La trompeta de Dey¨¢
Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un art¨ªculo, cuando son¨® el tel¨¦fono. Hice algo que ya entonces no hac¨ªa nunca: levantar el auricular. "Julio Cort¨¢zar ha muerto -orden¨® la voz-. D¨ªcteme su comentario".Pens¨¦ en un verso de Vallejo -"Espa?ol de puro bestia"- y, balbuceando, le obedec¨ª. Pero aquel domingo, en vez de escribir el art¨ªculo, me qued¨¦ hojeando y releyendo alguno de sus cuentos y p¨¢ginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hac¨ªa tiempo que no sab¨ªa nada de ¨¦l. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agon¨ªa. Pero me alegr¨® mucho saber que Aurora hab¨ªa estado a su lado en estos ¨²ltimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios.
Los hab¨ªa conocido a ambos un cuarto de siglo atr¨¢s, en casa de un amigo com¨²n, en Par¨ªs, y desde entonces, hasta la ¨²ltima vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia -donde ofici¨¢bamos de traductores, en una conferencia internacional sobre algod¨®n- nunca dej¨¦ de maravillarme con el espect¨¢culo que significaba ver y o¨ªr conversar a Aurora y Julio, en t¨¢ndem. Todos los dem¨¢s parec¨ªamos sobrar. Todo lo que dec¨ªan era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pens¨¦: "No pueden ser siempre as¨ª. Esas conversaciones las ensayan, en casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las an¨¦cdotas inusitadas, las citas brillant¨ªsimas, las bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual".
Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados acr¨®batas y con ellos uno no se aburr¨ªa nunca. La perfecta complicidad, la secreta Inteligencia que parec¨ªa unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpat¨ªa, su compromiso con la literatura -que daba la impresi¨®n de ser exclusivo, excluyente y total- y su generosidad para con todo el mundo, y sobre todo, los aprendices como yo.
Era dif¨ªcil determinar qui¨¦n hab¨ªa le¨ªdo m¨¢s y mejor, y cu¨¢l de los dos dec¨ªa cosas m¨¢s agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora s¨®lo tradujera (en su caso ese s¨®lo quiere decir todo lo contrario de lo que parece claro est¨¢) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada m¨¢s que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, despu¨¦s de tantos a?os, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo dem¨¢s, es la misma. Peque?a, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de anta?o. Baja y sube las pe?as mallorquinas de Dey¨¢ con una agilidad que a m¨ª me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. Tambi¨¦n ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser una variante de Dorian Gray.
Aquella noche de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cort¨ªsimos, lampi?o, de grandes manos que mov¨ªa al hablar. Hab¨ªa publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilaci¨®n, en una peque?a colecci¨®n que dirig¨ªa Juan Jos¨¦ Arreola, en M¨¦xico. Yo estaba por publicar, tambi¨¦n, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. S¨®lo al despedirnos me enter¨¦ -pasmado- que era el autor de Bestiario y de tantos textos le¨ªdos en la revista de Borges y Victoria Ocampo, Sur, y el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo hab¨ªa le¨ªdo en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parec¨ªa mi contempor¨¢neo y, en realidad, era veintid¨®s a?os mayor que yo.
Durante los a?os sesenta, y, en especial los siete que viv¨ª en Par¨ªs, fue uno de mis mejores amigos, y, tambi¨¦n, algo as¨ª como mi modelo y mi mentor. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus man¨ªas y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, dom¨¦stica y risue?a, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fant¨¢sticos. Cada vez que ¨¦l y Aurora llamaban para invitarme a cenar -al peque?o apartamento vecino a la rue de S¨¨vres, primero, y luego a la casita en espiral de la rue du G¨¦n¨¦ral Beuret- era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero con recortes de noticias ins¨®litas y los objetos inveros¨ªmiles que recog¨ªa o fabricaba, y ese recinto misterioso que, seg¨²n la leyenda, exist¨ªa en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a jugar: el cuarto de los juguetes. Conoc¨ªa un Par¨ªs secreto y m¨¢gico, que no figuraba en gu¨ªa alguna, y de cada encuentro con ¨¦l yo sal¨ªa cargado de tesoros: pel¨ªculas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualit¨¦ que a m¨ª me aburri¨® sobremanera pero que ¨¦l evocar¨ªa despu¨¦s, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.
Con ese Julio Cort¨¢zar era posible ser amigo pero imposible intimar y esa distancia que ¨¦l sab¨ªa imponer, gracias a un sistema de cortes¨ªas y de reglas a las que hab¨ªa que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensi¨®n secreta que parec¨ªa ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparec¨ªa a veces en sus textos, aun los m¨¢s juguetones y risue?os. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente s¨®lo Aurora ten¨ªa acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parec¨ªa importar, acaso existir.
Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribi¨®: "Muchas cosas he le¨ªdo y pocas he vivido". En Julio la literatura parec¨ªa disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, anim¨¢ndola y enriqueci¨¦ndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ning¨²n otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cort¨¢zar ni hizo del juego un instrumento de creaci¨®n y exploraci¨®n art¨ªstica tan ¨²til y provechoso como ¨¦l. Pero dici¨¦ndolo de este modo tan serio, altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para ¨¦l escribir era jugar, divertirse, organizar la vida -las palabras, las ideas con la arbitrariedad, la libertad, la fantas¨ªa y la irresponsabilidad con que lo hacen los ni?os o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cort¨¢zar abri¨® puertas in¨¦ditas, lleg¨® a mostrar unos fondos desconocidos de la condici¨®n humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente ¨¦l nunca se propuso. No es casual -o m¨¢s bien s¨ª lo es, pero en ese sentido de "orden de lo casual" que ¨¦l describi¨® en una de sus ficciones- que la m¨¢s ambiciosa de sus novelas tuviera como t¨ªtulo Rayuela, un juego de ni?os.
El cambio de Cort¨¢zar -el m¨¢s extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutaci¨®n que muchas veces se me ocurri¨® comparar con la que experimenta el narrador de ese relato suyo, Axolotl, en que aqu¨¦l se transforma en el pececillo que est¨¢ observando- ocurri¨®, seg¨²n la versi¨®n oficial -que ¨¦l mismo consagr¨®- en el Mayo franc¨¦s del 68. Se le vio entonces en las barricadas de Par¨ªs, repartiendo hojas volanderas de su invenci¨®n, y confundido con los estudiantes que quer¨ªan llevar "la imaginaci¨®n al poder". Ten¨ªa cincuenta y cuatro a?os. Los 16 que le faltaban vivir ser¨ªa el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habitu¨¦ de congresos revo lucionarios que fue hasta el final.
En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo -un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua espa?ola-, esta mudanza fue genuina, m¨¢s dictada por la ¨¦tica que por la ideolog¨ªa (a la que sigui¨® siendo al¨¦rgico) y de una coherencia total. Su vida se organiz¨® en funci¨®n de ella, y se volvi¨® p¨²blica, casi promiscua, y su obra se dispers¨® en la circunstancia y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percib¨ªa la pol¨ªtica como algo muy lejano y con ir¨®nico desd¨¦n. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: "Me abstengo -brome¨®-. Es demasiado pol¨ªtico para m¨ª"). Como en la primera, aunque de una manera distinta, en esta segunda etapa de su vida, dio m¨¢s de lo que recibi¨®, y aunque creo que se equivoc¨® muchas veces aquella en que afirm¨® que todos los cr¨ªmenes del estalinismo eran un mero accident de parcours del comunismo-, incluso en esas equivocaciones hab¨ªa tan manifiestas inocencia e migenuidad que era dif¨ªcil perderle el respeto. Yo no se lo perd¨ª nunca, ni tampoco el cari?o y la amistad, que -aunque a la distancia- sobrevivieron a todas nuestras discrepancias pol¨ªticas.
Pero el cambio de Julio fue mucho m¨¢s profundo y abarcador que el de la acci¨®n pol¨ªtica. Yo estoy seguro de que empez¨® un a?o antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando juntos como traductores. Pas¨¢bamos la ma?ana y la tarde sentados a la misma mesa, en la sala de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acr¨®polis, donde infaliblemente ¨ªbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos, y la islita de Hydra. Cuando regres¨® a Londres, le dije a Patricia: "La pareja perfecta existe. Aurora y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz". Pocos d¨ªas despu¨¦s recib¨ª carta de Julio anunci¨¢ndome su separaci¨®n. Creo que nunca me he sentido tan despistado.
La pr¨®xima vez que lo volv¨ª a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se hab¨ªa dejado crecer el cabello y ten¨ªa unas barbas rojizas e imponentes, de profeta b¨ªblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas er¨®ticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revoluci¨®n, como antes de jazz y de fantasmas. Hab¨ªa siempre en ¨¦l esa simpat¨ªa c¨¢lida, esa falta total de la pretensi¨®n y de las poses que casi inevitablemente aquejan a los escritores de ¨¦xito a partir de los cincuenta a?os, e incluso cab¨ªa decir que se hab¨ªa vuelto m¨¢s fresco y juvenil, pero costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi despu¨¦s -en Barcelona, en Cuba, en Londres o en Par¨ªs, en congresos o mesas redondas, en reuniones sociales o conspiratorias- me qued¨¦ cada vez m¨¢s perplejo que la vez anterior: ?era ¨¦l? ?Era Julio Cort¨¢zar? Desde luego que lo era, pero como el gusanito que se volvi¨® mariposa o el fakir del cuento que luego de so?ar con maharaj¨¢s, abri¨® los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rend¨ªan pleites¨ªa.
Este otro Julio Cort¨¢zar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el pnimigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida m¨¢s intensa y, acaso, m¨¢s feliz que aquella de antes, en la que, como dijo, la existencia se resum¨ªa para ¨¦l en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi me pareci¨® joven, exaltado, dispuesto. Pero, eso, no hay manera de saberlo con certeza, desde luego.
Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de pregunt¨¢rselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos d¨ªas calientes de Dey¨¢, aunque ¨¦l est¨¢ siempre all¨ª, detr¨¢s de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la peque?a terraza junto a la quebrada, la decadencia del d¨ªa, la, brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel del fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampi?o, con el pelo cortado a lo alem¨¢n y una camiseta de mangas cortas -el Julio Cort¨¢zar que yo conoc¨ª- juega a su juego favorito.
? Mario Vargas Llosa 1991.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA., 1991.
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