Guerra y conciencia
Instalados en un relativo confort moral e intelectual, la guerra del Golfo nos ha obligado a pensar y nos ha golpeado con la exigencia, ya en desuso, de definirnos. En otras vicisitudes, conciencia y conveniencia aparecen m¨¢s solapadas, pero en la guerra no. Todo en ella acostumbra a ser precipitado y abrupto. Aunque en esta ¨²ltima lo m¨¢s inquietante haya sido la ambig¨¹edad, las dudas entre los dictados de la conciencia y los imperativos de la raz¨®n pr¨¢ctica. La necesidad de condenar el conflicto con la vacilaci¨®n en torno a la respuesta b¨¦lica ante la agresi¨®n llevada a cabo previamente por Irak.La historia muestra de vez en cuando la cresta del instinto guerrero como si constituyera una parte sustancial de la naturaleza humana, como propalaba Scheler sin recato en tiempos de la Gran Guerra. Ya los romanos propiciaban este est¨ªmulo celebrando combates navales, naumaquias, que, a manera de entretenimiento, entusiasmaban a la gente. Toda una representaci¨®n del significado de la guerra, a la que tantas veces se ha vuelto desde entonces en demanda de un cauterio devastador.
Nadie como Vel¨¢zquez ha resumido en un cuadro el ethos equ¨ªvoco del combate, con sus convencionalismos, sus reglas, sus heridas, sus humillaciones, sus satisfacciones. El pintor nos leg¨® en La rendici¨®n de Breda un fondo de ruina en el que se siguen las humaredas que recuerdan la destrucci¨®n de la batalla, y un primer plano que de talla las figuras ceremoniosas de los contendientes. Enemigos que momentos antes luchaban a muerte se observan all¨ª respetuosamente formados, presenciando la capitulaci¨®n del pr¨ªncipe de Nassau ante los tercios espa?oles mandados por Sp¨ªnola. Ambos estrategas se inclinan caballerosos, en adem¨¢n de extremada cortes¨ªa, sellando as¨ª el trance brutal que acaban de protagonizar.
Y es el caso que nos encontramos con esta vand¨¢lica costumbre en todas las ¨¦pocas, en cualesquiera latitudes. Cierto es que cuanto m¨¢s progresa el hombre, m¨¢s espor¨¢dica se va haciendo la pr¨¢ctica guerrera, pero tambi¨¦n su capacidad de destrucci¨®n es m¨¢s apocal¨ªptica. El maestro Vives se lamentaba, a principios del siglo XVI, del poder demoledor de las armas, y pon¨ªa el ejemplo de las temibles lombardas: "Unas disparan una sola bala y otras pueden disparar muchas. ?Dioses inmortales! ?Qu¨¦ enemigo del g¨¦nero humano ha inventado cosa tan destructora, funesta y digna de abominaci¨®n?".
Pero la guerra no por ser condenable es inexistente. Antes al contrario. Su presencia amenazante protagoniza el panorama hist¨®rico y modela formas de vida y actitudes sociales. Por eso, ante ella se agudiza la cuesti¨®n de las conductas. La "¨¦tica de la convicci¨®n" y la "¨¦tica de la responsabilidad", que Weber distingui¨®, como se ha recordado estos meses. Y esta sutil y acomodaticia diferencia es la que hace que hombres que est¨¢n contra la guerra la toleren o la contemplen como un mal inevitable en un momento dado. Nos hemos situado ante ella con frecuencia de una forma pasional, aline¨¢ndonos con alguno de los contendientes, m¨¢s que censur¨¢ndola como expresi¨®n final de la agresividad humana. Tan s¨®lo el pacifista verdadero que se opone a toda conflagraci¨®n, sea cual fuere su causa, escapa de esta disyuntiva. Mas no hay que confundir el pacifismo con la simple impugnaci¨®n de una guerra determinada no por su maldad intr¨ªnseca, sino porque no es nuestra guerra.
Una conmoci¨®n de la opini¨®n p¨²blica espa?ola ha seguido las vicisitudes que han acompa?ado la intervenci¨®n de los pa¨ªses aliados frente a Irak y la modesta presencia de nuestro pa¨ªs en esa alianza. Hay en el pueblo espa?ol un rechazo de los gestos belicistas que es merecedor de la m¨¢s alta consideraci¨®n. Pero un pasado tan turbulento como el nuestro relativiza algo la preponderancia de la paz como fundamento de la protesta y nos hace pensar tambi¨¦n en ciertos componentes culturales de nuestra identidad, como el aislamiento y el provincianismo, sin olvidar, desde luego, el farise¨ªsmo ideol¨®gico. Ello explica que quienes practican la guerra interior se declaren furibundos enemigos de la guerra exterior. Individuos que se han hecho profesionales del tiro en la nuca se han codeado con periodistas que hace apenas cuatro a?os ten¨ªan la avilantez de escribir soflamas intervencionistas pidi¨¦ndole a Reagan que invadiera la Nicaragua sandinista. Y as¨ª, la voz noble y bienhechora de los defensores de la paz se ha visto perturbada por el grito de los oportunistas.
El pacifismo es mucho m¨¢s serio, m¨¢s respetable. Por eso es tan costoso, tan dif¨ªcil de mantener en muchas ocasiones. Machado, que fue un hombre pac¨ªfico, llam¨® santa a nuestra guerra, no porque coincidiera con el esp¨ªritu de cruzada de las luminarias franquistas, sino por la veneraci¨®n que le inspiraba la causa republicana. En mi generaci¨®n no hemos sido pacifistas nunca, aunque hayamos hecho de la paz un ideal de vida. Toda nuestra juventud estuvimos lamentando haber perdido la guerra aqu¨ª y felicit¨¢ndonos por la victoria aliada sobre el fascismo. Yo un¨ª mi intenci¨®n y algo m¨¢s a la de millones de seres que celebramos la derrota de los americanos en Vietnam.
La izquierda y la derecha han sido siempre beligerantes por unas u otras razones. Y matar ha constituido un asunto de sinuosos perfiles. Por eso se ha matado con los Evangelios en la mano, y se ha matado en nombre del bien, de la libertad, del progreso, del orden, de la fe, de la revoluci¨®n. Por todas estas razones ha habido guerras. ?A cu¨¢ntos bienpensantes de la derecha les import¨® un adarme la furia desatada por Pinochet en Chile, sabiendo que con sus v¨ªctimas frenaba el paso a las reformas socialistas? ?Cu¨¢ntos opositores a la intervenci¨®n en el Golfo clamaron contra la guerra desencadenada por la Uni¨®n Sovi¨¦tica en Afganist¨¢n? Recuerdo ahora el di¨¢logo que sostuvo uno de los pensadores que m¨¢s influyeron en nuestra juventud, el admirado Antonio Gramsci, con Benito Mussolini, en la C¨¢mara de Diputados italiana el 16 de mayo de 1925. El pensador comunista le reprocha al dirigente fascista el uso de la violencia por su partido" y Mussolini le responde impasible: "A prop¨®sito de violencias electorales, le recuerdo un art¨ªculo de Bordiga que las justifica plenamente". Gramsci salta de inmediato y dice: "Ah¨ª no se trata de las violencias fascistas, sino de las nuestras. Nosotros estamos seguros de que representamos a la mayor¨ªa de la poblaci¨®n ( ... ), por eso la violencia proletaria es progresiva y no puede ser sistem¨¢tica".
No voy a caer en la hip¨®crita beater¨ªa de oponerme a toda violencia. Hay una que se legitima en la historia y en la sociedad cuando no queda otro medio de enfrentarse a la tiran¨ªa. Pero la facultad de agredir encierra un peligro inmenso en s¨ª mismo que hay que saber contener muy bien. Porque toda violencia tiende a explicarse con su propia naturaleza brutal, y a transformar su car¨¢cter excepcional en pr¨¢ctica normalizada. Y no hay m¨¢s que mirar todos los reg¨ªmenes que han hecho del poder una obsesi¨®n para comprender esto. El mismo Gramsci se asustar¨ªa si hubiera visto el desarrollo seguido por los sistemas socialistas.
Resulta dif¨ªcil asumir, en estas circunstancias, las razones morales como causa de la guerra justa. Algunos intelectuales espa?oles se han quejado en este conflicto de que s¨®lo ten¨ªa razones materiales. Muy cierto, si se asume como tal el dominio del 40% de la producci¨®n mundial de petr¨®leo, con todas las consecuencias econ¨®micas y sociales que ello trae consigo en el mundo entero. ?Cu¨¢les son las guerras morales? ?Las religiosas? ?Las ideol¨®gicas? Durante d¨¦cadas hemos sostenido una confrontaci¨®n irracional que produc¨ªa en nuestra mente la delirante opci¨®n de justificar el armamentismo de unos u otros, seg¨²n se fuera proamericano o prosovi¨¦tico, como si la muerte provocada por la bomba de nuestros amigos fuera m¨¢s dulce y permisible que la ocasionada por el ingenio nuclear de nuestros enemigos.
A lo largo de ocho interminables a?os han estado mat¨¢ndose sin compasi¨®n iraqu¨ªes e iran¨ªes, reproduciendo un conflicto milenario que apenas ha conmovido nuestras convicciones. Lo oriental ha suscitado hist¨®ricamente entre nosotros una percepci¨®n relajada y lejana.
Y sin embargo, cualquier d¨¦spota como Sadam Husein, Hafed el Asad, o el atrabiliario Gaddafi, por no citar a los despiadados monarcas feudales amigos de Occidente, son, probablemente, m¨¢s sanguinarios y corruptos que los torvos y grotescos militares argentinos que, con toda justicia, concitaron nuestro desprecio. Pero estos tiranos orientales se han perpetuado en el poder al calor de un socorrido anticolonialismo bajo el cual todos los excesos de la opresi¨®n y de la crueldad han sido tolerados.
La guerra es una inmoralidad siempre, ciertamente. Y ¨¦sta no ha sido distinta de las otras. Pero ha tenido una caracter¨ªstica diferenciadora en su moral imprecisa, que no es sino una refracci¨®n de las inseguridades de nuestro tiempo. Porque junto a las operaciones militares, otra refriega, menos estruendosa, pero m¨¢s obstinada, se ha estado librando en pro de una nueva manera de entender el mundo. Hace d¨¦cadas que vienen produci¨¦ndose signos de estos cambios. Con ellos emerge la silueta de Estados Unidos escoltada por la estela fulgurante de muchas tradiciones europeas. No es, desde luego, el peor de los mundos el que ahora se consolida.
Los americanos han formado una sociedad en la que abundan los ideales de justicia, de libertad y de integridad. S¨®lo la subsistencia de una mentalidad precapitalista frecuente entre nosotros ha podido subestimar la realidad de aquel pueblo que admira la generosidad y la rectitud, y cuyas virtudes percibe cualquier observador que se acerque a ¨¦l con ¨¢nimo despierto. Un cl¨¢sico como Tocqueville, que supo adelantar tantos misterios, destac¨® sus grandes cualidades y su inmensa proyecci¨®n. Pero tambi¨¦n alert¨® el ilustre noble franc¨¦s sobre sus defectos. Su simplificaci¨®n de las cosas, su propensi¨®n a alarmarse ante las ideas extra?as, su capacidad para crear una naci¨®n libre en la que, parad¨®jicamente, se acaba temiendo a la libertad. Tiemblo cuando pienso en los 30.000 ajusticiados que han purgado sus delitos en los pat¨ªbulos de aquel pa¨ªs en lo que va de siglo. Cuando una colectividad necesita de tan brutales resortes para mantenerse sana, debemos guardar la vigilancia sobre alg¨²n mal que nos acecha a todos. Incluso a quienes, aun sin saberlo, hace tiempo que han optado por el modelo americano. Y todo ello forma parte de la guerra que hemos presenciado.
es profesor de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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