La mano a la pistola
Hace un tiempo, este peri¨®dico reprodujo parcialmente el contenido de un art¨ªculo de Giordano Bruno Guerri, publicado en L?Europeo, acerca de lo que ¨¦l denomina "el silencio de la cultura" en Italia. Guerri constataba un hecho: desaparecidos Pasolini, Moravia y Sciascia, no hab¨ªa quien les reemplazara, quien asumiera su papel cr¨ªtico en la vida italiana. Hubo quien, en la correspondiente secci¨®n de EL PA?S, hizo lo correcto: pidi¨® su opini¨®n al respecto a algunas figuras espa?olas, representativas y prestigiosas, del mundo de las letras y de las ideas. Era una estupenda oportunidad para abrir un debate sobre la funci¨®n del intelectual en las sociedades occidentales despu¨¦s de la guerra fr¨ªa, pero se la dej¨® pasar sin inquietud.Ahora, las expresiones fascistoides de un ministro del Interior con escasa cultura democr¨¢tica, que pretende obviar al Poder Judicial y, con ¨¦l, la idea misma de la divisi¨®n de poderes que sustenta a los reg¨ªmenes representativos, sometiendo nuestras vidas y haciendas a los criterios y a la voluntad, buena o mala, de una polic¨ªa incontrolada, y que parece llevar la mano a la pistola en las mismas ocasiones en que lo hac¨ªa Mill¨¢n Astray, devuelve a la palestra el asunto de los intelectuales. Sospecha el se?or Corcuera -y en ello el instinto, que no la raz¨®n, no le enga?a- que, de tener a estas alturas una oposici¨®n, ¨¦sta deber¨ªa estar representada por los intelectuales. Da por supuesto el hombre que, si hay alguien capaz de entender el alcance real de la ley que ¨¦l acaba de proponer al Congreso, si hay alguien en condiciones de comprender que se trata de un instrumento escalofriante, por obra del cual todo ciudadano puede ser investigado, y detenido tras ver su domicilio allanado, sin contar con la inmediata protecci¨®n de un juez, si hay alguien que probablemente tenga conciencia de la dimensi¨®n barbarizante de ese texto, ese alguien tiene que pertenecer al ¨¢mbito de la cultura, tiene que ser un intelectual.
Cuando tuve noticia de las expresiones del ministro del Interior, luego justificadas y disculpadas por el presidente del Gobierno -que debe su cargo, en buena medida, al voto ilustrado-, y explicadas y matizadas por el ministro de Cultura, expresiones acerca de los jueces, por,una parte, y acerca del colectivo al que pertenezco, el de los intelectuales, por otra, mir¨¦ el tel¨¦fono, por obra de un reflejo tan antiguo como in¨²til. Hace unos a?os, no sabr¨ªa decir si diez o cinco, hubiese estado sonando: un pedido de firma para una solicitada, la convocatoria para una reuni¨®n urgente, el comentario de un colega entristecido o preocupado, una palabra, un gesto en procura de claridad. A decir verdad, no ten¨ªa por qu¨¦ esperar nada semejante: si, salvo honrosas excepciones individuales, nada hab¨ªan hecho los intelectuales en cuanto tales ante las agresiones racistas de las ¨²ltimas semanas, si nada hab¨ªan hecho ante la resurrecci¨®n del somat¨¦n -"cuerpo de gente armada, que no pertenece al Ej¨¦rcito": tal define la Academia, as¨¦ptica como siempre- que se llev¨® la vida de un travestido en el par que de la Ciutadella de Barcelona, si nada hab¨ªan hecho ante la segregaci¨®n de la escuela p¨²blica de ni?os con sida, si nada hab¨ªan hecho en su d¨ªa ante la condena del doctor S¨¢enz de Santamar¨ªa, no hab¨ªa por qu¨¦ suponer que iban a hacerlo ahora.
Me refiero a los intelectuales en su condici¨®n de intelectuales. No faltaron posturas de partido, ni faltaron columnas de opini¨®n, pero ni unas ni otras singularizan al intelectual, puesto que las posturas de partido no suelen exceder de la reiteraci¨®n de consignas, y puesto que, en democracia, opina todo el mundo. Hoy, confusos como resultan ideas, ideolog¨ªas, ideales e identidades, la labor del intelectual, antes que en opinar, consiste en desmontar y descubrir, analizar y describir el proceso de producci¨®n de las opiniones, se?alar sus derivaciones y prever sus efectos objetivos sobre la sociedad e indicar las responsabilidades de quienes, desde el poder o como alternativa al mismo, instrumentalizan los diversos discursos. Tareas todas ,que exigen, a la vez, la independencia y la b¨¢sica comunidad de cri¨ªerios generales, que el ministro Corcuera supone y que el colectivo objeto de sus iras parece desconocer.
Quiz¨¢ lo qu¨¦ vengo apuntando est¨¦ tan pasado de moda como la peluca empolvada o el ate¨ªsmo. Quiz¨¢ la independencia pertenezca a una ¨¦poca, ya muy remota, en que, para conservarla, un intelectual se permit¨ªa rechazar el Premio Nobel; y en que la Academia sueca, para conservarla, se permit¨ªa premiar a quien fuese, arriesg¨¢ndose a ser rechazada. Quiz¨¢ no exista una comunidad de criterios generales y sea imposible lograr acuerdos primarios respecto del Estado policial, o la discriminaci¨®n racial o sexual, o el derecho a la intimidad. Pero, como esclavo de la memoria que soy, no puedo evitar recordar que Occidente, todo aquello que de Occidente cabe defender, que no es poco, surgi¨® en su momento del ejercicio consciente de la independencia intelectual y de la defensa constante, consecuente y com¨²n, de algunos valores y principios tenidos por universales y consagrados en el tr¨¢mite de constituci¨®n de las sociedades modernas como partes componentes de su tejido esencial.
A cientos de a?os luz de las revoluciones de 1776 y 1789, con sus declaraciones de derechos, y a inefable distancia de las luchas de 1688 que desembocaron en la proclamaci¨®n de la libertad de imprenta y de la divisi¨®n de poderes en el Reino Unido, el ministro del Interior se da el lujo de agredir a los intelectuales en su conjunto, sin que ¨¦stos le respondan en su conjunto negando de plano a la polic¨ªa la autoridad para entrar en las casas de los ciudadanos con la excusa de la droga o con cualquier otra (en todo caso, es de temer que en la concepci¨®n del mundo del se?or Corcuera, a todas luces af¨ªn a la del alcalde de Marbella, la droga se mezcle inexplicablemente con la mala administraci¨®n de la sexualidad y con la nefasta costumbre de leer libros).
As¨ª las cosas, la aprobaci¨®n de la ley, ir¨®nicamente bautizada como "de seguridad ciudadana", no puede ser considerada un triunfo del se?or Corcuera: merece ser interpretada como una derrota del pensamiento -del pensamiento ilustrado-, por defecci¨®n de quienes, obligados por su saber a la defensa de la sociedad civil que les reconoce m¨¦rito y papel, son hoy incapaces de hacer sonar su propio tam-tam en contestaci¨®n al del presidente del Gobierno: la manifestaci¨®n del d¨ªa 10 en Madrid reuni¨® al 1 por mil de los asistentes a aquella en la que se repudi¨® al golpe de Tejero. Los derechos de los intelectuales son los de su sociedad, pero ellos cuentan con m¨¢s recursos que la mayor¨ªa para defenderlos, sea frente al fascismo mussoliniano, sea frente al poder de Stalin, sea frente a la ocupaci¨®n nazi de Francia, sea frente a una ley limitadora de las libertades, p¨²blicas e individuales, engendrada por un pol¨ªtico torpe o malintencionado. Y defender es, hoy por hoy, lo que cuenta.
La quiebra de las utop¨ªas -que corresponder¨ªa saludar ,con alegr¨ªa, por cuanto tiene de quiebra de los proyectos totalitarios- no tiene por qu¨¦ redundar en el olvido del bien com¨²n: el que un esquema de futuro se haya vaciado de sentido no tiene por qu¨¦ devenir en desinter¨¦s por los logros del pasado. Bien al contrario: el progreso suele ser conservador. No obstante, no han sido pocos los que, al verse libres de ataduras teol¨®gicas, han puesto sus esfuerzos al servicio de su progreso personal: los suficientes para perjudicar gravemente la imagen de los intelectuales a los ojos de nuestros contempor¨¢neos. Algunos de entre ellos se manifiestan inquietos por los bajos ¨ªndices de lectura que se registran ¨²ltimamente: tal vez convenga asociarlos a una bien ganada p¨¦rdida de prestigio de esta casta nuestra, vapuleada por no estar donde deber¨ªa estar.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.