El IIustre
Miles de franceses acompa?aron ayer a Montand, y era una manera de acompa?arse. Esos personajes a los que aprendimos a conocer de lejos, con sus caras enormes derram¨¢ndose sobre la platea del cine o colgados en un escenario, son muy distintos a aquellos otros colegas a los que quisimos en la intimidad de la confidencia. Cuando ¨¦stos mueren hay un dolor que vac¨ªa los diccionarios e impide decir nada, y la pena corre bajo la piel y nos da la sensaci¨®n de que todos los dem¨¢s usurpan con sus lamentos sinceros algo que consider¨¢bamos intransferible y ¨²nico, y aflora el verso de Salvador Espriu, que habla de "els morts que nom¨¦s jo recordo".Pero cuando se nos muere un personaje de nuestro cat¨¢logo particular, como Montand, la cosa es distinta y parece que nos sobren las palabras y que tengamos ganas de evocar todo lo que de ¨¦l sabemos. Las secciones de cultura de los peri¨®dicos nos han acostumbrado a esos grandes alardes de pla?ideros literarios en los que siempre asoma el dobladillo de una amistad reci¨¦n salida del tinte. Contar una an¨¦cdota del difunto egregio equivale a mostrar un t¨ªtulo de propiedad ante la historia. Aparecen los albaceas de sus ¨²ltimos momentos y entonces lo confuso se convierte en l¨®gico, y lo desviado, en recto, y s¨®lo entonces entendemos con terror que lo que queda de alguien siempre acaba siendo lo que sale en los peri¨®dicos.
La muerte del ilustre es una materia muy delicada que no soporta un exceso de plumas. A veces sucede que el muerto lejano cambi¨® de opini¨®n durante su vida y nos dej¨® solos y desconcertados. Aprendimos a desconfiar de ¨¦l y le borramos de nuestro arsenal de mitos. Pero cuando desaparece es como si regresara y entonces al muerto le perdonamos la vida. Tal vez porque no dar¨¢ m¨¢s sorpresas, pero tampoco m¨¢s ense?anzas.
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