaban a, veces solos y a veces pas¨¢ndoselas de boca en boca, con una perfecta sincronizaci¨®n. Algunos de sus cuentos yo los hab¨ªa o¨ªdo de ni?o, en Bolivia, y otros parec¨ªan tomados de la literatura y otros, estoy seguro, eran producto de su imaginaci¨®n. La gente se entreten¨ªa mucho y despu¨¦s de cada historia aplaud¨ªa a rabiar.
Terminada la funci¨®n, me tom¨¦ una copa con ellos y qued¨¦ encantado con su peripecia. No se hab¨ªan profesionalizado, segu¨ªan siendo amateurs y viviendo de sus empleos y trabajos liberales. Pero dedicaban mucho tiempo a ensayar esas presentaciones, que a ellos los divert¨ªan tanto o m¨¢s que a su p¨²blico, y que los llevaban a contar sus cuentos en colegios, hospitales, ferias y adonde tuvieran ocasi¨®n. Recib¨ªan m¨¢s invitaciones de las que pod¨ªan atender. No eran intelectuales ni literatos, sino, seg¨²n la expresi¨®n de Montaigne, gente del com¨²n. Eso es, tal vez, lo que a m¨ª me impresion¨® m¨¢s en ellos, m¨¢s todav¨ªa que su linda actuaci¨®n: su naturaleza de contadores qu¨ªmicamente puros, de narradores orales y trotamundos, como aquellos que, en las posadas y plazas de las ciudades medievales refer¨ªan las haza?as de Carlomagno y los enredos del mago Merl¨ªn. El ser vestigios vivientes, en el coraz¨®n de la civilizaci¨®n industrial moderna, de aquel quehacer que se hunde en la noche de los tiempos de todas las culturas y del que son representantes conspicuos el seancha¨ª irland¨¦s, el trovero del sert¨®n bahiano o el kenkitsatatsirira machiguenga.
Menciono a ¨¦stos porque los conozco, pero s¨¦ que hay muchos otros y me atrevo a asegurar que no existe cultura o civilizaci¨®n, moderna o remot¨ªsima, donde no aparezcan, en los harapos del vagabundo, la t¨²nica del mago o sacerdote, los afeites de la bruja, los arrullos de la abuelita, la chistera del animador y las barbas del bardo, abriendo la boca y, vali¨¦ndose s¨®lo de su propia voz y sus gestos y ademanes, o acompa?¨¢ndose de un harpa, de una guitarra, de un tambor, de un la¨²d o de toda una orquesta, pronunciando el viejo conjuro ante un auditorio predispuesto: "?rase una vez", "Hab¨ªa entonces", "En un pa¨ªs en el que", etc¨¦tera.
La forma m¨¢s primitiva de este oficio debi¨® tomar cuerpo en la caverna del antropoide, cuando, de gru?ir y ulular, los hombres pasaron insensiblemente a dar el gran salto y comenzaron tambi¨¦n a hablar. Tan antigua como el lenguaje debe de ser esta propensi¨®n, la de contar y escuchar cuentos, que en todas las culturas aparece y a todas colorea con un matiz propio. Se trata de una necesidad antes que de una mera diversi¨®n, pero esto ¨²ltimo le es consustancial, un requisito sin el cual no dura: un cuento debe entretener. Pero, por debajo de la distracci¨®n, hay un vac¨ªo de la vida que s¨®lo los cuentos son capaces de llenar. Una necesidad que tiene que ver, sin duda, con la m¨¢s humana (y la m¨¢s imposible) de las vocaciones: la de salir de s¨ª mismo y de la realidad, la de vivir vidas distintas a la propia, la de mudar el ser limitado que nos toc¨® encarnar por otro u otros, m¨¢s afines a nuestra fantas¨ªa y deseos. Para eso se inventaron los cuentos: para sonar despiertos y, pese a no poder dejar de ser nunca los mismos, ser, sin embargo, otros, por ese espacio de tiempo en que, gracias al talento del contador, volamos en alfombras m¨¢gicas, subimos a la luna o entramos al serrallo de Har¨²n-al-Rachid (cuya m¨¢s preciosa prenda ten¨ªa las caderas tan grandes que deb¨ªa estar siempre acostada, pues si se pon¨ªa de pie se derramaba).
El contador de historias es el primer oficiante de una inconmensurable supercher¨ªa vital, de la que derivan el teatro, el cine, las novelas, las artes pl¨¢sticas, el circo, la ¨®pera, la religi¨®n, el psicoan¨¢lisis y mil otras instituciones, disciplinas, pr¨¢cticas, ciencias o seudociencias y sin la cual, por lo visto, ning¨²n hombre podr¨ªa vivir: la ficci¨®n. Ella es indispensable a todos y a todas y ella infecta o contagia las m¨¢s diversas actividades humanas, a veces de manera dellberada y otras espont¨¢nea y casual, y en ciertos casos de un modo tan rec¨®ndito que es poco menos que imposible detectar su presencia. Su manifestaci¨®n primera es la del cuento, peque?a historia que es tambi¨¦n gesto, m¨²sica y representaci¨®n cuando nos llega a trav¨¦s de un contador. Hay en ¨¦ste, siempre, algo que nos inquieta y conmueve; tal vez, que su presencia de alguna manera nos hace intuir la de sus antecesores, ese antiqu¨ªsimo linaje, y nos vincula con esos remotos hombres del garrote y la incision m¨¢gica que, como nosotros ahora, en el alba de la historia, con una mezcla indefinible de fruici¨®n, expectativa, impaciencia y a veces miedo, tambi¨¦n cre¨ªan, so?aban y viv¨ªan emocionalmente esa vida ficticia de los cuentos que escuchaban.
La expresi¨®n m¨¢s moderna que me ha tocado ver de este antiguo oficio no es el Common Lore, el grupo Ingl¨¦s que mencion¨¦ al principio, sino el norteamericano Spalding Gray, conocido por su trabajo como actor en la pel¨ªcula The killing fields. En realidad, su verdadero talento -genio, incluso- es el de contador de cuentos. Sentado frente a una mesa, durante dos horas refer¨ªa una historia autobiogr¨¢fica titulada: Nadando hacia Camboya. Pocas veces he vivido una experiencia m¨¢s intensa. Hab¨ªa de todo en su relato: humor, drama, confesiones ¨ªntimas, violencia, feroces observaciones pol¨ªticas y a la
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vez un patetismo desamparado e infantil que expresaba maravillosamente la condici¨®n del individuo solitario y medio aplastado por la gran ciudad. No actuaba; contaba, relataba, refer¨ªa, aunque, eso s¨ª, de acuerdo a una muy elaborada y sutil organizaci¨®n de su materia anecd¨®tica y de la forma expresiva.
Tiempo despu¨¦s vi que Spalding Gray hab¨ªa reunido en un volumen varias de esas historias que iba contando por los teatros del mundo y me precipit¨¦ a comprarlo. ?Vaya decepci¨®n! Le¨ªda, Nadando hacia Camboya no era ni sombra de aquella sobrecogedora historia que ¨¦l sab¨ªa decir tan bien. Porque contar bien un cuento de viva voz es un arte tan refinado y dif¨ªcil como saber hacerlo por escrito. Las pausas, la entonaci¨®n, los ¨¦nfasis, el movimiento de las manos, el parpadeo, el m¨¢s m¨ªnimo trastorno facial enriquecen o empobrecen el cuento y lo desacreditan o refuerzan.
Me gust¨® tanto descubrir, escuchando a los contadores de Common Lore, que este hermoso arte ten¨ªa a¨²n cultores tan espl¨¦ndidos, que desde entonces he estado siempre al acecho de sus presentaciones. La ¨²ltima vez que los vi hab¨ªa caras nuevas en la compa?¨ªa. ?sta es, ahora, multirracial y multicultural, como se ha ido volviendo Gran Breta?a, y en su panoplia de cuentos se entreveran los de filiaci¨®n local con los africanos y los indios. (Y a prop¨®sito. La ¨²ltima vez que vi a Salman Rushdie, antes de que se desencadenara contra ¨¦l la horda de fan¨¢ticos fundamentalistas, hablamos de los contadores ambulantes de cuentos, muy populares en la India y en Pakist¨¢n, donde viven de la caridad p¨²blica y cuentan historias noches enteras ante muchedumbres ¨¢vidas.)
Escribo este art¨ªculo porque he recibido un par de cartas de un contador de cuentos sueco, llamado Ulf Arnstrom, al que espero estrechar la mano alguna vez. Preside una asociaci¨®n escandinava de contadores de historias -me la describe como "peque?a y animada"- y ha abierto, en Estocolmo, el Cric Crac Caf¨¦, al que imagino como un c¨¢lido, atestado y humoso templo a la fabulaci¨®n, en el que cuenta "historias para adultos". Ha le¨ªdo mi novela El hablador y se propone contar mis historias machiguengas a sus oyentes suecos, lo que, por cierto, no deja de maravillarme.
Ulf Arnstrom comenz¨® contando cuentos para ni?os y me habla de un Festival de Contadores N¨®rdicos, que se celebra anualmente en el noroeste de Canad¨¢, y al que concurren contadores de toda la regi¨®n circunpolar: Alaska, Canad¨¢, Groenlandia, Islandia y Escandinavia. ?l ha ido all¨¢ a contar leyendas y mitos de su pa¨ªs y a escuchar los de los esquimales, los samis y otras culturas y tribus. En una ocasi¨®n relat¨® un mito escandinavo sobre la creaci¨®n y una pareja de indios ancianos se le acerc¨® luego a disculparse: no pod¨ªan creer en esa "historia pagana" que acababa de contar. Ellos s¨®lo cre¨ªan los cuentos que eran verdad.
Acompa?a sus cartas de una postal. Unas colinas boscosas, de gargantas profundas -la foresta de Skule-skogen-, que, hace siglos, era la frontera n¨®rdica de Suecia. All¨ª, en la prehistoria, antes de la llegada de los rubios n¨®rdicos, viv¨ªa el pueblo de los samis, de quien los descendientes contempor¨¢neos preservan toda la historia en f¨¢bulas y fantas¨ªas. Eran grandes creadores y contadores de historias y cada verano Ulf Arnstrom cruza ese bosque a pie, solo y reverente, en homenaje a los fundadores de esa noble estirpe que con tanta convicci¨®n -y talento, estoy seguro- ¨¦l contin¨²a.
Me pide que le informe sobre el "movimiento de conta ores de cuentos en el mundo de lengua espa?ola" y no puedo decirle nada porque ni siquiera s¨¦ si existe. Estoy seguro que s¨ª. No se puede haber interrumpido o muerto entre nosotros ese quehacer sobresaliente que hizo posible la novela picaresca y a Cervantes, y que nos dio tanta felicidad e hizo pasar noches sobre ascuas, rememorando la historia del Vizir que se volvi¨® le¨®n, la del ni?o al que le creci¨® la nariz por mentir y la del gato con botas. O, si as¨ª fuera, habr¨ªa que hacer todo lo necesario para resucitarla. Porque o¨ªr y decir cuentos es una de las m¨¢s eficaces recetas jam¨¢s inventadas para combatir la infelicidad y, como dice aquella canci¨®n, sacarle la vuelta a la vida".
Termino contando el cuento m¨¢s corto (y uno de los m¨¢s bellos) del mundo, cuyo autor es Augusto Monterroso: "Cuando despert¨®, el unicornio todav¨ªa estaba ah¨ª".
Copyright Mario Vargas Llosa.
Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA. 1991.
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