Un gran mito latinoamericano
El presidente chileno Jos¨¦ Manuel Balmaceda, que se suicid¨® de un pistoletazo, en la legaci¨®n de Argentina en Santiago el d¨ªa 19 de septiembre de 1891, despu¨¦s de ser derrotado en una guerra civil, es uno de los grandes mitos pol¨ªticos del continente. El suicidio de Getulio Vargas, a mediados de la d¨¦cada del cincuenta, y el m¨¢s que probable de Salvador Allende en La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. tuvieron relaci¨®n directa con la guerra civil del a?o 1891 y con la muerte tr¨¢gica del presidente constitucional. Getulio Vargas, dictador populista. de Brasil, sol¨ªa mencionar la lucha de Balmaceda en el Chile de fines del siglo XIX contra las facciones pol¨ªticas y contra el parlamentarismo. Su suicidio, el d¨ªa en que su r¨¦gimen empez¨® a desmoronarse, tuvo caracteres de homenaje y de mensaje, de testamento. Salvador Allende, por su parte, se refiri¨® en m¨¢s de uno de sus discursos al enfrentamiento de Balmaceda con la oligarqu¨ªa y con el imperialismo ingl¨¦s de la ¨¦poca. Todo mito, como se sabe, tiene sus versiones y sus variantes. Los sectores conservadores latinoamericanos han visto al presidente suicida como s¨ªmbolo del poder ejecutivo fuerte, de la autoridad centralizada. La izquierda, por el contrario, ha levantado la imagen de un h¨¦roe nacional que habr¨ªa combatido para conservar el salitre en manos chilenas. Jos¨¦ Manuel Balmaceda fue un hombre rico, miembro de una vieja familia de grandes propietarios de tierras, pero despu¨¦s de su muerte ingres¨® de inmediato en el cancionero, en el santoral popular, en la mitolog¨ªa colectiva. Su tumba, en el cementerio general de Santiago, es la ¨²nica, desde hace largas d¨¦cadas, que siempre est¨¢ llena de inscripciones, de amuletos y reliquias, de mandas y rogativas. El pueblo sencillo invoca su nombre hasta hoy y le pide favores de ultratumba. El ¨²nico fen¨®meno comparable, en el Chile de ahora, es el de la casa de Neruda en Isla Negra, cuya empalizada exterior est¨¢ erizada de saludos y hasta de peticiones talladas en la madera. Desde luego, en Canto general, Neruda contribuy¨® con su grano de arena al mito balmacedista. Evoc¨®, fascinado, la llegada de Rub¨¦n Dar¨ªo, "joven minotauro envuelto en niebla", a esa casa presidencial donde "una botella de co?ac le aguarda" y donde Mr. North, el magnate ingl¨¦s del salitre, hab¨ªa sido rechazado.
Es interesante observar un mito con atenci¨®n, de cerca, sin pasiones y sin prejuicios, ahora que caen tantas estatuas en este mundo. Despu¨¦s de una juventud de cat¨®lico fervoroso y de seminarista, Balmaceda fue completamente conquistado por lo que lleg¨® a llamarse la "religi¨®n liberal".. Particip¨® desde el Gobierno de Domingo Santa Mar¨ªa en las feroces luchas anticlericales del siglo XIX chileno, a favor del matrimonio civil y de los cementerios laicos, y los conservadores no se lo perdonaron nunca. Fue una mezcla de ilustrado tard¨ªo y de positivista, con una fe ciega en la ciencia y sobre todo en la idea del progreso. En nombre del futuro, esa obsesi¨®n que puede ser tan peligrosa, cometi¨® un grave atentado contra la escasa tradici¨®n arquitect¨®nica de la ciudad de Santiago de Nueva Extremadura: reemplaz¨® el Puente de Cal y Canto, s¨ªmbolo de la vida colonial, por uno de estructura met¨¢lica encargado a Europa. Es bastante dudoso que haya sido un precursor del marxismo criollo, como se ha pretendido, pero s¨ª lo fue de la vanguardia est¨¦tica chilena, de ese Vicente Huidrobo parecido a ¨¦l, pariente suyo, que frente a una escultura figurativa sol¨ªa exclamar (en franc¨¦s, desde, luego): "?Es peor que Miguel Angel!".
La idea de Balmaceda consist¨ªa en aprovechar los impuestos del salitre natural, una de las grandes riquezas de la ¨¦poca, para financiar un plan de educaci¨®n y de obras p¨²blicas que deb¨ªa permitir el despegue industrial del pa¨ªs. En alguna medida lo consigui¨®. Despu¨¦s de la guerra contra Per¨² y Bolivia en 1879 y hasta la contienda interna del 91, Chile estuvo cerca de alcanzar un desarrollo relativamente avanzado. Balmaceda no se propuso exactamente "nacionalizar" las salitreras, pero trat¨® de evitar a toda costa que un ¨ªnfimo n¨²cleo de empresarios ingleses las convirtiera en monopolio. Para eso procur¨® interesar a capitalistas de Francia y Alemania, de Estados Unidos y del propio Chile. En ese intento fracas¨®. Sus mejores aliados pol¨ªticos fueron los norteamericanos, pero la verdadera entrada de ellos en el mercado chileno, en proporciones y condiciones que Balmaceda no pudo ni siquiera imaginar, se produjo algunos a?os m¨¢s tarde, y no en el salitre sino en el cobre. El coronel John North, en cambio, un aventurero ingl¨¦s que lleg¨® hasta las costas de Tarapac¨¢ y Antofagasta sin un centavo y que comenz¨® de vendedor de agua para las minas, consigui¨® acumular una fortuna colosal y estuvo muy cerca de controlar todos los ferrocarriles de la regi¨®n. Balmaceda se enfrent¨® a North para contrapesar su poder excesivo, que imped¨ªa toda libertad econ¨®mica, y no para que el salitre pasara a manos del Estado.
El desenlace de la historia es terrible, conmovedor y aleccionador. Chile se autodestruy¨® en una guerra civil implacable, probablemente la m¨¢s sangrienta de toda la historia suramericana. La estabilidad pol¨ªtica del pa¨ªs se perdi¨® en ese momento y no se recuper¨® hasta 1932, o quiz¨¢ hasta ahora, seg¨²n como se miren las cosas. Balmaceda fue derrotado por los caciques parlamentarios, por la Marina, por los banqueros ingleses y por un ej¨¦rcito improvisado que comandaban algunos de sus amigos de juventud. El Ej¨¦rcito regular y los generales victoriosos en la guerra del Pac¨ªfico, fieles al Gobierno legal (fidelidad que no se repiti¨® en el caso de Allende), fueron masacrados en las batallas de Conc¨®n y de la Placilla, en la regi¨®n del puerto de Valpara¨ªso. De acuerdo con un testimonio directo, el cad¨¢ver del general OrozImbo Barbosa fue sentado desnudo en una silla. Los soldados victoriosos le cortaron el sexo y se lo colocaron en la boca. ?Desastres de la guerra, escenas goyescas del pa¨ªs falsamente pl¨¢cido y pac¨ªfico!
-Balmaceda, desde su asilo diplom¨¢tico en la misi¨®n de Argentina, escuch¨® a las turbas que vociferaban en su contra y conoci¨® las noticias de los saqueos de su casa y de las casas de sus hermanos, amigos y partidarios. Esper¨® la ma?aria del 19 de septiembre, d¨ªa preciso en que expiraba su periodo como presidente constitucional, para pegarse un tiro en la sien. En ese minuto comenz¨® su leyenda. Naci¨® el mito mientras el impulso del pa¨ªs perd¨ªa fuerza. Hace a?os, en los archivos del Qual d'Orsay, le¨ª los informes que mand¨® a Par¨ªs el enviado diplom¨¢tico de Francia. Estaba sentado en un banquete junto a Isidoro Err¨¢zuriz, min istro del Interior de la nueva Junta de Gobierno. Cada cierto tiempo sal¨ªa una persona desde atr¨¢s de una cortina y le pasaba un papel. Esos papeles relataban los sucesos de la tarde paso a paso. Se hab¨ªa empezado a divulgar la noticia del suicidio del presidente y hab¨ªa una manifestaci¨®n cada vez mayor frente a la legaci¨®n de Argentina. Los mineros de las salitreras del norte, reclutados como soidados del ej¨¦rc¨ªto revolucionario, se amotinaban en protesta por las condiciones miserables de sus hospedajes en Santiago. Eran los anuncios de otra ¨¦poca, de otros contlictos. No se hab¨ªa terminado la historia entonces ni se ha terminado ahora. La noci¨®n de una historia que llega a su t¨¦rmino es occidental, moderna, esencialmente discutible. El culto del futuro, que Balmaceda compart¨ªa con extraordinaria pasi¨®n, y el concepto del fin de la historia son arraigadas deformaciones nuestras, prejuicios anclados.
es escritor chileno.
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