La nostalgia del ¨¢rbol
Pocos entender¨ªan hoy la esencia del esp¨ªritu civilizado como una contraposici¨®n entre el campo y la ciudad, como resumi¨® S¨®crates, recogiendo el naciente ¨ªmpetu urbano del mundo cl¨¢sico griego: "Yo no tengo que ver con los ¨¢rboles en el campo; yo s¨®lo tengo que ver con los hombres en la ciudad".Fue aquel impulso el que anim¨® a Estrab¨®n a escribir su monumental geograf¨ªa y a dejar constancia en ella de la riqueza forestal de la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, que una ardilla pod¨ªa atravesar, de norte a sur, saltando de rama en rama sin tocar el suelo. ?Qui¨¦n pudiera, en la actualidad, contemplar tal maravilla!
Muy por el contrario, en nuestros d¨ªas se puede viajar de lado a lado sin apenas encontrar ¨¢rboles. En los mediod¨ªas de nuestro t¨®rrido verano hombres y paisajes se niegan obstinadamente a enlazarse bajo el manto protector del follaje, como si algo vand¨¢lico, absurdo, enfrentara al espa?ol con la naturaleza de una forma desmesurada y rencorosa. Y no importa que las tierras que divisemos sean llanuras o monta?as, h¨²medas o secas. Por todas partes, la altiva y acogedora presencia del ¨¢rbol se ve como un desaf¨ªio intranquilizador. La llegada del est¨ªo produce en nosotros la convulsi¨®n de un vaticinio hiriente que se cumple con tr¨¢gica precisi¨®n: durante varios meses arden los montes por los cuatro costados. Ir a Galicia implica prepararse para un adelanto de humaredas que se van oteando en lontananza indefectiblemente como se?al de una devastaci¨®n que ha llegado a formar ya parte de nuestra cotidianeidad.
Yo tuve, sin embargo, la suerte inmensa de conocer all¨ª bosques de robles, de casta?os, de abedules, de nogales. ?rboles orgullosos y benefactores que alzaban su presencia secular como testigos mudos de una tierra robusta y delicada a la vez. Entonces -y no hace tanto de esto- exist¨ªa un culto c¨ªclico a la vida del ¨¢rbol. Asist¨ªamos a la ca¨ªda de la hoja, y a su recogida, en oto?o. Se cosechaban casta?as y nueces. Admir¨¢bamos la floraci¨®n en primavera. Nos espaci¨¢bamos bajo las sombras imponentes de sus ramas en verano. Dudo que todo eso pueda seguir haci¨¦ndose con tanta delectaci¨®n.
Ahora escasean aquellos formidables hijos de la tierra, y masas de pinos de la peor calidad aparecen y desaparecen, s¨²bitamente, a merced del antojo incendiario o de la tala enfurecida. En un cuarto de siglo ha cambiado por completo el paisaje arb¨®reo gallego. Ya no es el que fue durante centurias. A los estusiastas del arrasamiento ecol¨®gico, que suele ser la senda que precede a la idea del progreso material indiscriminado, hay que agradecerles este desastre.
No s¨¦ de qu¨¦ le viene al espa?ol el instinto arboricida que se ha ido decantando hist¨®ricamente. Nuestra enemistad con los ¨¢rboles obedece a razones culturales muy arraigadas. Costa escribi¨® un libro interesant¨ªsimo, El arbolado y la patria, en el que se lamentaba de esta hostilidad tosca: "Y en plena reacci¨®n estamos en materia de ¨¢rboles, lo mismo que en materia de libertades; nuestro pueblo no ha sabido conservar ¨¦stas, y ha ayudado a destruir aqu¨¦llos, y no urge menos restaurar las unas que lo otros". Las libertades han sido ganadas, para nuestra fortuna, tras una larga porf¨ªa, pero los ¨¢rboles siguen clamando por su protecci¨®n.
Cuando el Papa viene a Madrid, un se?or obispo de la capital pide al alcalde que quite los ¨¢rboles de unas cuantas plazas y avenidas principales para que la muchedumbre fervorosa pueda manifestarse m¨¢s holgadamente ante tan relevante dignatario. Se talan los ¨¢rboles de las carreteras con el pretexto de que pueden ocasionar accidentes, cuando en el resto de Europa se fomentan. En Galicia se cortan robles para asar sardinas en la playa, y en Asturias se sacrifican nogales de mucho respeto para hacer le?a para la lumbre. ?Apenas en tres minutos se destruye la obra que la naturaleza ha realizado en cientos de a?os!
En nuestro pa¨ªs se ha producido un fen¨®meno curios¨ªsimo, que habla por s¨ª solo de nuestra relaci¨®n con el medio natural. Aqu¨ª la repoblaci¨®n sigue a la urbanizaci¨®n en muchas ocasiones. Montes y valles pelados donde el abandono y las agresiones se han ensa?ado con la floresta empiezan a verdear cuando los domingueros asientan sus reales en un chal¨¦ de nueva construcci¨®n y planta ¨¢rboles donde generaciones lejanas los hab¨ªan cortado. As¨ª surgen sombras forestales entre chimenas, terrazas y piscinas, en sierras donde ya no quedaba nada. Al contrario que en otras latitudes en las que sacrifican el bosque cuando levantan la casa. Al menos, eso ganamos. Veblen se asombraba de que a mediados del siglo pasado los colonos americanos que se iban estableciendo en nuevas tierras talaran los bosques naturales en el lugar donde fijaban su residencia y plantaran en los jardines ¨¢rboles de especies distintas por razones suntuarias.
La historia de la lucha contra el ¨¢rbol en Espa?a es un cap¨ªtulo de nuestra biograf¨ªa colectiva que no nos dignifica nada y que se repite sin que se le ponga remedio definitivo. Antonio Ponz escrib¨ªa en su Viage de Espa?a, a finales del XVIII, que "m¨¢s ha de diez y ocho a?os que el autor de este Viage est¨¢ clamando sobre la grand¨ªsima falta de plant¨ªos en el Reyno, y la extrema necesidad que hay en todo ¨¦l de que se hagan sin ninguna demora, como uno de los medios indispensables de su poblaci¨®n y engrandecimiento, y por otra parte, del maravilloso aspecto que adquirir¨ªan las Provincias, Ciudades y Pueblos, con cosas a que nuestro clima est¨¢ convidando en todas partes, sin que de este favor del cielo se haya hecho la estimaci¨®n debida".
Desde el final de la guerra civil han desaparecido m¨¢s de un mill¨®n de hect¨¢reas de bosque natural de nuestro territorio. Solamente en Galicia se ha quemado en los ¨²ltimos 15 a?os una superficie equivalente a la de toda la provincia de Pontevedra, y se calcula que si el fragor incendiario contin¨²a, en. los pr¨®ximos 30 a?os habr¨¢ ardido por completo la regi¨®n entera. En Valencia, los incendios de este verano pasado han arrasado 40.000 hect¨¢reas de monte poblado. ?C¨®mo detener esta maldici¨®n tan brutal, tan desproporcionada? No veo otra rectificaci¨®n m¨¢s que a trav¨¦s de la educaci¨®n intensiva, el C¨®digo Penal y la defensa de una pol¨ªtica forestal trazada por personas inteligentes y sensibles que puedan poner coto a esta tragedia natural. En el mundo desaparecen cada a?o m¨¢s de 10 millones de hect¨¢reas de bosques. Si no se impide su destrucci¨®n, el Amazonas ser¨¢ pronto un simple recuerdo en los mapas. Y lo mismo ocurre en Asia, en ?frica. En Espa?a nos amenaza una desertizaci¨®n que ya es palpable en las calcinadas arenas almerienses, en El Maestrazgo, en las Bardenas, en Los Monegros, en extensas zonas de Castilla y La Mancha, en Levante. El S¨¢hara se extiende hacia el Norte, acerc¨¢ndose a nosotros al tiempo que nosotros nos acercamos a sus confines.
?Y qu¨¦ deleite tan grande, sin embargo, el descubrimiento del ¨¢rbol, qu¨¦ fortuna la del caminante que lo encuentra a su paso, como un padre silente y centenario que le invita a descansar en su tronco musculoso y en¨¦rgico, cobijado por sus frondosas ramas para perderse en el horizonte y encontrar la paz!
Como aquel fresno de Idgrasil de que habla la leyenda: "?Qu¨¦ hermoso es el espect¨¢culo de un gran ¨¢rbol! Sus ramas se extienden a los lejos, su tronco cubierto de musgo, sus profundas ra¨ªces nos recuerdan lo infinito del tiempo; ha visto transcurrir los siglos antes de que naci¨¦ramos... Es el mundo entero, y s¨®lo puede ser comprendido por el esp¨ªritu del hombre, por el alma del poeta".
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