Romanos y hospitalarios
Hubo un tiempo en que recorr¨ª con fervor Grecia: Atenas, Olimpia, Delfos, Rodas... Entonces yo cre¨ªa que la antig¨¹edad cl¨¢sica deb¨ªa buscarla all¨ª, ¨²nicamente all¨ª, y cuando vi por primera vez M¨¦rida, me sobrecog¨ª al comprobar que esa antig¨¹edad, en su versi¨®n romana, estaba tambi¨¦n en la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, aunque no hubiese querido darme cuenta.Recuerdo el d¨ªa en que llegu¨¦ a Merida. Seg¨²n nos ¨ªbamos alejando de C¨¢ceres, el paisaje se suavizaba, pero tambi¨¦n se hac¨ªa m¨¢s mon¨®tono. Y cuando ya est¨¢bamos cerca de M¨¦rida, tras haber atravesado extensas planicies pobladas de alcornoques, la tierra se fue tornando cada vez m¨¢s f¨¦rtil. El Guadiana conformaba islas en las que crec¨ªan atormentados sauces y robustos eucaliptos, y ese paisaje verde y cambiante me parec¨ªa el mejor preludio para el sue?o de piedra y de agua que ya ten¨ªa delante. A la izquierda divis¨¦ las ruinas de un acueducto de ladrillo rojo y granito, y muy al fondo, el casi interminable puente romano. Era pleno verano, pero yo imaginaba aquellos lugares en invierno. La nieve cayendo en el teatro, cuando no hay representaciones y la melancol¨ªa se hace m¨¢s sustantiva; la nieve cayendo en el circo o sobre el arco de Trajano... Y la imagin¨¦ en invierno, como el gueto de Herv¨¢s, porque el amigo viajero que tanto me hab¨ªa aconsejado conocer Extremadura hab¨ªa llegado por primera vez a M¨¦rida en invierno, un d¨ªa de nevada esteparia, y ¨¦l me hab¨ªa dicho que ya no se olvidar¨ªa nunca de aquella peque?a Roma en invierno.
Mientras recorr¨ªa una y otra vez la ciudad, me di cuenta, hablando con ¨¦ste, ¨¦se y aqu¨¦l, y perdi¨¦ndome entre ruinas, voces y miradas, que en M¨¦rida las gentes pretend¨ªan ser m¨¢s fieles a la herencia romana que a la medieval. Y es sabido que ser romano supone, por una parte, ser m¨¢s antiguo que los medieval y por otra parte supone ser mucho m¨¢s moderno. De ser as¨ª cosas, resulta que los meridanos ser¨ªan modernos por herencia hist¨®rica, y no como otros que los son por pura y simple coyuntura y porque hay que serlo desde que lo proclamara Rimbauid el absolutista.
Por lo que pude ver, en M¨¦rida aceptan su herencia visig¨®tica, aunque en el fondo la consideran como algo casi inveros¨ªmil, ya que no como un desafortunado rev¨¦s de la histora. Aceptan igualmente su herencia ¨¢rabe, aunque en secreto piensen que lo ¨²nico que les aportaron los ¨¢rabes fue cierta manera de aprovechar el agua en ¨¦pocas de asedio; y aceptan, supongo, su herencia cristiana; pero sobre todo aceptan su herencia romana. Y esa fidelidad a sus ra¨ªces romanas es tan insistente y evidente que puede acabar resultando ejemplar, adem¨¢s de sorprendente. Claro que no siempre esa Fidelidad fue tan clara y tan razonada. En un imprescindible art¨ªculo que me aconsejaron leer precisamente en M¨¦rida, Mariano Jos¨¦ de Larra refiere su paso por la ciudad, cuando esta se hallaba en plena y sobrecogedora decadencia. Larra tuvo en aquella ocasi¨®n un p¨¦smo cicerone, que ¨¦l no dud¨® en calificar de "ruma no tan bien conservada como las romanas". Al Al parecer, Larra le pregunt¨® a su gu¨ªa si eran muy antiguas las ruinas del teatro que ten¨ªan delante.
-?Vaya! -le contest¨® el buen hombre.
-?De los romanos todas? -le increp¨® Larra.
A, lo que su cicerone respondi¨®:
-?Qu¨¦! M¨¢s antiguas, se?or, mucho m¨¢s; de los moros, y de los godos, y de los..., qu¨¦ s¨¦ yo de cu¨¢nta casta de gente...; mucho antes que los romanos.
El agrio Larra sonri¨® lamentando la humillante ignorancia de su interlocutor. Pero quiz¨¢ el meridano no estaba tan equivocado, pues, como suger¨ª antes, en realidad los godos y los ¨¢rabes eran m¨¢s antiguos que los romanos, m¨¢s fan¨¢ticos y, aunque s¨®lo sea en ese sentido, tambi¨¦n m¨¢s primitivos. Por eso es bueno cerrar los ojos en medio de las abundantes y muy reveladoras ruinas, e imaginar a Em¨¦rita no ya con la amarga melancol¨ªa con que la ve¨ªan los viajeros de la ¨¦poca de Larra como Alejandro de Laborde, sino como era en su ¨¦poca romana, con sus barrios aristocr¨¢ticos y populares, su circo, su teatro, sus dos acueductos y su trazado urbano casi perfecto. Y no en vano el poeta Ausonio la consider¨® la novena de las ciudades romanas, por delante de Atenas.
Si es verdad que cada ciudad alberga en su mismo trazado un sue?o y un deseo, mis dos estancias en M¨¦rida me incitan a pensar que el sue?o de M¨¦rida es ser cada d¨ªa m¨¢s romana para que todo aquel que la visite vea hasta d¨®nde llegaba ya hace 2.000 a?os la cultura urbana y en qu¨¦ lugares precisos esa cultura se materializaba dando origen a una gran ciudad.
No hay un solo lugar del casco urbano de M¨¦rida que no albergue en su suelo partes esenciales de la antigua Em¨¦rita. Larra tiene raz¨®n al afirmar que M¨¦rida se sostiene en la rica faldamenta de una matrona decr¨¦pita" y que es "como un ni?o dormido en brazos de un gigante".
Hasta que uno no llega a M¨¦rida y la explora un poco, guiado por buenos cicerones como yo los tuve (pues afortunadamente a m¨ª no me pas¨® lo que a Larra), uno no imagina lo mucho que queda de Em¨¦rita en M¨¦rida: queda lo ya descubierto y queda lo por descubrir. Recordar¨¦ siempre los atardeceres en los pantanos de Proserpina y Cornalvo, tan perfectamente conservados (los romanos hac¨ªan las cosas para durar, como dej¨® dicho el arquitecto que concibi¨® el puente de Alc¨¢ntara), y no olvidar¨¦ f¨¢cilmente mis paseos por una ciudad que sigue siendo fundamentalmente romana en su trazado y en su "idea general". Los que no la han visto no saben hasta qu¨¦ punto fuimos romanos antes que cristianos, perdi¨¦ndose de paso uno de los momentos m¨¢s recuperables y fascinantes de nuestro pasado.
Desde M¨¦rida viajo hasta C¨¢ceres, la ciudad circular. En el casco urbano de C¨¢ceres son perceptibles dos c¨ªrculos algo abollados: el conformado por el C¨¢ceres puramente monumental y el conformado por las rondas, la calle de los Hornos y la de los Pintores, que desemboca en la plaza Mayor. A¨²n podr¨ªamos a?adir otro c¨ªrculo formado por los arrabales ricos y los pobres. Probablemente, C¨¢ceres no tiene nada que ver con una ciudad oriental, pero muchas ciudades de la edad de oro del islam estaban dise?adas as¨ª. En el c¨ªrculo central se hallaban los palacios de la aristocracia y los m¨¢s importantes lugares de culto, y en el c¨ªrculo siguiente se hallaban las casas de las clases medias, los artesanos y los mercaderes, en calles dispuestas como los radios de una rueda, casi como en C¨¢ceres, sin duda una de las ciudades m¨¢s bellas de la Pen¨ªnsula y en la que se observa un amor a la geometr¨ªa que a m¨ª, lector apasionado de Borges, me pareci¨® fascinante, de la misma manera que en Badajoz se advierte un horror a las simetr¨ªas no menos extra?o y no menos aut¨¦ntico. Formalmente, las dos ciudades se opondr¨¢n siempre, como el yin y el yang, pero no caer¨¦ yo por eso en el error de subestimar a Badajoz, con su peculiar concepto de la libertad est¨¦tica, su saludable extravagancia y su radical y desconcertante generosidad.
Ah, Extremo Duero, como dec¨ªan los antiguos, ipor qu¨¦ habr¨¦ tardado tanto tiempo en conocerte ... ! S¨ª, todos los lugares de los que he hablado, y algunos que imperdonablemente he omitido (ahora pienso en Plasenc¨ªa, con su espl¨¦ndida catedral y sus murallas, y que tanto me record¨® algunas ciudades de Occitania; o Alc¨¢ntara, ese peque?o sue?o de piedra; o Jerez de los Caballeros, ya tan andaluz; o Trujillo, cuyas murallas rodeadas de cipreses me transportaron de nuevo a Grecia cuando las ve¨ªa desde lejos); todos esos lugares, dec¨ªa, conforman una misma realidad que se llama Extremadura y que a m¨ª me resulta, desde que tuve la fortuna de visitarla por primera vez, extremadamente dulce y extremadamente ¨²nica.
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